Carta a un viejo Master (2024), la más reciente película de la cineasta paraguaya Paz Encina —Hamaca paraguaya (2006), Ejercicios de memoria (2016), Eami (2022)—, se inscribe en ese territorio fílmico, o más bien alquímico, en el que la imposibilidad se ve transmutada en posibilidad, y el vacío termina desbordándose de ideas paridas por la crisis y la desesperación.
De las máximas obstrucciones emanan películas, cual resurrecciones luminosas de las primeras intenciones que sucumbieron ante la carencia de tiempo, empatías, imágenes. Los resultados finales, urdidos a golpe de imaginación, de conciencia lúcida de la representación, prácticamente de fusión del cineasta con su obra —tal como el dios chino Pu fundió su carne con la porcelana para otorgarle a la materia muerta su lozanía delicada—, casi siempre superan las películas que pudieron ser de haber estado todos los caminos allanados.

Como confiesa en el propio filme, Encina se encontró con todo lo contrario que el director brasileño Eduardo Coutinho (1933-2014), cuando en 2002 se dispusiera a filmar Edificio Master (2002), devenido clásico del audiovisual contemporáneo y objeto de la devoción confesa de la directora, quien, siempre valga decirlo, ha aportado a la fílmica continental y global títulos imprescindibles como la trascendental Hamaca paraguaya.
Propulsada quizás por un espíritu semejante al del relato de Borges «Pierre Menard, autor del Quijote», o al del recién divorciado protagonista de la narración «Homenaje a Masoch», de Monterroso, Paz Encina regresa veintidós años después al lugar donde Coutinho rodó la película que, como ella misma refiere desde el omnipresente off, quisieran haber realizado todos. Por eso quizás buscó replicar como un ritual los pasos del realizador brasileño, y su rodaje cobró aires de peregrinación.

Es su película favorita de Coutinho. La ha visionado muchas veces. Ha vivido y se ha emocionado junto a los protagonistas aunados en una constelación emotiva, entre cuyas sonrisas, lágrimas, evocaciones y memorias pudiera hallarse el sentido último de la vida. O más bien sentirse, dada la incapacidad inherente del lenguaje para expresar cosas demasiado sagradas.
Pero el edificio le ofrece a ella y a su equipo una faz hosca, de ermitaño hostil, vacío de la calidez humana que lo hace radiar en su referente. Como si fuera el fósil del documental. Como una pantagruélica escenografía hollywoodense abandonada a sus suertes luego del wrapping de la superproducción de turno. Siguiendo la lógica del dicharacho popular que aconseja no regresar a donde se fue feliz alguna vez, puede resultar discutible la pertinencia misma de la idea de Encina de retornar al mundo en el que se ha sabido feliz muchas veces, con cada revisión de la película.

El edificio Master, en el barrio de Copacabana, en Río de Janeiro, al que arriba la cineasta y su breve equipo, no es el de Edificio Master. Ese no existe en la realidad extradiegética, en el gélido mundo exterior al cine. Solo en la película de Coutinho. Fuera de esta, se diluirá en el viento como una polvareda leve.
Carta a un viejo Master resultaría también un registro de este trauma, de la concientización de tal imposibilidad de encontrarse con el mismo espacio. La directora se lamenta en off de no encontrar a Coutinho en el edificio, de pretender hacer el mismo documental. Y clama hallarlo finalmente cuando decide que solo puede filmar su película, en la que ha pasado a existir otro edificio Master (nunca el mismo) que más nadie podrá encontrar fuera de esta.

El de Paz Encina es un edificio habitado por sí mismo. No por las personas que lo abigarran en la obra de 2002 y que terminan confiriéndole una condición secundaria a favor de enaltecer la humanidad palpitante que contiene. Desde su nobleza humanista, Coutinho siempre se centra en los rostros, en las historias que laten bajos sus rasgos, en la singularidad que resulta cada sujeto. Encina filma, como comenta en la extensa carta que dirige a Coutinho a lo largo de toda la película, los contraplanos que este maestro no hizo durante su rodaje de inicios de siglo.
La paraguaya registra porciones del inmueble en el breve tiempo que le conceden para visitarlo, y ante la ausencia de casi todos los protagonistas de 2002, por muerte, o mudanza, o por motivos para siempre desconocidos, se concentra en lo permanente, lo que no ha mutado. La vivienda en sí. Y termina revelando la casi insoportable transitoriedad que Coutinho consiguió conservar en su obra. Tanto es así, que visionar Edificio Master como si fuera un racconto de Carta a un viejo Master puede llegar a provocar una reformulación completa del primero. Su signo cambia, diverge hacia zonas más umbrías, se unge de pies a cabeza con un óleo melancólico. Hasta adquiere aires de necrópolis animada, pero sobre todo gloriosa. Un eterno epitafio.

Paz Encina termina habitando ella todo el edificio. Repleta sus infinitos y claustrofóbicos apartamentos con sus palabras dirigidas a un autor que, como la mayoría de sus personajes, tampoco está. Murió hace hace diez años. Es otra de las ausencias que filma la película. La más permanente. Tan ubicua como la voz acompasada y tímida de la cineasta, que abre su vida como lo hicieron los habitantes del edificio. Como si Coutinho la estuviera entrevistando y consiguiera de ella otra confesión, logrando que Dios hable a través de su boca —como expresa uno de los entrevistados más memorables de Edificio Master.
Así como sucede en el referido relato de Monterroso, la directora, más que meramente resumir, recrea las historias reveladas por Coutinho, y este repaso de imágenes muy queridas —que complementa con imágenes de los espacios filmados, desde la asociación o la más libre y resignada aleatoriedad— revela la trascendencia de la cinta en ella, en su vida y obra. No es solo una muy válida invitación a ver o revisitar Edificio Master, sino prueba de la simbiosis espiritual que Encina parece mantener con esta obra.