En una antigua ciudad fundada por los etruscos al pie de los Apeninos nació hace cien años Pier Paolo Pasolini. Autor de memorables filmes como Teorema (1968), cincuenta años después de su muerte sigue habitando el parnaso de los creadores más discutidos y virales del séptimo arte. Al desafiar sus propias argumentaciones teóricas fue responsable de obras tan desemejantes como Mamma Roma (1962), El evangelio según san Mateo (1964), Las mil y una noches (1974) y Saló, o los 120 días de Sodoma (1976). Esto se explica porque vivió y revivió a través del cine los avatares de su alucinante biografía convertidos en premoniciones, fantasías lúdicas o morbosas, dramas socioeróticos, alegatos filosóficos y delirios burlescos.
Para no menguar su beligerancia ideológica, Pasolinni polemiza con el marxismo y el catolicismo, a los que llama «las dos iglesias», lo cual no debe interpretarse como una antítesis de su visión del mundo que, como él reconoció, es siempre, en el fondo, de tipo ético-religiosa. Sin embargo, debió tomarse algunas licencias estilísticas al contar la bíblica historia de El evangelio según san Mateo por el conflicto que entrañaba su condición atea. Para negar el dogmatismo católico se vio forzado entonces a revisar su técnica cinematográfica y apelar a lo que llamó «cine de poesía».
Sin dudas, entre sus aventuras teóricas en torno al séptimo arte no pasa inadvertida su disquisición sobre el cine de prosa y el cine de poesía, surgida de sus elucubraciones semiológicas. En esos términos aborda un viejo diferendo en cuanto a la enunciación de polos gnoseológicos contrarios, para separar diversos procedimientos de hacer cine. Por un lado, se define la performance transparente, donde la actividad de la cámara pasa inadvertida y predomina el carácter narrativo, secuencial y cronológico de los eventos. Le llama cine de prosa. Por otro lado, nos enfrentaremos al pseudorrelato, a la gramática visual convertida en retórica visiva; a la preeminencia de la subjetividad, apoyada por una cámara que se comporta palpablemente, registradora de un discurso que reclama protagonismo por encima del relato e incluso oponiéndose a este. Le llama cine de poesía.
Al margen de un análisis que pretende reducir el cine a estas dos operaciones, en cualquier caso, el montaje cumple una función medular en esa prosodia lingüística que Pasolini observa. Ahora bien, la idea de construir tipologías de montaje contempla múltiples variantes. Bela Balázs enumera el montaje ideológico, metafórico, poético, entre otras. André Bazin defendía la idea de la trasparencia narrativa, para lo cual se apoyaba en la experiencia neorrealista: «Ladrón de bicicletas es uno de los primeros ejemplos de cine puro. La desaparición de los actores, de la historia y de la puesta en escena desemboca finalmente en la perfecta ilusión estética de la realidad, en una más completa aparición del cine»[1]. Por su parte, Eisenstein abogaba por el montaje intelectual, basado en la colisión de planos capaces de generar nuevos sentidos.
Pasolini, basándose en un procedimiento literario como la narración libre indirecta, plantea que cierta hibridación del narrador —extradiegético o fantasmático— con el personaje produce lo que él denomina la «subjetiva libre indirecta», es decir, una operación no propiamente lingüística, sino estilística. Y a raíz de las exasperaciones fílmicas generadas por la nueva ola francesa, observa que se ha ido creando una tradición técnico-estilística común, es decir, una lengua del cine de poesía, como resultado del conjunto de los estilemas cinematográficos.
El realizador reconoce que la ruptura con un cine clásico vibrante de prosa nace de la intolerancia a las reglas, de la necesidad de subvertir el canon, y del estado orgiástico desatado por la espontaneidad creativa. Quizás por ello, y porque su teoría aparece en 1965 alrededor del Festival de Cine de Pesaro, él se pronuncia por los ejemplos en películas de Bertolucci, Resnais y Godard para dar fe de un cine de poesía. De cualquier manera, su propia obra no guarda mayor apego a un postulado que no se sostiene a sí mismo, por su extrema reductibilidad teórica y por su escasa constatación práctica, además de plantear muy discutibles y controversiales equivalencias entre la semántica, la lingüística y la naturaleza de la imagen fílmica. Falencias acotadas por Umberto Eco[2] y Eric Rohmer[3] en sendas refutaciones.
Si como pensaba el boloñés, Pajaritos y pajarracos (tal vez su mejor película) representa una alegoría sociopolítica de la Italia de posguerra, para mí deviene ensayo en clave charlotesca. No obstante, es también el inicio de la pedantería culterana que marcará su estilo en algunos de sus filmes posteriores, con énfasis en la parafernalia procesual de Teorema y en la alucinante y perfectamente desatinada facundia de Pocilga (1969).
En «La Ricotta» (episodio del filme coral Ro.Go.Pa.G., 1963), Stracci es un indigente que padece un hambre aguda y sempiterna que lo sume en lamentable agonía durante cierto rodaje, donde encarna al ladrón bueno junto a Cristo crucificado. Por su parte, el director del rodaje, un tipo jactancioso, interpretado por el inconmensurable Orson Welles, se burla del pueblo italiano tildándolo de analfabeto. Hace gala de su refinamiento cultural y de su desprecio por la plebe, la misma que Pasolini representa (también aquí) sucia, rota, desdentada y servil. De la ostensible precariedad de Stracci al enervante refinamiento de Welles, todo encaja en los términos en que Pasolini lee el mundo: oprimidos y opresores. Lectura que no solo surge de su encaprichamiento marxista, sino también de su sensibilidad judeocristiana.
No menos importante en cualquier estudio del cine pasoliniano, se advierte la impecable planificación pictórica de sus filmes, cuya ambientación, encuadres y vestuario trasuntan exponentes de Piero della Francesca, Masaccio, Giotto, el Greco, Caravaggio, entre otros, con eventual énfasis en la iconografía cristiana. Todo este trabajo propio de una dirección de arte exquisita se concreta a través de soluciones más o menos alegóricas, pero siempre semánticamente relevantes. Esta y otras marcas enunciativas —que él mismo llamaría estilemas— permiten identificar un cine de autor en toda regla, desde su primer filme Accattone (1961) hasta la perturbadora Saló, o los 120 días de Sodoma.
Hacia el final de sus días confiesa: «Pienso que escandalizar es un derecho; ser escandalizado, un placer. Y el que rechaza el placer de ser escandalizado es un moralista. ¿El sexo es político? Naturalmente. No hay nada que no sea político[4].
[1] André Bazín: ¿Qué es el cine? (1958-1963).
[2] Umberto Eco: La estructura ausente. Introducción a la semiótica (1986).
[3] Pier Paolo Pasolini y Eric Rohmer. Cine de poesía contra cine de prosa
[4] Entrevista para la televisión: https://elporteno.cl/ultima-entrevista-a-pasolini-todos-estamos-en-peligro/