La mejor de todas las películas alemanas (…) Esta película fue el capítulo final del vital proceso de (re)legitimación de la cultura alemana que se venía desarrollando.
Werner Herzog
Alain Badiou ha comentado que la tragedia de Sófocles continúa conmoviéndonos, no por su condición de sobreviviente del pasado, sino porque «aquello que la anuda materialmente a su mundo de aparición no agota su alcance». Nosferatu, una sinfonía del horror (Friedrich Wilhem Murnau, 1922) presenta, como mínimo, dos singularidades garantes de su trascendencia. Primero, fundó el mito audiovisual del vampiro, y con este, un perfil primordial del cine de terror como variante genérica; segundo, consumó los paradigmas del expresionismo y a un mismo tiempo los trasgredió, movimiento estético a través del cual su realizador consiguió aprehender la condición cultural de su época.
Siendo ya un director consumadopara 1922, año en que se estrena Nosferatu…, Friedrich Wilhem Murnau será el primer creador fílmico en adaptar la novela de Abraham Stoker, Drácula, publicada en 1897, que devino rápidamente una de las cumbres de la literatura romántica. Con el paso del tiempo, esta obra literaria ha conocido múltiples visitaciones audiovisuales, pero la película del director alemán es la responsable de fundar la genealogía vampírica en el campo audiovisual, con el añadido de haber violentado muchas de las pautas que delinean el mito —otra de las razones de su condición de clásico—. Aun cuando la figura del vampiro aparecía en una obra anterior, titulada Drakula hálala (Károly Lajthay, 1920), no será sino con Nosferatu… que esta encuentre su inmortalidad para el cine, como la halló en la novela de Stoker para la literatura.

Comenzó entonces una verdadera obsesión con este «monstruo», que inundaría todo el siglo pasado y lo que va del presente. El vampiro se ha convertido en un motivo intrínseco del mercado audiovisual. Tal profusión creadora, inevitablemente, ha devenido en una multiplicidad de tratamientos —que poco o nada tienen que ver con los sentidos impresos a sus obras por Murnau y Stoker—, pero que han hecho del vampiro una singularidad cultural. La crítica cinematográfica ha señalado en varias oportunidades que justo uno de los problemas principales afrontados por las variaciones del «audiovisual mainstream» radica en su tendencia a trivializar de la lectura del mito, cuando se convierten en referencias unas de otras y reducen las tramas a un cúmulo rocambolesco de vicisitudes encargadas de disparar la adrenalina de los espectadores.
Dada la imposibilidad de obtener los derechos de la novela, Murnau y su guionista introdujeron modificaciones radicales en la historia. Las que soportaban su interpretación de la obra literaria. En puridad, los creadores fílmicos utilizaron Drácula como un trampolín para cifrar sus inquietudes personales, tanto estéticas como intelectuales, puesto que el relato del conde de Transilvania se presentaba como un universo sumamente dúctil a la hora de consumar su representación artística y como metáfora para compendiar elucidaciones sobre la realidad. Se simplificó al máximo la historia y sus accidentes argumentales hasta ajustarla a un orden teatral en cinco actos, que, a ciencia cierta, favoreció bastante el específico fílmico. Mientras la trama de la novela está resuelta en una estructura epistolar común al romanticismo —una tipología textual favorecedora de la subjetivación de la escritura—, en el filme se concreta como la crónica de un relator omnisciente, que, en momentos puntuales, se confunde con la voz de Hutter.

Quienes recuerdan la novela, saben que Stoker no solo compendió los ideales y rasgos de la tradición romántica. Su escritura se muestra fascinada por lo fantástico, lo sobrenatural, las supersticiones, lo enigmático, acoge la tendencia a subjetivar la representación de la realidad, siempre mediada por las emociones de los individuos. Y también patenta una serie de giros argumentales que se harán característicos de la literatura de aventuras y del cine de acción. Este último aspecto queda completamente suprimido de la versión cinematográfica de Murnau. Así desaparece el atractivo personaje de Van Helsing, representante por excelencia de ese perfil, quien conocerá después su propia saga. No solo se redujo la cantidad de personajes —junto con Van Helsing se irán Lucy, las amantes de Drácula y otros tantos—, sino que se extirpan pasajes completos, como el del regreso del conde a Transilvania y su posterior persecución. A propósito, los nombres de los personajes, e incluso el de los lugares donde ocurren los hechos, cambian; y se añaden situaciones temáticas y dramáticas esenciales para acometer el discurso a que aspira el director. Tal vez las más notables, a los efectos de la significación global de Nosferatu…, sean la idea del vampiro como portador de plagas y enfermedades, y la situación en que muere Orlok, respectivamente.
Todo parece indicar que a Murnau le interesaba menos desplegar el mito del vampiro y los efectos del vampirismo —como es típico de los ensayos contemporáneos—, que concretar una parábola sobre el mal, que rezumara a nivel alegórico la situación de la Alemania de ese período. Esto tiene su mejor proyección gracias precisamente a la conjunción tan orgánica de las estéticas romántica y expresionista, tradición fílmica de la que este realizador es hijo legítimo. Para mediados de la segunda década del siglo XX, momento en que emerge la corriente expresionista —una de las películas fundadoras, El estudiante de Praga, se estrena en 1913—, Alemania estaba atravesando, con la experiencia de la Primera Guerra Mundial de por medio, por uno de los peores momentos de su historia. De ser una gran potencia (económica, industrial, tecnológica…) había caído en una insondable crisis financiera que asfixió todos los estamentos de la vida, que marcó fuertemente el imaginario nacional. Por supuesto, todo eso condicionaría en buena medida los virajes introducidos por el expresionismo cinematográfico, que encontró en el monstruo el motivo ideal para apresar la sensibilidad de ese momento. El vampiro devendría perfecto a la genealogía de lo monstruoso, que tenía ya estancias esenciales en El gólem y El gabinete del doctor Caligari, por poner un par de ejemplos. El vampiro se inserta con absoluta coherencia en los principios de irracionalidad y deformación de la realidad apuntalados por los expresionistas como mecanismos capaces de trascender la apariencia «real» del mundo y acceder-asir las nociones, sensibilidades, pensamientos que marcaban el estado de su tiempo y de su historia.

Nosferatu… es, desde luego, un paradigma del expresionismo a nivel expresivo, dada la riqueza estilística con que instrumenta sus códigos. Es suficiente reparar en el modo en que la fotografía de la película se jacta en los contrastes de luces y sobras, tanto para caracterizar la atmósfera de las situaciones dramáticas como a los personajes por medio de su relación con los espacios físicos. La opresión afectiva de las locaciones interiores, tópico tan recurrente del expresionismo, se aprecia sobre todo en el castillo del conde Orlok. Vale destacar además la cualidad adquirida por los espacios como consecuencia del modo en que el diseño interior de la composición trabaja la escenografía. Lo cual se puede apreciar incluso en escenas de exteriores, como aquella donde vemos a Ellen sentada en un banco frente al mar acompañada por los crucifijos del cementerio. Junto a los vestuarios y la caracterización visual de los personajes —Nosferatu es de un grado de estilización que resume él mismo el gesto expresionista—, este repertorio estético contribuye a argumentar la tragedia del hombre de entonces, que se vio atravesado por el mal, luego del impacto nefasto de la guerra.

También la tradición romántica ofreció a Murnau un registro estético altamente productivo. Nosferatu, una sinfonía del horror aprovecha con inteligencia los espacios naturales y los exteriores: basta recordar la travesía de Hutter para llegar al castillo del conde Orlok o el capítulo consagrado a la tragedia en altamar del navío donde viajaba Nosferatu o los fragmentos en que se registra el entorno urbano de la ciudad cuando es invadida por la peste. Estos ambientes expresan a nivel físico no solo el estado interior de los protagonistas, sino el carácter mismo por el que transita el relato. Pero no es tanto a nivel de la puesta en escena, como en el manejo psicológico de los personajes —todos condenados a la fatalidad— y en la simbolización de las situaciones dramáticas donde mejor se aprecian el reciclaje de los valores del romanticismo.
La idea del mal como elemento intrínseco a la noción misma de la vida aparece sembrada ya en las primeras imágenes del filme. Cuando Hutter corta las flores del jardín para regalárselas a Ellen en un acto de amor, ella ve la acción como un gesto de crueldad; asimismo, el plano donde se muestra a la flor carnívora devorando a la mosca cumple la única función de mostrar el mal como parte de la realidad. Está el hecho también de que el mismo Nosferatu no se presenta como un agente del mal, su desencadenante, sino como un mero instrumento de este, uno que cumple con servilismo —diría que casi sin percatarse— con la misión de expandir las enfermedades. Nosferatu es una abstracción, un vampiro que incluso aquí no conoce del encuadre religioso en el que se le inserta siempre. La simbología cristiana está suprimida por completo de la versión de Murnau, una inteligente estrategia para centrar mejor la parábola del mal como amenaza de la existencia.

Todavía habría que señalar cómo ni siquiera el sacrificio —tema esencial en esta versión— es capaz de redimirnos del daño. Resulta de una eficacia cinematográfica admirable la síntesis y expresividad con que se resuelve la escena donde Ellen percibe que Hutter está a punto de ser mordido por el conde y se entrega a este en sacrificio. Esta acción de sumo desinterés es subrayada al final, cuando ella se deja poseer por Orlok a sabiendas de que es la única salida. Pero tampoco este acto de amor libra a los personajes del dolor, de la desgarradura, del espasmo, de la pérdida.
Nosferatu, una sinfonía del horror llega a nuestros días con una madurez de concepto y una inteligencia en el manejo de las ideas y de la figura del vampiro que la mantiene en un sitio paradigmático. La fortuna de su arquitectura cinematográfica, la sagacidad con que remite a sus circunstancias y logra trascenderlas, le garantizan la eternidad artística.