Mafifa (2021), largometraje documental de la realizadora y productora cubana Daniela Muñoz Barroso (¿Qué remedio? La Parranda, 2017), se estrenó mundialmente en la edición 2021 del Festival Internacional de Cine Documental de Ámsterdam (IDFA), que transcurre del 17 al 28 de noviembre en la ciudad holandesa, y es reconocido como la más importante plataforma del planeta para el cine documental.
Junto a otras diez obras que «demarcan un amplio espectro de estilos experimentales», Mafifa conforma el catálogo de la sección Luminous de IDFA, y suma a la gran variedad de propuestas creativas su discurso sobre la angustia y el tesón, sobre la curiosidad y la obsesión, sobre el fragmento concreto y la totalidad elusiva, sobre los vivos y los muertos, sobre sonidos y silencios.
Daniela está aquejada de una «hipoacusia bilateral progresiva» —según confiesa al inicio del documental, narrado en off por ella— que le impide percibir los tonos agudos del mundo, justo como los que emanan de las campanas de las congas tradicionales de la ciudad de Santiago de Cuba, y que con sus fragores punzantes doman y encauzan las reatas de tambores y sus estampidas graves hacia rumbos no precisados, pero constantes, pues en la conga solo importa el movimiento, el avance. Es un perpetuum mobile de sonido y furor que viaja hacia sí misma en la más absoluta y urobórica autosuficiencia.
Gladys Esther Linares, más conocida como Mafifa, está considerada por los devotos de la conga santiaguera como la «campanera mayor», insuperada, elevada a dimensiones de culto, veneración y mito desde su repentina muerte en 1980, justo al borde de los carnavales de entonces, y mucho antes de que la propia realizadora naciera.
Pertenece a un tiempo antes del tiempo de Daniela. Es una presencia en fuga hacia el pasado, que deja estelas aún perceptibles en el presente, pero en ineluctable desmoronamiento; justo como las pocas fotos borrosas y quebradizas que algunos de los testimoniantes extraen de astrosos álbumes y precarios archivos personales. Las pupilas que la vieron viva están ajadas y empañadas. Los periódicos que refieren algo de su vida y de su muerte se quiebran al menor roce. Lo material escora y se va a pique en las aguas del olvido. Los sonidos gestados por Mafifa en las congas nunca fueron grabados, y sus ecos van apagándose en las memorias de quienes los escucharon alguna vez.
Quizás más que el tintinear metálico, en verdad recuerdan la impresión que este les causó. El sonido convertido en sentimiento, en una operación de pura alquimia emocional. Mafifa también es una impresión, una sensación, un estado del ser que hace brillar los ojos de los entrevistados ante la cámara de Muñoz Barroso, y una fuerza que invocaba su discípulo más fiel cuando se sentía enflaquecer en medio de la conga. Es un grito poderoso y vigorizante. Una ausencia densa. Un elemento integrado al aire que respiran todos los que viven para y por la conga.
Mafifa se mantiene siempre a un campaneo agudo de distancia de Daniela, quien todo el tiempo se empeña en bordear esta frontera biológicamente infranqueable para descubrir y entender a la mujer de carne y hueso, que reinó sobre un paraje que es casi exclusivo de los hombres hasta ahora mismo. Una papisa irrepetible que dejó huellas dispersas, de aleatoria coherencia, en un mundo incapaz ya también de escucharla.
El retrato de la campanera que consigue la película es tan complejo como fragmentario, dislocado, trunco. Se mixtura y completa con el que la propia Daniela va tejiendo simultáneamente de sí misma como sujeto también fragmentario, en pugna con las deficiencias perceptivas que condicionan su diálogo con el mundo y la retan a reimaginar lo silenciado desde una mirada confesional, y que entonces incita una fotografía de primeros planos, planos detalles, encuadres angostos, fijeza inestable. Se aleja significativamente de su previo documental ¿Qué remedio? La Parranda, en el cual, para investigar sobre otras de las tradiciones festivas cubanas más arraigadas en el centro del archipiélago, las Parrandas de Remedios, optó por una fotografía mucho más funcional, expositiva, que velaba y protegía las vulnerabilidades íntimas que en Mafifa se convierten en sus esencias.
Como la totalidad del mundo se le escabulle, Daniela se aferra a los detalles, a las partículas de vida que consigue percibir, y los expande, los agiganta en cada fotograma, concentrándose en leerlos como posibles agüeros, símbolos que encierran verdades universales, mapas condensados del pasado y el futuro, canales expeditos para acceder al universo. De lectora de labios —para adivinar las palabras que vadean su campo auditivo—, Daniela se vuelve descifradora de rostros, de caligrafías gestuales, de signos corporales. Su vista está entrenada en la decodificación de sutilezas.
Los rostros, los cuerpos y los espacios captados siempre con encuadres muy cerrados invitan a mirar como mira Daniela Muñoz, a entender su mirada, su idea del mundo; pero a la vez convidan a comprender las tramas más leves y secretas de la realidad, a entrenar la sensibilidad, a trascender superficies, a divisar las cartas de navegación que se esconden en cada rincón, a suprimir sentidos físicos para ceder paso a la percepción extrasensorial, al tercer ojo.
Cuando le presentan el primer retrato de la campanera legendaria, Daniela abalanza el lente sobre la fotografía de difuso blanquinegro —posiblemente una copia de una copia, o una ampliación de una copia de una foto pequeña— con el posible instintivo impulso de leer sus labios, quizás para percibir el llamado silencioso que parece a punto de hacerle desde el pasado, convirtiéndose este instante en un momento casi místico, donde se sublima todo el discurso de la película.
Mafifa es también uno de estos canales de naturaleza misteriosa e inaprensible riqueza simbólica, a través de los que la película busca recorrer un tercer sendero mucho más relacionado con ¿Qué remedio?…: la indagación antropológica sobre la conga santiaguera, sobre sus estratos paroxísticos, catárticos, trágicos, sobre el efecto de esta en esos individuos que para muchas perspectivas costumbristas, ya complacientes o despreciativas, tienden a diluirse en una masa despersonalizada, en un jolgorio amorfo con mente de colmena, en un sujeto colectivo y unívoco.
En su (saludablemente) empecinada brega contra los planos generales, que para ella terminan representando la incomunicación y la ininteligibilidad, Daniela Muñoz Barroso se dedica a desmenuzar una conga en rostros particulares, a mirar a los ojos, a leer los mapas faciales y revelar secretos posibles. Nicolás Guillén Landrián (En un barrio viejo, 1963; Los del baile, 1965), y sus reflexivas deconstrucciones o cartografías de los grupos cubanos más humildes, levita sobre ella como otro espíritu tutelar, aparte de Mafifa. El rostro estridente de mujer en el que se congela el plano del título de Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968) está listo aparecer de un momento a otro. ¿Y dónde está Mafifa? ¿Dónde está Daniela?