El perro que no calla (2021) es una película en la que, a manera de redoma, la directora argentina Ana Katz (Una novia errante, Los Marziano) destila la esencia sosegada y anticlimática de la vida, con la delicada precisión del alquimista fílmico que quizás tenga entre sus grandes referentes a Éric Rohmer (El signo de Leo, La coleccionista) o Hong Sang-soo (El día que un cerdo cayó al pozo, La película de la novelista), maestros de la agudeza intimista y la construcción de atmósferas naturalistas a la par que cósmicamente trascendentales.
Por ende, la gran ganadora de los 70 Premios Cóndor de Plata es tanto una cinta sobre la sutil y serena ciclicidad de la existencia, como una alegoría de la extrañeza de lo normal, de la irrepetible singularidad que resulta cada ser humano en su camino hacia la realización. Es también un filme sobre la concepción única de la felicidad que se posee y persigue.

El protagonista, Sebastián —interpretado por Daniel Katz, merecedor del Cóndor a la revelación masculina—, es, a pesar del aparente conformismo e indiferencia con que asume los infortunios que le coloca el hado en su camino, un ser resiliente que ofrece a tales circunstancias negativas una coraza de inexpugnable paciencia y tenaz ecuanimidad, en franco desafío a los paradigmas de proactividad heroica legitimados por el patriarcado occidental.
Sebastián se inclina con flexible tranquilidad ante el paso de las tempestades por su vida. Las vadea, las asimila, pero nunca se doblega bajo sus embates, ni se quiebra. La suya tampoco es una maniquea fábula de vencedores y vencidos al estilo de El viejo y la mar, de Hemingway, donde el héroe es cruelmente destruido y termina prevaleciendo pírricamente gracias a su recio carácter. La historia de Sebastián es más bien una lección filosófica, y hasta mística, sobre la aceptación del destino y sobre cómo vencer a la corriente de la existencia de la única manera posible: nadar a favor de su curso, y no contra su flujo, con la tozudez petulante del náufrago desesperado.

El protagonista es un sobreviviente, no un rebelde. Se integra a la vida, no la conquista. Deja su suerte tan en manos de fuerzas ignotas y superiores que operan de maneras tan misteriosas las lógicas del universo, que Sebastián parece beneficiado por pura suerte en las diferentes peripecias que experimenta. Por eso, a lo largo del relato, es asociado constantemente con la vida, siempre a favor de la vida, aunque esto implique la ruina momentánea de su carrera profesional, encarrilada en los modelos de triunfo legitimados por el occidente urbano.
Primero, apuesta todo por su perra, esa que no calla y da título a la película, pero que nunca se llega a escuchar, pues solo en los vecinos de Sebastián se registra la resonancia de los ladridos angustiados por la soledad. Llevar al animal consigo a su trabajo tampoco es la solución, pues este centro se localiza en un territorio alérgico a la vida como multiplicidad orgánica de seres.
Abandonar a su mascota nunca es una opción. Traicionar al ser vivo ni siquiera provoca en Sebastián una crisis ética o emocional. La decisión está tomada de antemano. Sebastián no genera apegos antinaturales ni egoístas que lo deslinden de las corrientes existenciales en las que se desliza su destino irremisible, cualquiera que sea este. No pierde casa y trabajo por su perra, sino que los abandona sin remordimientos, como una finita etapa destinada a ser trascendida, un exoesqueleto del que se sacude para adentrarse en una nueva etapa de su existencia.
Sebastián vuelve una y otra vez al campo, donde el mundo es más limpio y equilibrado —sin que se deslice en la historia ningún proselitismo ecológico—, aunque la muerte se le revele como parte ineluctable de esta armonía, donde lo infinito no debe confundirse con la perennidad individualista. Se es parte perecible y reciclable de un todo proteico, donde lo único eterno es la mutabilidad y el movimiento.
La primera —y bellamente sorpresiva— secuencia animada de la película explora e ilustra este principio, a la vez que anula la arista lamentosa del fin de una individualidad a favor de su naturaleza transicional. La vida como fuente de vida, la muerte como metamorfosis. Sebastián continúa su camino piadoso, y roza sin percatarse la esfera de la santidad, aunque nunca levite ni convierta el agua en vino, sino solo le dé un paseo a alguien aquejado de una condición degenerativa, a través de la sala y los cuartos de su propia casa.

Sebastián regresa al cultivo de la tierra. Siempre aparece junto a lo que germina, cerca de lo que crece y se reproduce. Alcanza unas sutiles dimensiones de espíritu protector o ser elemental que protege la naturaleza. Ama, procrea, tributa al perpetuo movimiento de la vida. Siempre silencioso y equilibrado, incluso (y sobre todo) cuando la anomalía detona el discurrir suave de su realidad.
El mundo se trastoca, y comienza la lucha colectiva por adaptarse al nuevo estado de cosas, a las nuevas jerarquías, los nuevos privilegios, miserias y conflictos. La inesperada vuelta de tuerca al mundo que le propina la irrupción de un bólido espacial errante —cual gran e improvisada maniobra de extrañamiento brechtiano que se le ocurriera a Dios para dinamitar su puesta en escena— expone la fragilidad del hábitat artificial construido por los seres humanos. Aquí es insertada la segunda secuencia animada de la cinta, que resulta un poco menos justificada que la primera, en tanto parece por momentos una solución desesperada para suplir la falta de efectos visuales más elaborados o realistas con que representar el viaje a través del sistema solar y su posterior llegada a la Tierra, donde se hará irrespirable la atmósfera por encima del metro veinte de altura.
Tal especulación apocalíptica fue filmada antes de 2020, y para muchos resulta curioso que profetice de alguna manera la pandemia de la COVID-19. Pero también puede expresar el deseo latente (y frustrado ya varias veces) del cine argentino de adaptar a la pantalla la obra maestra gráfica que es El Eternauta —escrita por Héctor Germán Oesterheld, dibujada por Francisco Solano López y publicada entre 1957 y 1959—, que proponía un mundo invadido a mitad del siglo XX por fuerzas extraterrestres que hacen irrespirable la atmósfera empleando una nieve envenenada como arma genocida.

Más que con las mascarillas determinantes de la cotidianidad durante la pandemia, las escafandras que llevan los personajes de El perro que no calla dialogan con el personaje de Juan Salvo, cuya imagen más icónica es la de su rostro oculto tras la careta y la máscara de oxígeno del traje impermeable con el que sobrevive a la nevada mortífera.
A pesar de la reconfiguración del mundo, la vida no deja de fluir, y Sebastián con ella. Su sincronía con las nuevas circunstancias es tan discreta y orgánica como todas sus decisiones, acciones y acaecimientos previos. El mundo se emponzoña, pero la vida no calla, ni para Sebastián ni para nadie, solo que no todos están listos para percibir las nuevas frecuencias. Apenas unos pocos saben que la vida prevalecerá. A veces solo basta con mantenerse a su misma velocidad y dirección, vibrando al unísono, regulándose con precisa atención.
La tercera secuencia animada de la película parece metaforizar y resumir con una simple imagen la postura pasiva y a la vez resiliente de Sebastián, quizás con cierta caprichosa redundancia, pues la cinta toda es una gran metáfora. Y Sebastián ya es suficiente símbolo, casi místico, prédica espiritual y fábula esotérica embozada de exoterismo naturalista.