Las cartas credenciales que la directora y guionista española Pilar Palomero presentó en el mundo del cine con su ópera prima Las niñas (2020) han sido contundentemente certificadas con un amplio y prestigioso palmarés, que incluye el Gran Prix de la sección Generación de la Berlinale 70, el Biznaga de Oro a la mejor película española en el 23 Festival de Málaga, la medalla a la mejor película en la más reciente entrega de los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos de España y un racimo de varios de los principales premios Goya 2021: mejor película, guion original, dirección novel y dirección de fotografía para la boliviana Daniela Cajías —primera mujer en triunfar en solitario en tal apartado.

Ubicada temporalmente en el 1992 zaragozano, la que propone Palomero es una historia de estigmatización, autodescubrimiento, crecimiento y reafirmación identitaria individual, donde la niña Celia (Andrea Fandos), de 13 años, aprende a disgregarse y a particularizarse entre el conjunto indiferenciado e invisibilizador de «las niñas». Aprende a crecer y crecerse en medio de silencios culpables y vergüenzas sordas que entenebrecen su vida desde sus mismos orígenes, como fruto ilegítimo de una relación no aprobada por los cánones puritanos rectores de zonas pueblerinas que no han trascendido el conservadurismo marital, el estrecho y funcionalista determinismo sexual (reproducción vs. placer) de los valores católicos, más la coerción de la mujer, patentemente alegorizados en obras como la teatral La casa de Bernarda Alba (1936), de Federico García Lorca.
No creo que sea fortuito el nombre de Adela, endilgado a la madre joven y soltera (Natalia de Molina) de Celia. Ni siquiera que el rol debutante de esta actriz, años atrás, haya sido precisamente como la hija menor de Bernarda, quien protagoniza amoríos carnales ilícitos con el siempre invisible Pepe el Romano. Igualmente ausente, difuso y anónimo es el padre de Celia, cuyos orígenes, nombre y destinos han sido sellados para la niña con la sucinta explicación de una muerte súbita antes de su nacimiento. Su deceso es probablemente tan falso como el de Pepe. Las raíces maternas igualmente le han sido sesgadas a Celia.
Adela cortó lazos con su familia. Su breve revelación hacia el segmento conclusivo de la película remite sin ambages a un mundo enquistado de Bernardas, Angustias, Martirios y Magdalenas. La impresionante faz pétrea de la madre de Adela es todo un mapa de sufrimientos, prejuicios, intransigencias y castigos. La tía de Celia es resumen de las hermanas. El momentáneo regreso de la «hija pródiga» al mundo familiar acusa un viaje al pasado decimonónico español, a la existencia implosiva de la mujer.
Celia es una proscrita que vive en una alteridad marginal, rodeada de una sutil pero punitiva aureola que la aísla del mundo circundante. La culpa parece ser un instinto congénito en ella, un reflejo, un rasgo indeleble de su personalidad. Su rol social dentro de la comunidad estudiantil de la escuela de monjas para niñas donde estudia se establece, delicada y a la vez poderosamente, desde la primera secuencia de la película: para optimizar la armonía vocal del coro de su grupo, la monja que lo dirige le indica (junto a otras) que solo articule el tema, pero sin proyectar su voz. Celia se convierte así en una escaramuza. En una formalidad. En una simulación. Una apariencia. Su mejor recurso para sobrevivir es la disolución en el conjunto y el ocultamiento de su singularidad. Finge que existe, en vez de vivir. Su identidad está secuestrada por la dictadura moral. Su personalidad está negada por la vergüenza. Su libertad está coartada por el pudor empoderado.

Más que simple heredera de la negación, resignación y conformismo en que vive su joven madre, Celia es la culpa hecha carne, es la vergüenza materializada, es una marca más dolorosa e indeleble que «la letra escarlata» de la novela homónima de Hawthorne. De ahí su estado misantrópico, recesivo, tímido. De ahí la parquedad de la niña, compensada (e impugnada) por su mirada infinita, a la que parece apostar todo la fotografía de la Cajías, como eje y esencia expresiva del personaje y la película.
Los primeros planos abundan, dedicados a explorar la cartografía sutil del rostro a la vez lozano y apesadumbrado de Celia. Dedicados a escrutar las sutiles dinámicas de la discriminación, la (auto)supresión y la (auto)sustracción de la palestra social de que es víctima la protagonista. No hay tridentes ni hogueras, pero abundan las tensiones, pocas veces oralizadas, de insoportable circunspección, de atronadora discreción, de aplastante mesura. Los espacios angostos y cerrados se confabulan con los close-ups para aludir a la crisálida exoesquelética que ciñe la emancipatoria expansión espiritual de Celia. La cámara parece siempre escudriñar, vigilar, perseguir a las niñas en sus ingenuas y adolescentes violaciones de lo normado para las «señoritas». Juegan con condones, fuman, se pintan los labios.
La Palomero, como directora y como guionista, evita cualquier concesión retórica que explicite las circunstancias expresadas con las imágenes y el lenguaje extraverbal. No expone ni revela, sino construye atmósferas sofocantes, estados opresivos del ser, tensiones embozadas, que llegan a concomitar con películas de la argentina Lucrecia Martel como La ciénaga (2001) o La mujer sin cabeza (2007). La puesta en escena es entonces consecuente y congruente con la historia narrada y el discurso propugnado. Es como una inhalación y la subsiguiente contención del aire en los pulmones durante el mayor tiempo posible. Nunca como una exhalación, con todo y su catártico y liberador efecto.

Su vida monótona, en la ignorancia sobre sus orígenes, junto a sus estudios en el segregacionista colegio de monjas —cimentado en los mismos cánones severos que la condenaron a la bastardía marginal—, apuntan a una perpetuación en Celia de los principios culposos y reprimidos que han regido la vida de su madre y sus ascendientes. Apunta a ser un eslabón más de una cadena cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos, cuando la primera mujer fuera sometida, cuando la primera mujer fuera encerrada en una iron maiden de apariencias sociales y obligaciones morales tan férreas y punzantes como el célebre instrumento de tortura. Incordiante pero contundente metáfora de la represión femenina, esta estatua hueca con las púas hacia adentro, agrediendo las entrañas, asaeteando el alma, perforando la integridad.
El camino de la heroína está determinado para Celia por la renuncia a la herencia tradicionalista, por la quebradura de los instintos de subordinación y sumisión que le transmiten su madre y su escuela. Por el borrado de la letra escarlata que lleva burilada en todo su cuerpo. Por la validación como ser humano, independiente de las circunstancias que lo trajeron al mundo. Por la quebradura de los significados pecaminosos, deslegitimadores y punitivos que pueda haber tenido su nacimiento.
Celia va en camino de romper con su condición de eco, de resonancia atávica, hacia una autonomía exonerada y redimida como persona con voz, volición y valores propios. Redención y emancipación se mixturan en única ruta hacia la realización como ser humano y ser social.