Hasta ahora hemos probado que no todas las obras de
«El arte y sus objetos». Richard Wollheim
arte son objetos (o particulares). Falta probar que las
obras de arte que sí son objetos, no son, sin embargo,
objetos físicos.
I
¿Se sostiene a la larga cualquier concepción sobre algún arte basada cardinalmente en un material o soporte? ¿En qué media la existencia de artes o ramas del arte como la cerámica y la fotografía pueden fundamentar dicha concepción de un arte como consecuencia de un material y, por ende, de objetos físicos muy específicos? ¿Se puede identificar obra de arte y objeto físico o material?
En principio las respuestas parecen devenir afirmativas sin dilación alguna. No obstante, cuando se hurga un tanto más en el universo de las imágenes, pueden aparecer al menos algunas condicionantes y aun contradicciones. Por ejemplo, la asociación conceptual entre objetos o materiales específicos y alguna clase de arte se establece mucho después del nacimiento de la cerámica francamente utilitaria y, otro ejemplo, no siempre la fotografía se ha sido producido como arte.
Consecuentemente, se impone evocar al menos algunos aspectos relevantes del arte y sus imágenes para poder, luego, adoptar alguna afirmación bien fundada al respecto.
I. a)
Absolutizar cualquier asociación entre un arte y materiales específicos puede conducir a crasos engaños, porque, siguiendo con los ejemplos aducidos, no todos los objetos que se producen con el «material cerámico» (barro, arcilla como base) son «arte de la cerámica» ni todas las fotografías son «arte fotográfico», stricto sensu. Dicho de modo un poco más desabrido, si todo a es b no resulta que todo b sea a; y, en segundo lugar, que si a es b ahora, no lo fue necesariamente siempre, al menos como perspectiva social y experiencia individual.
Recordando a Kant, entre otros ilustres maestros de la estética, aunque no se aceptasen todas sus razones y tonalidades sobre el arte y la experiencia estética como «finalidad formal», «finalidad en sí misma» o «finalidad sin fin» —que conducen a una marcada divergencia entre arte e instrumento utilitario—; mientras se acepte al menos que la experiencia artística y en general estética tienen una validez en sí mismas, se impone el vislumbre de que cualquier recipiente hecho de cerámica no es arte necesariamente por obra y gracia de su propio material, como lo demuestran las vasijas para cocinar y otros utensilios, sino por su finalidad, la circunstancia y la perspectiva con que se asuman.
Cualquiera quedaría como tonto o banal si se empinara para decir que no hay «arte de la cerámica» sin objetos de cerámica; aunque ya no tan banal si afirmase que, de todos modos, no se identifican con carácter absoluto el barro, la cerámica y cualquier otro material con «la obra artística» propiamente dicha, por lo cual sigue en pie la retadora pregunta planteada por Wollheim, que, por nuestra parte, responderemos con la siguiente aserción: toda obra de arte implica algún objeto físico o material, sin el cual no puede existir, pero siempre trasciende dicho objeto para constituirse en un objeto no físico.
Antes de afirmarlo así se precisa considerar que arte implica imagen y que toda imagen es resultado de un proceso donde interactúan estímulos sensibles y la psiquis; una circunstancia funcional o experiencia en la que de una u otra manera se constata la tríada conformada por una fuente de estímulos sensibles, una psiquis y un objeto vivencial que surge como resultado de la interacción entre los dos primeros.
No hay imagen, por tanto, no hay arte, sin la fuente de estímulos sensibles, sin la psiquis y, por supuesto, sin las condicionantes (biológicas, personales, históricas, sociales, culturales) funcionales de dicha psiquis. Además, esa imagen nunca es «imagen en sí» como ente que deambula por el mundo, sino siempre la «actualización» producida en un acto de recepción de la fuente de estímulos por la mencionada psiquis.
La cerámica, la talabartería, las tintas chinas y la fotografía son cuatro de los mejores ejemplos, si no tajantemente los mejores, para asegurar la necesaria existencia de un material (al que llamaríamos «fuente de estímulos sensibles») para la existencia de la obra de arte, pero no son ejemplos tan singulares como parecen. Aunque otras artes ponen mucho más de manifiesto la relativa independencia —se sigue afirmando que muy relativa— entre la obra de arte (la experiencia artística actualizada) y sus materiales, en todas subyace la necesidad de algún material. Vale, entonces, asegurar para todas las artes una correspondencia con materiales, pero con una también innegable relatividad, mayor en unas artes que en otras.
El artista piensa y crea su obra en términos y correspondencia con sus materiales, como bien acostumbraron a subrayar Panofsky en sus estudios iconológicos y Gombrich en su Historia del arte y otras obras tan capitales como Arte e ilusión y Meditaciones sobre un caballo de juguete.
Quizá el arte que mejor muestre los diversos ángulos de la cuestión sea la música, aunque también el teatro y las demás artes escénicas, ya que implican siempre la «ejecución», que es un modo de «actualización» de la obra). Hablan de ello las frecuentes versiones de un mismo tema (obra o fundamento de la obra) para distintos instrumentos (materiales de ejecución). Piénsese, entre ese aludido sinnúmero, en la Wanderer-Fantasie, de Schubert, «pensada en piano» por este, pero luego «pensada en piano y orquesta» por Liszt, o más aun la Rapsodia española, op. 70, de Albéniz, escrita para dos pianos y luego con versión para piano y orquesta y aun para un solo piano.
El mismo tema musical permanece como fundamento, pero deja de ser idéntico «como obra total» en cada instrumentación. Mirado de un modo panorámico, en cuanto arte general de la música, pueden observarse las producciones artísticas sin ataduras a un solo material (instrumento) al tomarse de modo singular obra a obra: diversos materiales para distintas obras de un mismo arte; pero habría que resaltar más aun las diferencias, ya que las variaciones de materiales (de instrumentos y demás factores musicales) determinan obras distintas. La clase de arte, la rama artística, no se casa con un o unos materiales específicos, pero cada obra sí implica uno o algunos de ellos específicamente.
Algo similar puede ser afirmado respecto a la pintura en general, cuyo ámbito ofrece obras a la tempera, al óleo, al acrílico y otros materiales; como sucede con el arte de la escultura, cuya gama varía utilizando unas veces roca caliza o mármol, madera, metal y unos cuantos más. Decir «arte de la pintura» o «arte de la escultura» nunca es referir uno o varios materiales específicos, sino una gama amplia nunca presente del todo en cada obra.
Mucho mayor es la diversidad y, con ella, la relatividad de asociaciones cuando se abre el espectro hacia el ámbito general de las «artes visuales», donde la gama es casi inabarcable cuando se recuerda también la arquitectura. Categóricamente, diversos materiales para diversas obras, pero, eso sí, en primera instancia siempre algún o algunos materiales y, en segunda instancia, siempre un material específico para cada obra singular de modo que, variándose el material, sería otra obra distinta. El Retrato de Adele Bloch-Bauer I nunca sería exactamente «la misma obra» si Klimt lo hubiese pintado con tempera en vez de hacerlo con óleo y oro.
En fin, que la experiencia artística, la experiencia estética en general o la «experiencia de la imagen» se muestran con una independencia relativa mucho mayor respecto a sus materiales a medida que se contempla con mayor amplitud el ámbito artístico, la rama general o común del arte en que se inscribe cada obra singular… sin que se pueda prescindir nunca de todo material… sin que tampoco, por otro lado, cada obra singular deje de corresponderse con sus materiales específicos, habiendo sido «pensada en ese material»… y sin que en ningún caso la obra de arte actualizada sea un puro trasunto del material, al cual trasciende en uno u otro sentido.
I. b)
Vale prevenirse de posibles errores al no tener en mente la historicidad del concepto de arte, de la institucionalización de las artes y el nacimiento o desarrollo de cada una. Las preocupaciones más generales, intensas y constantes en la historia —exceptuando quizás a los propios gremios de productores— no van al material ni a aspectos técnicos particulares, sino que suelen centrase en las imágenes y cuanto ellas significan.
Se hace muy lógico creer que Praxíteles y sus discípulos se concentraban bastante en qué mármol usar, qué y cómo percutirlo para lograr las meritorias curvas de sus esculturas. De análoga manera, se sabe que Sie-Ho fue un consumado pensador y ejecutante de las seis reglas clásicas de la pintura china, enseñando a manejar el pincel, el hueso y los colores. Claro que sí, pero ello sucedía —como también hoy— en función de la imagen resultante, de la grandeza y gracia de las diosas y dioses esculpidos; del chi (soplo vital) asociado a la vitalidad rítmica y la correspondencia entre líneas, formas y naturaleza.
La imagen, el «mundo de imágenes» resultante era el condicionante básico y la finalidad —prácticamente una teleología finalista del fin generando o acondicionando las causas— presente en tales ocupaciones.
Tal complejo de causas (incluyendo las materiales) y finalidades se hace mucho más clara aún si se piensa en el común de los receptores y los sobresalientes filósofos de entonces. El foco dominante viene dado por la imagen, la experiencia sensible-conceptual, y tanto los materiales como las técnicas tributaban en función suya.
Explorando incluso desde veinticinco siglos atrás, cuando Platón (en sus connotados diálogos Ion y República) condenaba a los artistas por considerarlos vanos imitadores (representación e imágenes) de los objetos naturales (o sea, sensibles), y estos a su vez imitaciones de las genuinas realidades trascendentes (como sombras, en su socorrida parábola de la caverna). El pintor, el creador de todo arte «representativo» quedaba así como un imitador de imitaciones (mimesis de mimesis), por debajo incluso de los poetas (un tanto avalados por la divina inspiración de las musas), aunque ambos aun en un escaño inferior al de los filósofos (entre los que se encontraba, por supuesto, el propio Platón).
Su discípulo, Aristóteles, al corregir tan prejuiciosas sentencias, comenzando por vislumbrar —primigenios atisbos— lo que hoy se llaman funciones comunicativas, cognoscitivas, heurísticas y valorativas del arte, entre otras donde no se debe olvidar su apreciada catarsis (ni que incluso para él «la poesía es más filosófica que la historia»); no deja de reafirmar (como luego Plotino y otros «pioneros» de lo que mucho después sería la estética), las características de la pintura y otras artes visuales como techné de creación de imágenes (en una superficie plana o decorando las volumétricas). La imagen como foco fundamental al que se supeditan materiales y otros factores.
Nunca, desde entonces hasta al menos el siglo XX, se produjo en la cultura occidental la identificación primera entre un arte y un material muy específico o un pequeño conjunto de ellos, ya fuesen las vasijas helénicas, los muros de Creta, los frescos de Pompeya, la Capilla Sixtina, los caballetes de Da Vinci… y ya fuese al fresco, la tempera, el óleo o el acrílico.
Tal identificación tiene mayores connotaciones en la cultura oriental, especialmente la china, donde la cerámica y las tintas (notoriamente, la caligrafía) adquieren una notoria relevancia como tales. Pero incluso aquí la imagen es el fin último que supedita el material. La cerámica china devino uno de los más maravillosos logros artísticos de la humanidad, no porque fuese «de cerámica» (que sí tiene algo que ver, porque los materiales posibilitan o imposibilitan producciones), sino por el maravilloso mundo de formas e imágenes que ha venido logrando. ¿Pero, y en la era digital?
Luego de tan abundantes y seculares enseñanzas y prácticas artísticas, asombra que se sostengan algunas identificaciones rígidas entre arte o clase de arte y material en el ámbito de las modernas experiencias audiovisuales, que además se agravan cuando en la ecuación entran los términos «medio», massmedia o «medio digital», y comienzan a surgir reflexiones sobre cine, video, videoarte y videoclip, igual que múltiples consideraciones como el famoso tema de «la muerte del cine», cuestiones que ameritan y han de tener reflexiones aparte y extendidas.
No se niega que el privilegio de algún material (proceso o instalación) para concebir y aun definir algún arte sea justa en algunas manifestaciones muy específicas como la cerámica y la fotografía, o en determinadas circunstancias históricas y culturales como los inicios del cine y sus rollos de nitrato (luego acetato) proyectados sobre paredes, telones u otras superficies. Aun así, estos no hacen desmoronarse la primacía de las formas o las imágenes en cuanto artes.
No es posible sustentar una definición estricta del arte de la pintura como el arte del acrílico, del lienzo, la cartulina o las paredes, porque hay obras que utilizan alguno de ellos y las demás utilizan alguno de los restantes; y porque —lo que llega a ser muchísimo más significativo— una exclusiva alusión a los materiales deja fuera aspectos mucho más vitales estéticamente como la clase de experiencia sensible (visión, audición) y las correlaciones espacio y tiempo. Incluso de hacerse en casos excepcionales, como en el «arte de la cerámica», se da por entendida, en cuanto arte, la dimensión visual, imaginal.
Óleo, acrílico, tempera, tintas diversas, lienzo, madera, muros y cartulinas, pinceles y espátulas servirán con sus particularidades para un común «universo de imágenes pictóricas» en un arte, el de la pintura, mejor conceptualizado en base a la relación entre luces (colores, líneas, figuras, manchas…) dadas en una superficie. Un maremagno de instrumentos, ejecuciones y recepciones han de conjugarse en el arte de las relaciones sonoras en el tiempo, en fin, las sucesiones de sonidos.
No hay por qué resistirse al uso de sinécdoques o expresiones metafóricas basadas en un material, por ejemplo «el arte del violín», cuando se sobrentiende que lo dicho es algo así como «en el universo del arte de la música, aquello que incumbe de modo muy especial a uno de los muchos instrumentos musicales llamado violín», en fin de cuentas, «a las relaciones sonoras con el timbre y recursos del violín». Nada prohíbe la simplificación antes expresada.
Volviendo al postulado de que cada artista piensa su obra en correspondencia con materiales, no cabe duda de que Praxíteles imaginó en mármol, desde antes de comenzar a esculpir la estatua de Hermes con el niño Dionisio. Su experiencia previa y la proyección de los resultados esperados, además de los modos de realizarla, debieron hacer que «pensara en mármol» dicha estatua. Asimismo, se puede asegurar que Van Gogh «pensó en óleo» los distintos girasoles que tanto admiramos hoy. Pero siempre en busca de la imagen deseada y quizás por ello mismo muchos artistas hayan buscado realizar su «idea artística» con otro material en otra obra.
Desde las antiguas y delicadas arpas y flautas hasta los más modernos sonidos electrónicos, por muy diferentes que sean los timbres, las técnicas y las sonoridades generales de cada instrumento, cada uno contribuye con sus particularidades al general arte de la música, a la experiencia «musical».
Resulta imposible pensar, reflexionar, concebir cualquiera de las artes sin priorizar las categorías de la imagen, aunque no haya que despreciar los materiales con que estas se realizan… tampoco otros factores como las funciones sociales o institucionales que salvaguardan lo convencional y lo relativo junto a lo más general y estable.
II
Pero la debatida identidad entre un arte o una obra de arte y un material específico, o entre una rama artística general y un cúmulo de materiales nunca presentes todos en cada obra, no refleja más que la punta visible de un problema mucho mayor: la propia materialidad o no de la obra y, conexo a ello, el de la obra como «objeto».
Espinosa es la comprensión del arte, de cada obra de arte como «inmaterial», aunque no como totalmente independiente de todo material; la condición de toda obra de arte asociada en última instancia a uno u otro material, pero, en fin de cuentas, trascendiendo dicha materialidad para constituirse en un «universo imaginal».
Si se consiente en que el «ser» de la obra es «ser imaginal», o sea, en que la obra queda constituida o actualizada en cada recepción como modelo o mundo de imágenes, dicha característica «no física» sino como «objeto de la percepción y la experiencia espiritual» queda clara.
Dicha condición de objeto no físico se hace mucho más clara en unas artes y unas obras que en otras. Quizás el mayor asentimiento al respecto se logre en la poesía y la música.
Todo buen lector y todo buen auditor toma conciencia de que un poema es un universo de imágenes que puede ser leído en una variedad u otra de papel o en una u otra publicación, así como también puede ser oído en la voz del poeta u otra persona. Por ello, si bien lo utiliza comúnmente no necesita a veces ningún material como soporte, bastando la voz del poeta o declamador (que, en última instancia es el material o fuente de estímulos para el surgimiento de la imagen poética).
Algo similar ocurre con la canción y con toda clase de música. Resulta palmario que se puede encontrar uno u otro violín y uno u otro violinista en las distintas salas de concierto. Nada de un objeto único o fijado para cada obra. ¿Quién diría que la Malagueña de Lecuona es «un objeto material», aunque se asocia siempre o necesita para su realización, para la actualización de su virtualidad o posibilidad, un piano (u otros instrumentos en caso de versiones orquestales, por ejemplo), en fin… un objeto material?
Ello se hace menos evidente o más equívoco en las artes plásticas o, en general, visuales, porque lo habitual es la asociación de un objeto y una obra, ya sea dibujo, grabado, pintura, escultura, arquitectura u otra clase de arte o manifestación.
Así, en la pintura se asocia con tanta rigidez que suelen asumirse como conjugados en la misma entidad «el cuadro» (por ejemplo, un lienzo con los pigmentos utilizados) y «la obra» (las imágenes pictóricas, el universo de imágenes o modelo imaginal). Cada «pintura» necesita «materiales» (comúnmente «objetos») para su realización o para «soportarla» (un «soporte», como todas las artes) y esta común correlación entre el objeto-fuente-de-sensaciones y la obra-objeto-imaginal (un objeto material único para una obra única) es lo que mueve a identificarlos. Se quema el «cuadro» o se derrumba el «muro» y desaparece la «obra pictórica». No ocurre de idéntica manera con la poesía, la música y otras artes.
Se trata, y es precisamente la finalidad de estas líneas, de una cuestión conceptual. Nadie muere porque le llame «obra pictórica» al «cuadro-objeto», como nadie muere cuando habla de «brazo de mar», «salir el sol» o «las perlas de tu boca» para referirse a los conocidos fenómenos, que no son un brazo, una salida desde algún lugar ni perlas. Cuestión de lenguaje coloquial y vida cotidiana en el barrio. Incluso muy bonito, agradable y práctico, pero cuando de conceptos y reflexiones se trata… ya no es así.
Wollheim, cuya inspiración inició estas páginas, puede muy bien asegurar que las obras que son objetos (en el sentido de ser posibilitadas o «soportadas» siempre por «algún» objeto) no son objetos «físicos», sino productos emergentes de la relación entre objetos materiales y la recepción humana: no «son» objetos (físicos), sino que «recurren» o «se soportan» en ellos.
Se trata de un asunto sobre el que han reflexionado concienzudamente desde muy diversas posturas filosóficas investigadores como Joseph Margolis (en obras capitales como Arte y filosofía y What, After All, Is a Work of Art?) y Moisés Kagan —no dudamos que conociendo a tales autores precedentes, pero sin citarlos por razones obvias de su mundo y momento— en sus Lecciones de estética y diversos ensayos que apuntalan la noción de la obra de arte como «modelo imaginal».
Tal entendimiento explica del mejor modo muchos fenómenos inexplicables a partir de la identidad objeto-obra, como la diferencia de propiedades sensoriales entre ellos, como las diferentes recepciones e incluso como la posibilidad de no ser ni siquiera percibida como obra por personas con problemas sensoriales o falta de sensibilidad artística.
Si se logra entender tal disociación entre objeto y obra en el ámbito de las artes plásticas, tal entendimiento se hace mucho más claro en las obras que no se asocian a un objeto único, en especial aquellas que implican la «ejecución» (actuación, representación) en cada ocasión, como la música, la danza, la ópera y demás artes escénicas.
De aquí que, algo sumamente importante, la definición general de arte (no de un solo arte específico) y la definición de qué es en general una obra de arte no puede atarse a procesos específicos ni, mucho menos, a objetos materiales específicos.
Para nosotros, el arte queda definido como «el modo de actividad humana institucionalizado en mayor o menor grado en correspondencia con el privilegio de la experiencia estética»; y, en correspondencia con ello, pudiéramos (potencialidad aproximativa) definir la obra de arte como «el objeto, acción o situación, o todo en conjunto, asumidos por la actividad artística como propios e idóneos para sus fines».
Según esto, puede llamarse obra de arte a un objeto creado (Guernica, Gitana tropical…), asumido (art-trouvé…), una acción o situación cualquiera producida (en el amplio sentido de producción: crear, utilizar, estructurar…) por dicha clase de actividad propiamente humana para sus fines.
Sin embargo, mirando de un modo más incisivo, pudiera arriesgarse una definición mucho más exacta, aunque pudiera parecer a algunos excesivamente subjetiva o subjetivadora. Una que se atiene al carácter del arte y de la obra de arte como experiencia humana, como producto emergente de la recepción siempre y necesariamente actualizada, con propiedades no identificables de modo absoluto con los objetos que la propician.
Antes se ha precisado que no existe la «imagen artística», sino la recepción estética o, particularmente artística de la imagen. La imagen, por ejemplo, una pintura, una foto o una escultura de desnudos puede ser tan diferentemente experimentada que su recepción varíe incluso desde la propiamente estética hasta su degradación pornográfica, según sujetos y situaciones.
Por todo lo anterior, siguiendo la referida concepción del arte sobre todo como perspectiva y experiencia específica, puede afirmarse que la obra de arte es «el mundo de imágenes recepcionado por el ser humano en la relación con una fuente de estímulos dada ex profeso en una actividad o situación artística».
Tal definición implica todo aquello de cuanto se ha venido hablando (y más aún): un objeto, acción o situación (como fuente de estímulos para la experiencia artística y la emergencia de la «obra» exactamente dicha), un receptor (ser humano con la suficiente sensibilidad) que la actualiza, un modo de actividad humano institucionalizado en mayor o menor grado (museos, galerías, teatros, incluso espacios improvisados), un modo de actividad que predetermina actitudes y perspectivas de la mirada, sensaciones, sentimientos e ideas que, en la diversidad de las individualidades, no dejan de tener condicionantes sociales e histórico-culturales que, entre otras consecuencias, hacen emerger lo que conocemos categóricamente como lo bello, lo trágico, lo cómico, lo sublime, entre otros complejos de sentimientos y conceptos.
Se trata de una concepción centrada en la recepción, la percepción y la experiencia humanas antes que en la materialidad de los objetos y otros aspectos del arte. Por supuesto, puede ser rebatible, pero nos atenemos a su consecuencia y a su capacidad de explicar y hacer ver con considerable suficiencia las propiedades y problemas que plantean las obras de arte y el arte en general.
El siguiente ejemplo servirá para finalizar las actuales reflexiones, pero, mejor aún, para incitar nuevas reflexiones asociadas a las ya dadas.
La obra de arte cinematográfica, el cine en general, en cuanto arte, no puede identificarse con ningún material (nitrato, celulosa, rollo de 8 o 75 milímetros, casete digital, disco duro…), con ninguna instalación (cine tradicional con butacones, proyección en paredes o telones, pantallas digitales…), procederes temporales o espaciales (filmar en una semana, en escenarios naturales…), ni nada similar, aunque siempre necesite alguno o algunos de ellos. La obra de arte cinematográfica, el cine, en cuanto arte, es el mundo de imágenes fílmicas que emergen actualizadas en nuestra recepción. Más allá de uno u otro material, instalación, procedimiento, costo… el cine es el arte de las imágenes comúnmente audiovisuales logradas mediante una superficie y una matriz.