Todo lo que puede ser imaginado es real.
Pablo Picasso
Salíamos de tomarnos unos tragos. Se nos hizo un poco tarde. Como siempre. Javier nunca me deja ir sola, me acompaña hasta la puerta de mi casa, donde la tertulia muchas veces se extiende. Si nuestras muelas fueran películas, la de esta noche sería un larguísimo plano secuencia.
Andábamos entretenidos, cuando llegamos al final de una calle. Tratándose de mi barrio, del que conozco la mayoría de sus rincones, le dije:
—Vamos, te voy a mostrar un pasadizo secreto. De niña lo atravesaba mucho para ir a la escuela. Jamás me he atrevido a cruzarlo de noche.
El pasadizo es un laberinto angosto y lúgubre que bordea un edificio. Parece un espejismo. Javier estaba fascinado.
A la salida, alguien trajinaba a contraluz entre montones de tarecos. Maletas, cables, portalámparas, bala de gas, bocina, careta de ventilador, timón y un largo etcétera de objetos acumulados en el patio de una casa.
La única iluminación consistía en un tubo de luz fría colgado de un cable, a medio camino entre un tendido eléctrico y una tendedera. La atmósfera que proyectaba nos cautivó.

No menos misterioso era el sujeto. Un hombre cercano a los sesenta años, sin dientes, con un yeso en el brazo izquierdo atado a su cuello por una corbata. Javier le preguntó qué hacía.
Para nuestra sorpresa, respondió que estaba haciendo una película.
—Pero, ¿a esta hora?
—Es que yo antes era sereno y me acostumbré a este horario. Me llamo Sergio. Como Corrieri. El de Memorias del subdesarrollo. He trabajado con Fernando Pérez, de asistente. Y fui novio de Susana Pérez.
Estábamos boquiabiertos. Al percibirlo, subrayó que no se refería a Susana Pérez, la actriz, aunque a ella seguro no la conocíamos porque éramos demasiado jóvenes. Aclaró que su amorío fue con Susana Pérez, la hija de Fernando. Y que Fernando le decía que ella de quien estaba realmente enamorada era del hijo de Julio Iglesias. También había sido chofer de David Calzado y había tenido un montón de trabajos en ministerios y fiscalías. Nos preguntó si alguna vez habíamos estado en Mazorra. Dijo que ese lugar era a la vez el infierno y el paraíso, y citó a la Biblia.
El universo de Sergio apenas comenzaba a estallar frente a nosotros, un Big Bang onírico al que no pudimos resistirnos.
—¿Y ustedes a qué se dedican?
—También al cine.
Dijo Javier.
—Como tú.
Dije yo.
Una mezcla de ternura y estupor iluminó su rostro, hasta entonces en penumbras. Me recordó a la hija de Kossakovsky en Svyato, al descubrir su imagen en el espejo por primera vez.
—¿De verdad?
Y la pregunta estaba sellada con signos de ilusión.
Sacó de su bolsillo la llave de la reja que nos separaba. Abrió el candado y nos convidó a pasar, a tomar café, a fumar, aunque apenas le quedaban cigarros. No tardó en desmentir su trabajo como asistente de dirección de Fernando Pérez e inmediatamente pasó a enumerar modelos de cámaras, «asajes» y aperturas de diafragma, revelando su fanatismo por la fotografía. Hasta el punto de ir a buscar su cámara para mostrárnosla. Una Canon PowerShot A630 de 8 megapíxeles que le había costado la irrisoria cifra de quinientos pesos cubanos.
Tardó mucho en volver. Pensamos que ya no lo veríamos más. Que nos pasaríamos el resto de la madrugada esperándolo. Quise hasta llamarlo: «¡Sergio, Sergio, Sergio…!».
Pero temí despertar a los vecinos. Quizás dirían que esa persona nunca existió. Y ahí se acabaría la película.

Cuando regresó, traía consigo un vaso lleno de café y la camarita montada en un trípode. «Mi equipo de filmación».
Nos contó un argumento que había escrito un tal Eleuterio para una película silente que nunca pudieron editar. Sergio fue el productor, el director y también actuó. Era la época en que Jackie Chan estaba de moda en el barrio. Así que se lanzó a la aventura cinematográfica inspirado en las artes marciales. Con la asesoría de Oscarito, que era el único karateca de verdad, porque el resto eran aficionados. También confesó que fue el único actor en equivocarse. Al ejecutar la coreografía, tenía que esquivar unos golpes y no lo hizo. Pero no eran golpes duros, los pudo asimilar y siguieron rodando.
Como en un juego de espejos, Javier empezó a filmarme junto al hombre y su cámara, mientras este me contaba el argumento.

«Eran tres hermanos que van por el bosque y vienen tres tipos malos y los asaltan, les caen a golpes. Entonces ellos van a una escuela y practican un poco. Van por el bosque de nuevo y les vuelven a salir los tres malos. Los cogen y les dan tremenda tranca. Y ahí se acaba la película. Tremendo argumento».
Fue filmada en 8 mm. Duraba 8 minutos. Y costó 8 pesos hacerla. Se titulaba Imagen violenta II. Le pregunté por qué «II» y no supo responderme. Tampoco hubiera podido explicar el síndrome de Diógenes o la recurrencia del número 8.
A la careta del ventilador le falta el aire.
A los cables, energía.
Al timón, carretera.
Al portalámparas, luz.
A la bocina, la fiesta.
A la bala de gas, su espíritu.
A las maletas, el viaje.
A Sergio, su película.
Antes de despedirnos apuntó nuestros nombres y direcciones en una libreta. Se quedó con ganas de seguir hablando cuando nos fuimos.
Imagen violenta II no existe, se perdió.