La violencia es un signo internacional de estos tiempos en que América Latina es una sede lamentablemente célebre, y dentro de la región, México descuella como una de las zonas emblemáticas.
No festinadamente el cine —reflejo inequívoco de realidades— sacude sus relatos con ese flagelo de las sociedades contemporáneas, y los festivales habaneros muestran con frecuencia filmes que lateral o directamente lo albergan en sus discursos.
El extendido y terrible mal tiene, como es sabido, varias caras y especificidades, sobre las cuales se vierten diferentes cineastas según sus intereses estéticos y personales, pero en su conjunto se trata de un mismo y único mal, que desde su diversidad de rostros afecta a todos los sectores de la sociedad.
Para ejemplificar con títulos recientes que, algunos, verdaderos sucesos de crítica y público y con reconocimientos en importantes festivales, podríamos mencionar El desaire (Gabriel Ramos, 2024) y El grosor del polvo (Jonathan Hernández, 2022), en torno a la violencia de género; la muy sonada Emilia Pérez, un musical de Jacques Audiard ambientado en México que además se ocupa de otra recurrencia, los desaparecidos; Noche de fuego (Tatiana Huezo, 2021), que mezcla la violencia doméstica con el brutal narcotráfico que sacude el país de arriba abajo, sin olvidar el documental Estado de silencio (dirigido por Santiago Maza y producido por Diego Luna y Gael García Bernal), que se mueve en un contexto específico, pero, según sus artífices, no menos vehemente: el periodismo.

Sujo (Astrid Rondero, Fernanda Valadez, 2024) y Soy lo que nunca fui, ópera prima de Rodrigo Álvarez Flores, son dos títulos integrantes de la sección oficial en concurso dentro del 45 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, en los que la violencia campea por su respeto, mientras Lluvia (Rodrigo García Sáiz), del acápite no competitivo «Latinoamérica en perspectiva», también focaliza el tema en medio de otros asuntos.
En la primera, la violencia es una suerte de karma, un fantasma que reaparece por mucho que se huya de sus brazos, como ocurre en la vida de Sujo, quien con solo cuatro años es testigo del asesinato de su padre, y escapa mientras es buscado por miembros del narco, pero su familia lo oculta en un paraje rural. Siendo ya un joven, de pronto se ve involucrado junto con sus primos en una red de narcotráfico, de la cual se escabulle al viajar a la capital. Deseoso de estudiar y superarse, conoce a una profesora que le extiende la mano, pero una vez más, en la persona de un pariente, vuelve a enfrentarse a otra situación límite que lo enfrenta con su pasado y le obliga a traicionar sus propios sentimientos.
Ese fatum no resta importancia a la omnipresencia y fuerza del cartel en México, a los tentáculos inmortales del crimen organizado, a ese cuerpo (in)visible que siega vidas y enluta familias, tanto en las zonas periféricas como en la misma urbe del país, algo que Astrid Rondero y Fernanda Valadez han logrado visibilizar mediante una historia bien escrita y mejor contada a nivel de puesta, superando el sensacionalismo y el espectáculo tristemente turístico en que con frecuencia suele convertirse el asunto. En cambio, se concentran en el lado humano, en las aristas trágicas que a niveles personal, familiar y social suele afectar el azote de la violencia internalizada en sociedades enfermas y corroídas desde adentro por sus actores y ejecutores.

Ya en su anterior colaboración como guionistas (Sin señas particulares, Fernanda Valadez, 2020), Rondero y Valadez nos acercaban al infierno de una madre en busca del hijo desaparecido, y aunque no explícitamente exhibida, la violencia gravitaba en la atmósfera, en el trayecto y las circunstancias que envolvían a los personajes, mientras en esta no menos eficaz pieza asistimos a los ciclos que esa violencia genera como serpiente que se muerde la cola e intenta morder a sus víctimas.
Las realizadoras manejan con destreza elementos como el montaje, la fotografía, la música, la dirección de arte y la dirección de actores en función de un relato conmovedor y angustioso, que no solo atrapa de principio a fin, sino que sobrecoge e impele a la reflexión.

En el caso de Soy lo que nunca fui, las historias de una madre y sus dos hijos implican una proyección de la violencia que involucra y afecta no solo a esas personas individualmente y a otras que las rodean, sino que carcome el núcleo familiar, al punto de hacerlo implosionar y literalmente destruirlo.
Si en Sujo la narración es lineal, hacia adelante en el avance cronotópico de la historia, aquí asistimos a un relato parcelado, pletórico de retrospectivas y anticipaciones, en una constante quiebra del tiempo, no solo mediante la estructura capitular del relato, sino en las convergencias y coincidencias de los sucesos dentro de cada episodio (que personaliza cada integrante de la familia), de modo que van atándose aparentes cabos sueltos, repitiéndose sucesos desde la perspectiva de los tres personajes, en esa estructura más que cíclica, circular, y que el director maneja de manera brillante.

El recurso, que no es nuevo —dentro del cine mexicano, Ciudades oscuras (Fernando Sariñana, 2002) y otros títulos lo han empleado—,no impide un desarrollo multiangular, un enfoque enriquecedor de la diégesis y una proyección tan audaz como certera en la evolución narrativa.
En Soy lo que nunca fui, la violencia se manifiesta desde diversas proyecciones en la interrelación de los personajes, como ejecutores o víctimas, lo cual incluye asalto a mano armada, asesinatos, homofobia, desencuentros familiares, pero también gestos aparentemente pacíficos —chantaje emocional dentro de la relación fallida del patrón y la asistente sanitaria del padre—, todos coadyuvantes de la desestructuración familiar, social y personal.
Los ácidos frutos derivados de tales acciones tienen tanto de derivaciones kármicas como de resultantes llenas de tristes ironías: el dinero mal habido, producto de las primeras acciones delictivas, va a parar a manos de quien menos se esperaba, y si bien sirve al personaje de soporte para su huida, no logra evitar el desastre: el regreso del hijo pródigo, que trata de enmendar el error del progenitor, de expiar la culpa personal y de rescatar a la familia, se estrella contra la destrucción familiar, justamente por la violencia que ha gravitado sobre ella.
Soy lo que nunca fui, entonces, y siendo una primera obra, resulta una excelente lección de cine, tanto morfológica como conceptual. Las brillantes actuaciones de Ángeles Cruz, Giancarlo Ruiz y Andrés Delgado, complementos de las bondades de la puesta —sobre todo su rigurosa y exquisita edición—, conforman un extraordinario texto fílmico que denota la salud del cine mexicano.

No puede escribirse lo mismo acerca de Lluvia, ópera prima fuera de competencia de Rodrigo García Sáiz, quien junta en varios relatos a diferentes personas en una húmeda noche en la insomne Ciudad de México, y que se enfrentan a algún acontecimiento insólito en sus vidas, tras lo cual retornan a sus existencias difíciles y angustiosas.
También aquí la violencia se erige como catalizador de las principales acciones de los personajes: desde un asalto inicial, que reúne a una profesora con su alumno hasta las interioridades de un matrimonio que ve marchitarse su vida de pareja por un hecho que los laceró y ahora los enfrenta desde la ira y la rabia, pasando por el potencial cliente de un transexual, unidos por un pasado de acoso y maltrato, no del primero contra el segundo, sino, paradójicamente, al revés.

Pese al indudable interés que despierta más de un caso, Rodrigo no logra sostener con el mismo nivel de organicidad y fuerza del discurso todas las historias. El nexo común del taxista que traslada a algunos de esos seres no se explota con la imaginación esperada —su propio relato es uno de los que se diluye, carente de energía dramática. Momentos notables no faltan, así como una fotografía que capta con singulares matices la atmósfera lúgubre y alienante del tiempo y el espacio cinematográficos, junto con más de un desempeño notable de su profesional elenco (Bruno Bichir, Arcelia Ramírez, Mauricio Isaac, Martha Claudia Moreno), pero a la cinta le falta aliento y pegada.
Sin embargo, no deja de resultar un texto elocuente sobre la violencia cotidiana y múltiple en México, no quizá desde la explicitud y el protagonismo diegético de los otros filmes, pero suficientemente visible en su acción destructora sobre vidas y relaciones.
Tres títulos a los cuales podrían añadirse otros tantos, que nos acercan a una parcela destacada del cine mexicano en su abordaje variopinto y original en torno a la violencia, ese mal de la sociedad contemporánea que en el país situado entre el norte y el centro de América encuentra una triste e inamovible sede.