La experiencia cinematográfica propuesta por Michel Franco (Después de Lucía, Las hijas de abril) en Nuevo orden (2020) resulta extraordinaria. La puesta en escena evidencia un complejo (y expresivo) trabajo con el espacio y la dirección de arte que contribuyen todo el tiempo a perfilar la significación. En la secuencia de la boda, el enorme coro de personajes que interactúan en una única locación, junto al dinamismo de una cámara que se desplaza entre y con ellos o se detiene en una u otra conversación desde una rigurosa concepción del diseño visual, revelan una destreza impactante en la realización. También el preciso manejo de los tiempos de exposición, apoyados en la capacidad de síntesis del montaje, favorece la admirable factura de esta película. Pero, más que nada, es el bordado dramático del guion —su desarrollo narrativo y construcción de los personajes— lo que garantiza la fuerza del enunciado. Poco significarían esas virtudes propias de la realización sino estuvieran ligadas a la urgencia de condenar la hegemonía excluyente y las relaciones de fuerza que sentencian y explotan a pobres e indígenas en la sociedad mexicana.
En Nuevo orden, ese abismo entre unos y otros sujetos, recortados de su condición de clase social, tiene una particularidad que la diferencia respecto a visiones recientes de este mismo asunto. Aquí el conflicto entre tales individuos es visto desde una perspectiva sistémica que involucra al poder político gubernamental como cómplice de las modulaciones del orden social que perpetra las diferencias entre determinadas personas marcadas por su color de piel, ascendencia étnica, poder adquisitivo o, en definitiva, clase social. La misma instrumentación de códigos propios de la distopía —corpus genérico del que la película no participa con rectitud— supone menos la prefiguración de un futuro próximo, que el despliegue de una estrategia capaz de exponer hasta dónde puede llegar el poder acá señalado con tal depreservar el orden impuesto por él para conservar su estatus privilegiado.
Al inicio de Nuevo orden se pasa de una secuencia que muestra un hospital de la ciudad colmado de muertos y heridos —provenientes de manifestaciones civiles que acontecen en ese minuto— a la fiesta celebrada a propósito de la boda de Marianne, quien, como se advierte de inmediato, pertenece a una familia millonaria ―distanciada por las paredes de su mansión― a la que parece no importarle mucho el estallido civil. Prefiere ignorarlo mientras sea posible. El ámbito festivo, la opulencia del lugar y de los invitados, en contraste con los disturbios de afuera sirven de elementos caracterizadores para hablar sobre el mundo de estos personajes, concebidos por el filme como insensibles, conservadores, desentendidos de la realidad del «otro», al que ven nomás como su sirviente.
Pero ese perfil definitivo se redondea cuando aparece el personaje de Rolando, un antiguo empleado de la casa que se presenta en la mansión con la intención de solicitar ayuda monetaria, porque su esposa (quien también trabajó allí) necesita someterse a una operación urgente del corazón. Nadie, excepto Marianne, está dispuesto a ayudar a este hombre.

Las posteriores escenas del asalto a la mansión, la rebelión y el caos siguiente, pudieran indicar que la película mira a los pobres como intransigentes, avaros y violentos sin razón aparente, cuando en puridad detrás de su actuación pesan disimiles razones históricas que entran a la película como factores de la realidad social que anudan el enunciado fílmico a las determinaciones epocales en que se produce. Más todavía, pueden verse por las partes de la ciudad donde han estado aconteciendo los disturbios, grafitis realizados por los sublevados que puntualizan la ideología que levantó las protestas: «Justicia», «60 millones de pobres», «No al gobierno asesino». Estos individuos, presas de la violencia más extrema, están reaccionando contra aquellos que los oprimen. Para cuando Marianne es apresada por los militares disidentes, el ejército ya ha militarizado la ciudad y establecido puntos de control para delimitar el espacio entre pobres y ricos. Entonces el filme experimenta un giro que connota toda esta primera parte.
Desde una focalización autoral que no entrega el punto de vista a ningún personaje, la narración privilegia la perspectiva de los ricos al posicionar a Marianne como eje del recorrido temático del argumento. Aspecto que resulta de suma importancia para colegir lo que la película aspira a decir.
Cuando más se ha sensibilizado al espectador con Marianne, esta es asesinada por quienes debían rescatarla, y el empleado pobre, víctima de las mentiras de uno y del poder de otros, es responsabilizado con su muerte. Esta secuencia deviene un instante esencial de la enunciación de Nuevo orden, que pone de manifiesto su discurso por sobre las pautas que plantea el relato diegético. Siendo Marianne el eje temático de un argumento en el que se enfrentan ricos y pobres, ¿por qué ella es asesinada por el grupo al que pertenece, en la medida en que muere bajo las órdenes de un alto mando militar que se relaciona estrechamente con su familia? Cuando a todas luces podía ser salvada, ¿por qué deciden matarla? ¿Qué implicaciones tiene este momento en la esencia de los acontecimientos narrados? Se trata de incriminar a los pobres e indígenas para que sirvan de cortina a los desatinos de los militares, al servicio de un gobierno del lado de los ricos —perfectamente encarnado en el personaje de Víctor—, más interesado en el dinero que en la vida de «los otros». De este modo, más que las consecuencias de la militarización del país, somos colocados ante un ardid político que reafirma el gobierno tradicional en su puesto. Por muy legítima que haya sido la revuelta, esa que vemos desbordante de violencia al principio del filme, sus resultados conducen —como sucedió con mayo del 68— a una reafirmación de los viejos amos.
Para el final se reserva una escena fundamental: un plano muestra a tres individuos que van a ser inmediatamente ahorcados, tomados como culpables de cuanto ha sucedido. Entre los que está la madre del muchacho culpado de la muerte de Marianne —ella también es acusada de un secuestro que jamás cometió—. Frente a ellos, un contraplano nos muestra a un grupo de personajes lustrosos que los miran sentados, entre ellos, el padre y el hermano de la heroína de esta historia. Dicho plano se cierra gradualmente hasta dejarnos con los rostros de Víctor y el jefe de las fuerzas militares, quienes miran victoriosos, gozosos, a sus presas. Volvemos al plano de los ahorcados que caen y la película acaba. Esta escena condensa, transparenta, la verdadera ideología del filme de Michel Franco. Esta mujer murió, como Marianne, pero ambas muertes son responsabilidad de un poder que propaga el odio y la incomprensión. Los pobres y los indígenas continúan siendo las víctimas de la historia. Neutralizados inmediatamente por las fuerzas militares y el mando del gobierno, fueron despojados de su razón y utilizados como coartada para afianzar una supremacía.
La filosa mirada de Nuevo orden —un título de tono bastante irónico— lanza una decidida crítica a este tipo de fascismo, abrazado por poderes dispuestos al terror absoluto con tal de conservar su posición de privilegio. Mucho cine mexicano se ocupa en la contemporaneidad de la violencia que azota a este país. La inteligencia de Nuevo orden, antes que atender esa violencia subjetiva fácil de localizar, se interesa en develar la violencia estructural que se esconde en el sistema de gobierno, en las estratificaciones clasistas, en las organizaciones de la vida política. Michel Franco devela cómo el terror generado por los pobres es la materialización de aquella otra violencia apenas perceptible del orden social. El filme es una crítica desautorizadora de la actuación histórica de esta clase social.