Wes Anderson, Paolo Sorrentino y Michel Franco son tres de los cineastas más provocadores de la actualidad, y como tal, La crónica francesa (2021), Fue la mano de Dios (2021) y Nuevo orden (2020), respectivamente, son sus provocaciones más recientes e integran las listas de lo mejor del cine en los últimos tiempos.
Que Anderson es un sibarita de las formas y un cultor de simetrías, es harto conocido. Que Sorrentino es un admirador de la melancolía, también. Que Franco se siente cómodo filmando la violencia no es noticia de primera plana. Pero Anderson, Sorrentino y Franco son, en sí mismos, metáforas del cine contemporáneo y globalizado, desde perspectivas y estilos diferentes, desde construcciones escénicas distintas, desde estéticas dispares que permiten trazar, a partir del análisis de sus obras (y de estas tres películas en particular), fronteras y matices que dividen la realización audiovisual, creando escisiones en los modos de hacer y percibir el cine.

De esta forma, ni Anderson ni Sorrentino ni Franco pasan incólumes ante los ojos de críticos y cinéfilos, que disfrutan sus películas y polemizan a partir de ellas, estableciendo bandos dicotómicos entre los que las aman como si se tratara del mejor cine jamás filmado, o las odian como si de payasadas estilísticas se tratase.
Son tres directores con espíritu de extravagancia, con vocación de agitadores de masas, con una necesidad absoluta de depuración estética, con la habilidad para que sus filmes sean fácilmente distinguibles, al ser modélicos de los estilos de cada uno, que se alimentan de la crudeza, las simetrías, la belleza, la espectacularidad fotográfica, la narración ágil o el perfecto dominio del cuadro y otros calificativos entre los cuales ni los críticos más sibaritas y exigentes incluirían «desangelado», «prescindible» o «mediocre».
I
La crónica francesa es, para más de uno, no pocos, una abyecta suma de letanías que se convierten, como escribió el crítico español Carlos Boyero, en «casi dos horas de tedio infinito». ¿Habremos visto la misma película? ¿Qué hay en La crónica francesa, en su final contado desde el principio, en su vinculación armónica entre el cine y el periodismo narrativo, en la historia de un asesino preso que pinta con maestría y sus obras se convierten en objetos cuasi inalcanzables (más admiradas por lo que de ellas se dice que por lo que verdaderamente son), en la historia de la revolución parisina contada de forma inimitable y en la de un cocinero de alcurnia capaz de convertirse en la clave para resolver una persecución que toma de rehén a un niño? ¿Qué hay en sus dos horas de metraje como para generar visiones críticas tan dispares?

La crónica francesa (del Liberty, Kansas Evening Sun) es una revista dedicada al periodismo narrativo que bebe el estilo de The New Yorker (excentricidades incluidas), y que, marcada por la pericia de su editor jefe y por la frase que preside su despacho («No se llora»), prepara su último número antes de cerrar definitivamente. En la película no existe un nudo argumental sólido, sino uno que, desde la redacción de la revista, sirve para conectar las tres historias que componen dicho número final, estableciendo entre ellas una rebuscada vinculación simbólica que permite apreciarlas como tres historias independientes que se sincronizan en tonos narrativos similares y que pecan, como otras películas de Anderson, de subvertir la trama ante la prepotencia del estilo. Por lo que las historias son, dicho simple y llanamente, subyugadas ante una soberbia e impactante demostración fotográfica y de composición escénica.
A medida que avanza la trama, a medida que la espectacularidad visual obnubila y las imágenes simétricas alelan, el ritmo narrativo parece congelarse (da la impresión de estar concebido así, para inquietar desde la desesperación), y la última de las tres historias que se cuentan dentro de la gran historia de la película es errática y dispersa, con escenas en dibujos animados que desconciertan a plenitud, y que en definitiva se convierten en un recurso que ayuda a evitar el tedio sin rumbo al que parece conducir esta tercera historia, la más aletargada, la más útil para ir al baño del cine mientras el metraje continúa, y que, de verse la película en casa, es ideal para pausar la laptop o el televisor y poner en marcha la cafetera.
Dígase entonces que la tercera de las historias no es mala, nada en esta película soporta tal calificativo, pero es narrativamente confusa y, como si fuese la persecución policial que tiene lugar en la escena, le pone una zancadilla (ni trágica ni demoledora) al ritmo irresistible con el que avanzaba hasta entonces la trama. Una trama que, es justo decirlo, se vale más de los asombros visuales que de los impulsos narrativos que se intuyen al inicio del filme.
II
Si en La crónica francesa los simbolismos y la narración calmada (a ratos eterna) son elementos medulares para describirla, Nuevo orden es, dicho sin tendencia al enfrentamiento, un cine que se ubica en las antípodas del primero, con igual éxito de espectacularidad y con más dotes para que la historia sea ágil y trepidante. Perturbadora a plenitud, Nuevo orden (gran premio del jurado en Venecia 2020) logra que todo lo que en La crónica francesa es orden y simetrías sea en ella caos, violencia y crudeza. La crudeza como vehículo y destino, la violencia como mazazo nauseabundo, las reflexiones como misiles en medio del pecho por la ironía de que un nuevo orden es tan despreciable como el anterior.

La distopía, no tan distópica, de una ciudad sumida en la violencia sirve a Michel Franco para hilar un relato sobre relaciones entre clases sociales, militarismo y odios enraizados. Es así que el filme evidencia, con imágenes punzantes y metáforas visuales (menos metafóricas que las de Anderson, pero metáforas, al fin y al cabo), que los elementos para que la película se vuelva realidad están vivos y dispersos en la cotidianidad de decenas de ciudades, esperando, tal vez, que una cerilla encienda y aúne la llama de tantos odios. Cuando eso suceda, cuando las clases se enfrenten en una batalla campal (he aquí el mensaje del filme), se vivirán momentos agónicos y tremendamente lacerantes.
Un metraje que no le teme a la sangre, que la exalta, la admira, la necesita y la toma como referencia para conseguir en el espectador cierto grado de turbación. En La crónica francesa, en cambio, cuando se requiere de la violencia para apuntalar la narración, es utilizada desde lo teatral y lo fantasioso (las escenas de la pelea en la cárcel y la de la partida de ajedrez en medio de las protestas parisinas son memorables en tal sentido).
La violencia de Nuevo orden es impactante y todopoderosa, sucede en la pantalla con histrionismo y nervios de acero, provocando que algunos espectadores aparten intempestivamente la mirada, como la apartan (he aquí la gran provocación de Michel Franco) de la violencia cotidiana que sacude a decenas de ciudades.
III
Si en Nuevo orden el ritmo narrativo es trepidante de inicio a fin y en La crónica francesa el ritmo decrece a medida que avanza la trama, en Fue la mano de Dios ocurre que toda la película parece estar hecha para justificar el espectacular y rompedor diálogo entre Fabietto y Capuano (el joven en formación y un aclamado director de cine), que ocurre poco antes de los créditos y que tantas veces ha ocurrido en la historia del arte, en ciudades similares a Nápoles, con mar o con su ausencia, en las vidas de tantos escritores y cineastas que necesitan decir —decirlo todo, sacarlo todo—, aunque no sepan con pericia qué decir, qué sacar, cómo decirlo, cómo sacarlo. Es ese, precisamente, el elemento esencial de la película, el descubrimiento de que Fabietto tenía algo que decir, atrapado en un cliché tantas veces repetido, «La realidad es vulgar. Por eso quiero hacer cine», respondido por esa frase que dicen siempre los que tienen experiencia a los que empiezan en la profesión, la frase que más de una vez, en la juventud, deben haber escuchado Franco, Anderson y Sorrentino, la frase que ahora, con premios y experiencia, más de una vez deben haber dicho: «¡Todo el mundo quiere hacer cine! Para hacer cine debes tener pelotas. ¿Tienes pelotas?».
Es como si el Sorrentino joven (Fabietto), ilusionado y buscándose a sí mismo, se encontrara con el Sorrentino actual (Capuano), irreverente y admirado por tantos jóvenes que, como Fabietto, buscan una pasión a la que entregarse y admiran a sus ídolos por sobre todas las cosas.
Es entonces que La crónica francesa y Nuevo orden provocan desde la fuerza de la imagen, mientras que Fue la mano de Dios provoca desde la intimidad de la familia y desde la sensibilidad de un joven contemplativo que encarna a tantos jóvenes contemplativos con vocación para el cine y la literatura, tantos jóvenes que, en apariencia, no dudarían en identificarse con la confesión de Fabietto: «Mirar es lo único que sé hacer».
Las relaciones familiares, las bromas y los códigos, la ilusión, la muerte, Maradona, mucho Maradona, la pasión, la locura, la rabia, la sensibilidad, el cine, la adolescencia, Fellini, la sexualidad (descubrimiento y exploración), la ausencia de amigos, la tía Patrizia, la altanería y el «favor» de la baronesa, conforman un filme con las extravagancias controladas y la melancolía inevitable. Un filme con dos grandes puntos de giro; uno, el primero, esperado, público y notorio; otro, el segundo, inesperado, impactante e intimista. Dos puntos de giro que, en virtud de no contar spoilers, tendrá el lector que descubrir y apreciar en la trama de la película.

IV
Tanto La crónica francesa como Nuevo orden y Fue la mano de Dios son películas verosímiles (ciertos fragmentos de La crónica francesa están cogidos con pinzas en este aspecto) y con notables referencias a sucesos cotidianos, connotados y cognoscibles, pero ¿son películas realistas? ¿La realidad, el contar la historia, le gana el pulso al marcado estilo de cada uno de los directores?
Francamente, para salir a flote, las historias de los tres filmes no necesitan ganarle el pulso a los estilos: las historias son también las maneras en que se cuentan. Es así, no obstante, que en La crónica francesa el estilo es la historia, es más impactante el cómo se cuenta que lo contado en sí, y en sus dos horas de metraje campea a sus anchas la prepotencia del estilo.
Nuevo orden, en cambio, logra mantener el equilibrio entre manera de contar y elementos contados, a no ser por la forma tan visceral en la que Michel Franco presiona, sin contemplaciones y con vocación para la violencia, sobre heridas sangrantes y hediondas. Heridas que, sometidas a la prepotencia de su estilo, siempre pueden ser más sangrantes y más hediondas.

Fue la mano de Dios, al igual que las dos anteriores, tiene el sello indiscutible de su director, tiene la melancolía y las frases punzantes del estilo Sorrentino, la apariencia de ser una historia ligera, en la que el virtuosismo se centra en narrar la formación de un joven con evidente sensibilidad. Pero que termina siendo una reflexión profunda sobre la juventud de los muchos Fabiettos que encuentran pasiones a las que entregarse y asumen el cine como un ejercicio de provocación, polémicas y disfrute, como una forma para sentirse cómodos filmando la violencia, para ser sibaritas de las simetrías o (cacofonía inevitable) admiradores de la melancolía.