Tras cinco años de su auspicioso debut con Verano 1993 (2017), ganador del premio a mejor ópera prima en la Berlinale, la catalana Carla Simón regresó este 2022 al certamen alemán y conquistó el Oso de Oro con su segundo largometraje, Alcarràs. En ambos hay mucho de autobiográfico, como si lo que su directora dijera a propósito de su preferencia por los actores no profesionales, «cuanto más cerca esté un actor del personaje que interpreta, mayor es la verdad que comunica», pudiera aplicarse perfectamente a ella misma, a las historias que quiere contar. Y que en el caso de Alcarràs se inspiran tanto en su familia como en la problemática que enfrentan actualmente las pequeñas comunidades de agricultores en su tierra natal.
De Alcarràs, el poblado catalán en Lérida que da título a la película, procede Carla Simón. Y es precisamente en una familia del lugar en la que se centra la historia: los Solé, quienes, como los parientes de Carla, se dedican al cultivo del melocotón. A notar que los actores de Alcarràs fueron todos escogidos tras un largo casting entre los habitantes de la región, ninguno de ellos con experiencia actoral, y que hablan además en el dialecto local. En virtud de ello, la familia recreada por Carla Simón consigue una impresionante autenticidad que en buena medida se beneficia de la naturaleza y procedencia de sus intérpretes. Tal es así que, según la directora, terminada la filmación cada uno siguió haciéndose llamar por su nombre de pila y el de su personaje en el filme, indistintamente.
Acá, sin embargo, no se trata del gran fresco cinematográfico que transcurre a lo largo de años y generaciones, el relato bucólico signado por el paso de las estaciones que alterna entre el esplendor y la decadencia de una comunidad humana. La acción trascurre durante un verano, y el conflicto queda expuesto desde el comienzo, primero a través de una alegoría, y poco después en una breve escena donde se ofrecen de manera concisa los detalles del caso. A saber, la secuencia de apertura, en que tres niños juegan en un auto destartalado en medio del campo, para poco después presenciar cómo su preciado «juguete» es izado por una grúa y arrojado fuera del lugar, en una anticipación de lo que pasará con la familia Solé, cuyo hogar quedará abandonado muy pronto en medio del campo. Pinyol, el legítimo dueño de las tierras que rodean la casa, pretende montar allí un negocio de paneles solares, y para ello echará abajo los campos de melocotoneros que proveen de sustento a los Solé.
De lo que trata Alcarràs, pues, es de cómo cada miembro, o más bien cada segmento de esta familia, es decir, padres, hijos y nietos, responden a este momento de crisis que amenaza con cancelar un modo de vida, que no solo de subsistencia, con lo que ello trae aparejado en términos de tradición, valores y convivencia en sociedad. De todos los participantes en este relato coral, son el abuelo Rogelio y la tía Pepita, por supuesto, quienes representan el lado más noble de esa tradición. Ambos son una suerte de repositorio oral que atesora canciones, juegos, chismes, genealogías, consejos prácticos… saberes diversos que se trasmiten de generación en generación. Y, en consecuencia, son ellos quizá quienes más sufren con la noticia del desahucio. En primer lugar, porque provienen de un tiempo en que valores como camaradería, generosidad y compasión eran moneda corriente. Gracias a lo cual, la familia Pinyol sobrevivió a la Guerra Civil, escondida en un sótano por los Solé. Hoy, sin embargo, es el heredero de aquellos quien, aprovechando que Rogelio nunca legalizó la posesión de las tierras cedidas por los Pinyol en agradecimiento, reclama la propiedad de estas en menoscabo de sus usufructuarios. Por otra parte, es tan profunda la identificación entre Rogelio y su tierra, tan desoladora la idea de que deberá abandonarla algún día, que en las noches sale al campo y se queda velando entre los árboles, viviendo su dolor en silencio. Al amanecer, una vaca emerge entre las sombras; antes, a los niños les ha parecido que está enferma, pero el animal es solo la epifanía de una naturaleza que en algún modo presiente la catástrofe que se avecina.

Son esos niños quienes conectan de manera más directa con el abuelo y Pepita, a menudo desde una perspectiva lúdica: el juego que deviene aprendizaje, espacio de las primeras interrogantes. En total, son cuatro chicos, hijos de tres hermanos: Pere y Pau, de Nati; Teia, de Gloria, que a diferencia de Quimet y Nati, vive en la ciudad; e Iris, la menor de Quimet. De todos, la iniciativa corresponde casi siempre a esta última, hiperactiva, sensible y dotada de una fantasía exuberante. Del abuelo no solo aprenden a cosechar la fruta, sino que la propiedad ajena es sagrada, y nada justifica cruzar la cerca para saquear el huerto del vecino. De un jornalero negro llamado Boubou, que pasa por invisible para los mayores, aprende Iris un ritual que la introduce en el misterio de la muerte, y el respeto que debemos a ese momento. Son los niños también una suerte de mensajeros, los primeros en recibir las señales del mundo exterior que llegan a la casona familiar: los camiones cargados de paneles solares, los técnicos que inspeccionan el terreno, la ominosa presencia de la grúa excavadora… Señales inscritas incluso en la experiencia de los sueños, como cuando Iris refiere una pesadilla en que vio la casa volar por los aires hasta aterrizar en las inmediaciones del campo donde antes yacía aquel auto desvencijado.
Pero la demostración más convincente de cuán entrañable es la relación entre abuelo y nietos ocurre en una representación teatral protagonizada por aquellos. Iris canta a dúo con el anciano una tonada popular que este le ha enseñado. En ella se habla del campo, la labranza, el amor a la tierra: «Yo no canto por mi voz / o un cielo claro o la brisa del mar / canto por mi tierra / tierra firme, tierra amada». Y se exalta la amistad: «Yo no canto por la voz / o el alba o el nuevo día / canto por un amigo mío / que por mí perdió la vida». Para la familia es imposible sustraerse al impacto de esa vieja melodía que les habla en presente, y que todos terminan cantando en un murmullo emocionado. Es uno de los momentos más cálidos y vibrantes de un filme que, por lo demás, exhibe un amplio registro donde alternan el humor del inocente, los raptos de violencia reprimida, la introspección nostálgica, el frenesí dionisíaco de la fiesta o la contemplación extática de la naturaleza.

En otro orden de cosas, sin dudas es Quimet quien sobresale en cuanto a complejidad dramática, comprensible en tanto es quien lleva las riendas del negocio familiar. Su reacción inicial es poco menos que infantil y desconcertante. Acosado no solo por la reclamación de Pinyol, sino también por una naturaleza hostil (la plaga de conejos que ha invadido las plantaciones) y los bajos precios a que se cotiza la fruta, Quimet no acepta la oferta de trabajo de su demandante, ni tampoco se une a las protestas del resto de los agricultores. Simplemente da la espalda a la realidad y se centra en un objetivo más concreto, concluir la cosecha. Para él, la vida sigue su curso, como si lo ocurrido fuera uno de tantos accidentes sin mayores consecuencias en su rutina diaria. A la larga, sin embargo, sabremos que esto es solo una maniobra, que Quimet ha optado por interiorizar el dolor que lo agobia, y solo hará catarsis al final. Algo similar ocurre con Roger y Mariona, sus hijos adolescentes. A diferencia de muchos jóvenes, Roger aspira a prolongar la tradición de agricultores del padre y el abuelo, para frustración del primero, que preferiría verlo estudiando. Incluso trata de sortear la difícil coyuntura que se avecina acudiendo a la siembra ilícita de mariguana en complicidad con su tío político, Cisco, y a escondidas de Quimet, lo cual acarrea uno de tantos encontronazos entre padre e hijo, coronados por una noche de borrachera en la disco del pueblo. Mariona, que ha heredado el talante dulce y maternal de su madre Dolors, tampoco alcanza a percibir que las poses de indiferencia, agresividad o diversión adoptadas por el padre solo buscan disimular su sufrimiento. Y en una reacción de protesta se niega a bailar una coreografía —que ha estado ensayando con sus amigas— en la fiesta del pueblo, donde Quimet acaba de ganar una competencia de bebedores de vino.
Típico de estas coyunturas, muy pronto la unidad familiar se resiente. En una comida a cielo abierto, Nati insinúa que debieran considerar la propuesta de Pinyol. Pero Quimet logra desviar la atención «convidando» a varios de los presentes a un chapuzón en la piscina, mientras los niños contemplan con curiosidad este momentáneo regreso de sus mayores a la infancia. Más tarde la fractura quedará sellada tras una pelea entre Cisco y Quimet, que ha sorprendido al primero conversando con los técnicos que instalan los paneles. La versión infantil de dicha ruptura se da con la partida de Pere y Pau, que deja a Iris destrozada y culpando al padre de lo sucedido. Su tristeza se traduce en protesta, una realmente ingeniosa, cuando se aparece en los ensayos del coro local calzando dos zapatos diferentes, en alusión a la separación familiar. No obstante, la reconciliación no tardará en llegar, y ocurrirá justo antes del tan temido desenlace. De nuevo será Quimet quien centrará la atención, participando junto a Roger en una sonada y multitudinaria protesta de los granjeros frente a los almacenes que compran sus cosechas, con lo cual el drama de los Solé se contextualiza, adquiere una resonancia social que lo ilumina en muchos sentidos. Hay discursos enardecidos, consignas coreadas, cargamentos de frutas volcados y aplastados, pintadas en las paredes. La apasionada intervención de un granjero resume la situación que atraviesan y las sombrías perspectivas que se avecinan: bajos precios que conducen a la ruina de los campesinos al tiempo que favorecen a las grandes compañías, auge de la especulación y emigración de la juventud, en suma, desaparición de la agricultura tradicional, de sus representantes y de un modo de vida en íntima relación con la tierra y la naturaleza en general.

Este viraje hacia un Quimet más sensible al clamor de sus paisanos, a un malestar con el cual su frustración comparte razones más que elocuentes, se ubica tras una escena que registra el derrumbe emocional del personaje. Haciendo caso omiso de las advertencias de Roger y Mariona, una maniobra fallida de Quimet con el tractor precipita a tierra un huacal de frutas. Rechazado por los suyos, ha perdido el control (la metáfora visual es perfecta), vale decir, su liderazgo ha hecho crisis, y es hora de rectificar. No por esperado, el final resulta menos desgarrador. Manteniendo el sonido fuera de campo, la cámara explora las reacciones de los presentes para luego revelar, desde una perspectiva más abstracta (la que ofrece un gran plano general en picado), la fulminante desintegración del espacio alrededor de la casa, el de la tierra y los árboles, símbolos de una economía ancestral que sucumbe a la voracidad del presente, representado por el siniestro acarreo de los buldóceres. Sin apartar el rostro, los Solé contemplan inermes una muerte que los interpela. Su silencio resume toda la amargura, estupor y desamparo anticipados por los granjeros en su marcha de protesta, el cumplimiento de una profecía que los condena al desarraigo y la extinción.