De acuerdo con una información publicada por el respetado cronista Francisco Hermida, posiblemente obtenida de algún encuentro sostenido con los periodistas por el emprendedor Gabriel Veyre, emisario de los hermanos Louis y Auguste Lumière, o de una conversación a la salida de una función del cinematógrafo a la cual asistiera, el enviado de los dos inventores no pensaba limitarse a la exhibición. Como en México, y para seguir las instrucciones precisas de sus contratistas de obtener imágenes ilustrativas de la vida cotidiana en los países visitados, el agente exclusivo en esta parte del mundo se proponía tomar con su cámara temas habaneros de actualidad.
Veyre citó entre los de su interés algunos que observaba diariamente sentado en El Louvre o desde el balcón de su habitación en el Gran Hotel Inglaterra: la marcha matinal de los voluntarios en el Parque Central para efectuar el relevo de la guardia, el Paseo del Prado por las tardes, los teatros de La Habana durante las representaciones de las compañías que actuaban en sus escenarios, el acto del sorteo de la lotería, así como una sesión del ayuntamiento y otra de la diputación. En ausencia de su socio Claude Fernand Bernard —quien permaneció en México—, a Veyre no le quedó otra alternativa que asumir a título personal la exclusiva función asignada en su contrato original de «concesionario único en las repúblicas de México y Venezuela, en las tres Guyanas y en todas las Antillas»[1].
El teatro Tacón promovió el domingo 7 de febrero una doble función nocturna con la sin par actriz española María Tubau en la deliciosa comedia Divorciémonos, de Sardou, y el sainete Los asistentes. Desde su sección habitual en El Fígaro, el periodista Enrique Fontanills envió sus parabienes a Veyre por atraer con sus programas semanales a una mayor cantidad de público, que colmaba el saloncito aledaño al teatro donde presentaba sus aplaudidas proyecciones.

Esa mañana habría de pasar a la historia del cine en Cuba. Atentos a cada uno de sus pasos, los admiradores del arte y de la eminente María Tubau corrieron el rumor de que ella efectuaría una visita a la Estación Central de los Bomberos del Comercio, situada en la esquina del teatro, donde también cosechaba simpatías, con el fin de observar las maniobras de enganche del material rodante del cuerpo de bomberos. La «hija mimada de Talía» continuaba su brillante temporada en el Tacón, pese a algunos pronósticos pesimistas que le auguraron un fatal resultado. Enterado Gabriel Veyre, asiduo asistente a las representaciones de Nieves y Felipe Derblay o el herrero, acudió presto con su cámara al lugar, dispuesto a filmar lo que iba a ocurrir.
En este tiempo era frecuente la competencia entre los dos cuerpos de bomberos existentes en La Habana —los del Comercio y los Municipales—, pues cada uno trataba de llegar primero a los lugares afectados por un siniestro con la finalidad de demostrar su eficacia. Las grandes rivalidades existentes entre ellos al disputarse la prestación de servicios originaban continuos rozamientos. Seguida por un séquito de fanáticos, María Tubau apareció con uno de sus tocados habituales, sus llamativos pendientes y un elegante traje quizás algo inapropiado para aquella hora del día con un sol abrasador. La ejecución de esas maniobras rutinarias para verificar la destreza del Cuerpo de Bomberos del Comercio ante el aviso de un incendio fue iniciada a las diez de la mañana, bajo las órdenes de sus superiores, Granados y Zúñiga, puestos de acuerdo con el «hombre enviado por los hermanos Lumière».
Los primeros dispusieron todo lo necesario: salieron los bomberos, algunos de ellos voluntarios, y las bombas a la calle, el carretel y el carro de auxilio portador de las mangueras, se tendieron dos de estas, dando una vuelta, y para que la bomba se alimentara de la caja de agua situada en la puerta de la estación se empalmaron las escaleras, se subió uno de los pitones a la azotea… en fin, se realizaron todas las operaciones para un perfecto simulacro de incendio. Mientras tanto, la cámara trabajaba, rodeada de curiosos congregados alrededor de aquel artefacto con una manivela al costado a la que Veyre daba vueltas.
El primitivo equipo tomavistas Lumière solamente recibía en su portapelículas material para un minuto de duración. La cadencia de filmación era de dieciséis fotogramas o cuadros por segundo. Cada vez que el operador daba una vuelta completa a la manivela, pasaban por la abertura o lente dieciséis cuadros que al ser proyectados reconstruían el movimiento. Veyre, ducho ya en su manejo por la experiencia previa en tierra azteca, tenía presente el más reiterado consejo de su instructor Jules Carpentier, recibido durante su entrenamiento en Lyon: practicar mucho y girar la manivela a razón de dos vueltas por segundo hasta llegar el momento en que su brazo se incorporara como una pieza más al preciso mecanismo del aparato.

Un reportero del periódico La Lucha, al día siguiente calificó de «cortísimo» lo realizado por Veyre, por ser el tiempo empleado por aquel «aparato fotográfico para obtener las vistas de movimiento»[2]. La señora Tubau, muy complacida, felicitó a los Bomberos del Comercio y a sus superiores por tal muestra de habilidad, antes de retirarse a descansar a su hotel con el ánimo de estar lista para las dos obras en que debía actuar esa noche.
Ese cortometraje de un minuto de duración, realizado el 7 de febrero de 1897, debido al caprichoso deseo de «la flor más fragante de la escena española» de presenciar aquella demostración, pasaría a la historia de nuestra cinematografía como la primera película filmada en Cuba. Gabriel Veyre se desempeñó en su triple labor de realizador, operador y fotógrafo, a las cuales añadió las de laboratorista. Al igual que en otras partes del mundo, un cinematografista enviado por los Lumière era el autor de la primera película que se impresionaba.
A los pocos días del rodaje, el 15 de febrero, el cinematógrafo Lumière anunciaba en su programa el estreno de Simulacro de incendio, exhibido ante el asombro y los aplausos del público, entre ellos no pocos de los bomberos protagonistas de las operaciones. No faltó el disgusto de la Tubau y sus acólitos, enojados al ver que ella no aparecía en ninguna imagen por la indiferencia del camarógrafo. Según Enrique Agüero Hidalgo (1890-1975), el primer historiador de la cinematografía cubana, tanto reclamaba la gente Simulacro de incendio que en 1903 aquella brevísima cinta todavía era proyectada con idéntica aceptación popular[3].
Resulta curiosa la coincidencia del título de este corto primigenio con el del pasillo cómico Un simulacro de incendio (1895). Su autor, Ignacio Sarachaga (1855-1900), cambió su título original de Una estación de alarmas al estrenarlo en 1900, quien sabe si para aprovechar el éxito del homónimo cinematográfico. Rine Leal (1930-1996), notorio crítico e historiador del teatro cubano, tildó la obra de floja, carente de gracia argumental y concebida exclusivamente para la apoteosis final de los Bomberos del Comercio de la capital, a quienes rendía tributo el más importante dramaturgo del teatro bufo.
Raúl Rodríguez (1949-1997), estudioso e investigador de este período, quien se consagrara con el libro El cine silente en Cuba, atribuyó un carácter político a la realización del corto Simulacro de incendio. Las razones se debían, a su juicio, en primer lugar, al apoyo de los bomberos al gobierno colonial y su enfrentamiento al Ejército Libertador[4], y, en segundo término, a que la celebérrima trágica María Tubau era la actriz por antonomasia para la soberana de España, y de su gesto podría inferirse «un reconocimiento simbólico de la reina hacia ese grupo». No olvidemos, además, que en septiembre de 1896, en ocasión de un breve tránsito en La Habana, la genial intérprete, antes de seguir rumbo a México, fue obsequiada con una comida en su honor en el Palacio de los Capitanes Generales por el mismísimo general Valeriano Weyler y Nicolau, en pleno apogeo de la criminal reconcentración ordenada por este. La Tubau no vaciló en contribuir económicamente con las tropas españolas mediante obras patrióticas y suscripciones. Un año más tarde, ya en Madrid, esta «buena española y católica piadosa» aprovechó su reputación para concertar fiestas y colectas con el fin de nutrir los fondos de la guerra en Cuba.
La inclusión, en el programa inaugural del cinematógrafo Lumière en la isla, de algunos cortos en los cuales se apreciaban las fuerzas de artillería y de la infantería del Ejército Español es el tercer motivo que induce al citado historiador en sus conclusiones. Como colofón, precisa el momento crucial que alcanzara en esa fecha la lucha por la independencia de Cuba, «con todo el país en estado de guerra y victoria»[5].
No obstante, al capricho de María Tubau por apreciar aquellas maniobras matutinas de los bomberos debemos el entusiasmo de Gabriel Veyre por emplazar su cámara en La Habana y mover su manivela para filmar…, 125 años atrás.
Versión de un texto del libro Cronología del Cine Cubano I (1897-1936), Ediciones ICAIC, 2011.
[1] Los investigadores del tema no han logrado precisar la fecha en que dejó de ser «concesionario».
[2] Reproducido por Enrique Agüero Hidalgo: «Simulacro-Obsequio»: Cinematografía nacional: Anuario cinematográfico y radial cubano 1941-42, año II, nro. 2, Editorial Puga, La Habana, 1942, p. 16.
[3] En el Catalogue general des Films Lumière 1907, que incluye 2 023 títulos, no figura este corto y Cuba no aparece registrada como el país donde lo filmó el emisario de los Lumière. Toda la producción de Veyre en la isla desapareció. Bajo el rubro Pompiers solo aparecen Montée aux échelles (Código: 1348) y Exercises de lances (Código: 1349).
[4] Como exponente del teatro contrarrevolucionario escenificado en La Habana finisecular, Rine Leal cita Los bomberos de la Trocha (1896), escrita por el gallego Jesús María Cula (firmaba G. Sus), con música de Manuel F. Pérez de la Presa, dedicada a los bomberos habaneros que lucharon en la inútil trocha de Mariel a Majana.
[5] Raúl Rodríguez: El cine silente en Cuba, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1992, p. 33. Sobre la hipótesis de que la realización de este corto respondió a intereses políticos, el ICAIC produjo el documental Un filme poco inocente (1990), de Sergio Núñez, con guion coescrito por el cineasta y el propio Rodríguez. La reconstrucción en el cuartel de bomberos de Zulueta de la desaparecida filmación por Veyre en Prado y San José ha provocado la confusión en no pocos historiadores de que se trata de la original.