Otro ejemplo de esencialismo visual que conduce a una
Mieke Bal. «El esencialismo visual y el objeto de los estudios visuales»
importante distorsión de los conceptos es la adopción
acrítica de los nuevos medios considerados modelos de
visualidad. […] Internet no es primariamente visual en
absoluto. […] Su uso está basado en una significación
más discreta que densa. Su organización hipertextual se
presenta básicamente de una forma textual.
Algunas de las prácticas de realización más fecundas en el ámbito de la imagen audiovisual —desde los más antiguos escenarios teatrales hasta los más modernos videoclips— y muchos motivos teóricos acuciantes se relacionan con las equivalencias y diferencias entre las diversas clases de imágenes (de obras constituidas por imágenes). La complejidad se acrecienta al pensar en las relaciones de las imágenes visuales con los sonidos y, todavía más, de las sensaciones con los conceptos (palabras y lenguaje articulado o discreto). En fin, las correlaciones imágenes-sonidos-textos.
Con la mayor coherencia, este problema se extiende más allá del ámbito de los medios y las artes audiovisuales para alcanzar a todo el universo humano y sus diferentes ciencias, disciplinas e intentos de comprenderlo. Desde muchísimo antes del moderno desarrollo de los medios, surgieron incitaciones y teorías sobre las propiedades de cada uno de los sentidos y de las sinestesias (las sensaciones producidas en una parte del cuerpo por acciones ejercidas sobre otras partes o, desde la perspectiva de los sentidos y la psiquis, las sensaciones generalmente características de uno de los sentidos, dadas por estímulos en otro de esos sentidos).
No deja de ser interesante que —aun pareciendo una problemática distinta de la de los sentidos, las sensaciones, las imágenes y sus propiedades— se manifiestan, muy unidas a tales inquisiciones, otras mucho más generales sobre las esencias del mundo o los objetos (existencia, inexistencia o relatividad de tales esencias); plasmadas en postulados con muchos matices sobre la experiencia sensible y sus correspondencias con la «realidad». Abundan desde la antigüedad, desde los eidos platónicos y las «emanaciones y ascensos» neoplatónicos, pasando por las polémicas arraigadas desde el medioevo sobre universales y singulares (conceptualismo, nominalismo), mucho después los noúmenos (las cosas en sí) y los fenómenos kantianos, las percepciones berkeleyianas, la idea hegeliana y otro rico bagaje hasta hoy.
Piénsese, por ejemplo, en el rechazo platónico a las imitaciones sensibles, como engañosas degradaciones de las realidades esenciales y, de modo divergente, las consagraciones aristotélicas a las mismas en virtud de sus potencialidades cognoscitivas y formativas del espíritu hasta llegar a su medular concepto de katarsis.
Tratándose de esencialismo, antiesencialismo, conceptualismo, lo sensible y el arte, valgan como moderna muestra los postulados de Wittgenstein y otros filósofos sobre el arte como «concepto abierto» dadas su inaprensible diversidad creciente y sus singularidades, idea vital en la génesis de la «teoría institucional» (Dickie, Bincley, Danto…), que tan fecunda ha resultado para la comprensión actual del arte y que, como acostumbra a suceder en teorías y concepciones, también ha arrastrado equívocos e insuficiencias.
Otro ejemplo de vital importancia para toda la filosofía y la ciencia (en especial la lógica y la matemática) del siglo XX vino dado por Bertrand Russell, fundador de la filosofía analítica (a la cual se adscribió, entre muchos, el mencionado Wittgenstein) y uno de los más radicales defensores de la pluralidad de los objetos del universo, quien puntualizó en 1918, en La filosofía del atomismo lógico:
«Cuando digo que mi lógica es atomista, quiero decir que comparto la creencia del sentido común en que hay multitud de cosas diferentes; estoy lejos de considerar que la aparente multiplicidad del universo se reduce, simplemente, a una diversidad de aspectos o divisiones irreales de una única realidad indivisible. Se desprende de aquí que una considerable parte de cuanto haya que hacer para justificar este, mi tipo de filosofía, consistirá en la justificación del método analítico».
Consecuentemente, páginas después también enunciará ideas de mucho interés para cualquier teoría de la recepción de las imágenes y el mundo:
«Quiero decir que si cierran ustedes los ojos e imaginan una escena visual, no cabe duda de que existen las imágenes presentes en su mente en ese lapso. Son imágenes. Algo acontece mientras ustedes imaginan: que las imágenes se dan ante su mente. Dichas imágenes forman parte del mundo lo mismo que las mesas y las sillas y cualquier otra cosa. Son objetos perfectamente aceptables como reales. Ustedes los llaman irreales (si es que lo hacen así) o los consideran como inexistentes, solo porque no guardan las relaciones usuales con determinados objetos otros. […] Es decir, solo que no pertenecen al dominio de la física. Por supuesto, me doy perfecta cuenta de que la confianza depositada en el mundo físico ha establecido una especie de reinado del terror. Es obligado dispensar un trato despectivo a todo aquello que no se amolde al mundo físico».
El propio Russell (y sus discípulos aventajados) modificaron muchos términos a lo largo de años e investigaciones. No faltaron filósofos y psicólogos posteriores que variasen los tonos y propuestas, pero nunca se ha dejado de admitir la importancia de aquellos postulados para el debate entre esencialismo, antiesencialismo, realidades fenoménicas y, en consecuencia, las percepciones, imágenes, sinestesias… y el pensar.
Vale también el ejemplo, sin que tampoco haya que acoger todo su cuerpo doctrinal, de las proposiciones de Merleau-Ponty (mediando sus experiencias con el existencialismo, la fenomenología y la psicología de la gestalt, entre otras donde nunca decayó el influjo de Descartes) sobre la índole de la conciencia como «conciencia perceptiva». Merleau-Ponty reflexiona fecundamente, en especial en su Fenomenología de la percepción, sobre cómo los aspectos o manifestaciones sensibles de las cosas siempre aparecen en una interrelación estructural (entre los aspectos del propio objeto, entre el objeto y nuestra percepción y entre objetos, percepción y condiciones de la percepción), de modo que sensaciones y formas son inseparables.
De uno y otro modo, quizá la mayoría de los investigadores, sin que pueda hacerse un conteo absoluto y con la aludida diversidad de tonos, han admitido a la vez la multiplicidad de los objetos del mundo fenoménico y una unidad general de trasfondo, dígase eidos, noúmeno, espíritu, idea, átomos, materia, campo energético o cuerdas.
Infinidad de ejemplos pudieran citarse de las innumerables investigaciones, perspectivas y proposiciones dadas, en especial a lo largo del siglo XX, sobre los fenómenos de la percepción y sobre nuestro universo de imágenes, con significativa frecuencia vinculadas también al problema de las esencias, los universales y la singularidad de los objetos.
Pero incluso en tan innumerable diversidad suelen florecer alcances comunes tanto para la filosofía como para la psicología, la sociología y la teoría de las imágenes y el arte.
Uno de tales logros y comprensiones consiste en la manera en que las experiencias evolutivas de la niñez construyen las nociones de espacio y perspectiva no solo con la vista, sino con suma participación del sonido, el movimiento y las relaciones (también táctiles) con los objetos circundantes, además de otros factores biológicos y culturales. Entre estos últimos se hace medular el desarrollo del lenguaje propiamente dicho, con todo lo que implica de carga conceptual, memoria y esquemas socioculturales de pensamiento.
La experiencia ya adulta y «culta», en mayor o menor medida, muestra cómo a menudo «vemos con el oído» y «oímos con la vista», aunque algunos preferirían decir «imaginamos a partir de lo que oímos» e «imaginamos a partir de lo que vemos». De uno u otro modo, nos formamos la imagen visual de algo al oírlo, y oímos algo mucho mejor cuando lo miramos. No es gratuito que tengamos colores «chillones» y sonidos «brillantes», o se hable de cualidades «táctiles» de la obra pictórica.
Retomando aserciones del ensayo de Mieke Bal con que se iniciaron estas incitaciones para pensar sobre las imágenes:
«El acto de mirar es profundamente “impuro”. Para empezar, dirigido por los sentidos y fundamentado por tanto en la biología (aunque no más que el resto de los actos que los humanos llevan a cabo), la mirada se encuentra inherentemente encuadrada, delimitada, cargada de afectos. Es un acto cognitivo, intelectual, que interpreta y clasifica. Segundo, esta cualidad impura es susceptible también de ser aplicable a otras actividades basadas también en los sentidos, como escuchar, leer, saborear u oler. Esta impureza hace a tales actividades mutuamente permeables entre sí, por lo que los actos de escuchar y leer pueden también tener grados de visualidad».
En el reino de los medios y las artes audiovisuales (de todo lo audiovisual, desde las más antiguas escenas dramáticas a la más moderna informática), quizás ocurra (un «quizás» intuitivo y tentativo más que verificable) lo primero, o sea, ver con el oído con mayor frecuencia o intensidad que lo segundo, oír con la vista. Ello nos remite también a otro reino no audiovisual, el de la poesía y la literatura propiamente dichas: la imagen suscitada por la palabra y sus connotaciones rítmicas y sonoras generales, tema colateral antes referido, aunque ahora vuelve a quedar incitado.
La imagen audiovisual construye su espacio y su ámbito de percepciones valiéndose no solo de la vista, sino también del sonido, pero a veces solo del sonido, como cuando el personaje (con su escenario) se encuentra totalmente a oscuras y trata de ubicarse identificando sonidos. De modo similar, cualquier escena donde la mayor parte de los sonidos (o los sonidos más notorios para la situación) provienen de un sitio no visible o no visto aún por el personaje y se propicia una expansión del espacio imaginado.
Innumerables sutilezas audiovisuales han venido dadas en los diversos estilos y modos de realizarse lo escénico (que es siempre audiovisual), desde el antiguo bardo gesticulador, y los mimos con sus sonidos acompañantes, pasando por óperas y filmes musicales, hasta el más saturado clip neobarroco.
Nótese la gran carga oral y musical de las telenovelas, uno de los géneros dados como exponentes de lo televisivo, cuyo talante palabrero y musicalidad sobrecargada, aunque en apariencia paradójica, puede explicarse bien a partir de las tradiciones de origen, los públicos destinatarios (en buen plural) y, por ende, la dramaturgia al efecto.
Mencionadas la telenovela y el videoclip, vale pensar si este resulta un ámbito en alguna medida contrario al de la telenovela: antes que el auxilio de la imagen mediante el sonido, más bien el auxilio del sonido mediante la imagen, dada la condición privilegiada de la canción a promocionar o de inspiración. Personalmente, responderíamos de inmediato, casi apriorísticamente, la improcedencia de la aparente paradoja o «complementación», pues en la buena telenovela y en el igualmente idóneo videoclip se trata de «audiovisualidad»,«audiovisión» y no de audición y visión.
La obra audiovisual, en cuanto audiovisual, no muestra nunca una imagen separada del sonido, así como nunca es simple suma de uno y otro, sino siempre ambos, una «audiovisión». Por ello, la pantalla «en negro» o la «ausencia de sonido» durante un tiempo siguen siendo «audiovisuales», porque se hallan insertas en lo temporal, un devenir que les da significados con su antes y su después, como se caracteriza toda audiovisualidad.
Claro que —como procedimiento de trabajo constructivo o realización, igual que analítico, de deconstrucción teórica— puede dirigirse la atención a un signo sonoro o uno visual; se trabaja, por ejemplo, con la desincronización o la sobreimposición de sonidos, o la potenciación de la música. Pero tales efectos, recursos y conceptos solo hallan su genuino valor y significados en la totalidad de la imagen y el decurso temporal consustancial a la audiovisualidad.
¿Qué decir de la (mal llamada) «música visual», esas obras que han ganado merecida fama con filmes como la trilogía Koyaanisqatsi (1983),Powaqqatsi (1988) y Naqoyqatsi (2002), así como Anima Mundi (1991), de Godfrey Reggio, con musicalización de Philip Glass; Microcosmos: El pueblo de la hierba (1996), de Claude Nuridsany y Marie Pérennou, con música de Bruno Coulais; Nómadas del viento (Alas de sobrevivencia, 2001), de Jacques Perrin, Jacques Cluzaud y Michel Debats; y Océanos (2011), de Jacques Perrin y Jacques Cluzaud, con música de Bruno Coulais? No se omita el ilustre precedente dado con Berlín, sinfonía de una gran ciudad (1927), de Walther Ruttmann, y un gran logro en el ámbito latinoamericano con Suite Habana (2004), dirigido por Fernando Pérez, con música de Edesio Alejandro. Todos ellos, una auténtica audiovisualidad, y no música que se ve ni música para la vista; «filmes», «cine», en última y genuina instancia, solo que intensifican lo musical y lo potencian sobre la palabra hablada o los diálogos.
¿Cuán a menudo no sería preferible hacernos ver («audiover») una situación con el sonido y no con imágenes pocos eficaces, por ejemplo, el rostro en primer plano de alguien que no actúa del modo idóneo un llanto, siendo mejor ocultar este rostro y potenciar los sollozos o quejidos?
En efecto, la importancia del sonido (su buena presencia, su ausencia o su indebido manejo) se hace reconocible. No es nada extraño que los padres del cine nunca lo hubiesen concebido absolutamente sin sonido, y utilizaran narradores y pianistas o grabaciones acompañantes, y que al menos desde el «Manifiesto de las siete artes» (1911), de Canudo, muchos pensasen el cine como un arte total.
Aunque a menudo una imagen vale por mil palabras, también a menudo una palabra o un sonido vale por mil imágenes, y siempre, no solo a menudo, lo sonoro es tan significativo como lo visual en la creación de la auténtica imagen audiovisual.
De modo que no faltan motivos para la reflexión sobre esencialismo y antiesencialismo con que iniciamos estas incitaciones, «esencialismo» al que nos referiremos en lo adelante simplemente como aceptación de «rasgos esenciales», es decir, característicos, propios de o siempre coligados a determinadas cosas y fenómenos singulares.
Trayendo de nuevo a colación las sinestesias, estas suelen ser puestas como ejemplos de que no existe ninguna clase de «esencia» ni de «especificidad» cabal. Se ha subrayado antes cómo el niño construye su sentido del espacio y la perspectiva no solo con los ojos y la vista, sino también con el movimiento y con otros sentidos. Se ha mencionado cómo lo imaginado suele ser fugaz, pero no deja de ser, por ello, real para nuestra experiencia. Se ha establecido que determinados sonidos inducen imágenes y viceversa. Se ha hablado, sobre todo, de una unidad indisoluble, la de la visión y el sonido, en la audiovisión propiamente dicha.
Pero de aquí no se deduce la imposibilidad de concebir ni analizar signos visuales y signos sonoros, de realizar segmentaciones —aunque básicamente «instrumentales»— entre uno y otro aspecto de las múltiples unidades. Tampoco implica la inexistencia de fenómenos o efectos predominantes en una u otra experiencia y en una u otra perspectiva. Es decir, no se deduce una total inexistencia de aspectos «esenciales», «basales», «necesarios» o, en todo caso, muy pragmáticamente, «unos más que otros».
Al menos desde experiencias y perspectivas bien determinadas, el arte pictórico y escultórico es más visual que sonoro, táctil u olfativo, y el arte musical es mucho más sonoro que visual y olfativo. Por mucho que existan música programática, maravillosos «poemas sinfónicos» y las más fructíferas hibridaciones, el arte pictórico, como totalidad, resulta más visual que el arte musical, y viceversa, la música, más sonora que la pintura. Un invidente puede disfrutar una sinfonía, aunque prescinda del disfrute de un mural, y un sordo puede disfrutar de dicho mural, aunque no la sinfonía a plenitud.
Atenerse a «esencias» rígidas, inamovibles o dadas en el último sustrato del ser, más allá de lo circunstancial y fenoménico, resulta muy difícil de defender racionalmente, aunque no lo fuese para la pura fe o creencia. Pero ciertos matices son muy manejables cuando tales «esencias» llevan implícito un visaje circunstancial, perspectivista o en campos restringidos.
Aun los más antiesencialistas han de admitir que, en última instancia y en condiciones comunes, la esencia del agua es ser átomos de hidrógeno y oxígeno. Por supuesto, hay agua líquida, agua gaseosa y agua sólida (hielo), así como agua salada y otras muchas variantes: pero he ahí la «esencialidad» de la molécula común de agua: dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, en todo caso, hidrógeno y oxígeno, además de sus posibles designaciones y propiedades, como la de ser el líquido más esencial para la vida. La metáfora del agua puede valer para todos o casi todos los demás análisis.
Sin negar las sinestesias, nadie ignora las correspondencias esenciales entre los ojos y la vista, entre la nariz y el olfato, entre la piel y el tacto, entre el sistema vestibular y el sentido del equilibrio en los vertebrados, sin negar los cambios evolutivos y las mutaciones.
Hay una cierta «esencialidad» del sentido de la vista, aunque, sí, nadie lo duda, existen las sinestesias. Una nota jocosa: ningún antiesencialista iría a ponerse lentes para la miopía con un otorrinolaringólogo, midiéndose por la nariz o los oídos.
En fin, vale tanto rechazar el esencialismo radical, asumiendo un «perspectivismo» (histórico, social, cultural), como renegar del contrario antiesencialismo renuente a deslindes y conceptualizaciones precisas (ya que todo concepto implica rasgos esenciales), incluyendo concepciones del mundo y de la vida consolidadas teóricamente. Valga, entonces, un «esencialismo» que abogue y busque una definición cabal de arte (tan negada por muchos) y de cada una de las artes… así como de cualquier objeto y fenómeno, siempre que considere sus condiciones y circunstancias históricas, sociales y culturales.
Más que aceptar o rechazar un esencialismo o un antiesencialismo, y aún para poder sustentar uno u otro, se ha de ser capaz de desplegar una doble dialéctica ascendente y descendente desde lo universal a lo singular y a la inversa. En cuanto a imágenes, estética y artes se refiere, importa mucho percibir y conocer las cualidades de las imágenes visuales propiamente dichas (siendo uno de sus esplendores, por ejemplo, la tradición plástica y escultórica clásica) y las del sonido propiamente dicho (con uno de sus esplendores en la música sinfónica), tanto como las audiovisuales y sus conjugaciones, hibridaciones y sinestesias posibles.
No en balde las artes audiovisuales han traído el reto de percibir, conocer y definir cabalmente que es la «audiovisión», donde confluyen visualidad, sonoridad y, por ende, espacio y tiempo, un problema más que actual, aunque nacido ya desde, al menos, el desarrollo de los escenarios, en general, y el teatro, en particular.
Mencionándose la audiovisión, quedan planteadas nuevas incitaciones para el pensamiento y el diálogo sobre imágenes y el universo humano.