Aunque el final del mundo sea mañana,
Martín Lutero
hoy plantaré manzanas en mi huerto.
Confiando en la minuciosidad de sus derivaciones teóricas, Leo Frobenius (1873-1938) acuña el término kulturkreise[1] para designar un conjunto determinado de patrones conductuales y socioestéticos, frecuentes en civilizaciones sin ninguna relación política, comercial o geográfica entre sí. Sus intensas lecturas, así como la profundidad de su conocimiento empírico, le permiten atestiguar la equivalencia conceptual entre diversas manifestaciones (verbales, pictóricas, gráficas) del género humano: el origen del universo, la procedencia de los fenómenos naturales, el término de la realidad conocida[2].
En cuanto a su proyección narrativa, este último acontecimiento (¿ficcional, clarividente?) ha generado un entusiasmo que trasciende generaciones y motiva secuelas desde la antigüedad. Los jeroglíficos del apocalipsis, el juicio final judeocristiano, la fatalidad del calendario maya o el Ragnarök de los escandinavos son solo algunas viñetas, indicios de la fascinación escatológica que profesan las sociedades humanas. Enriqueciendo la faceta pop de este imaginario, Adam McKay agita sus códigos clásicos de representación y ambienta su propia historia en pleno apogeo virtual, tecnológico.
No miren arriba (Don’t Look Up, 2021) sigue las peripecias de una tríada de astrónomos consagrados a la investigación cósmica, sideral. La existencia rutinaria de dichos especialistas se trastorna con el más reciente hallazgo de la estudiante de doctorado Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence). Un gigantesco meteorito, cuya trayectoria se describe amenazante y malintencionada, se aproxima peligrosamente a la Tierra. Así, el festejo que pretendía ensalzar el descubrimiento científico de Kate (el cometa es bautizado con su apellido), deviene sesión para el pronóstico preciso del objeto espacial y su ruta.
Con la ayuda de su profesor, Randall Mindy (Leonardo DiCaprio) , y de Teddy Oglethorpe (Rob Morgan), miembro de la NASA, la joven Dibiasky deberá enfrentarse a la negligencia de los políticos y al sensacionalismo de los reporteros con tal de divulgar la inminencia del Armagedón, catástrofe que tendrá lugar en seis meses. En plena crisis humanitaria, la superficialidad de las masas, así como la trivialización que le imprimen a cualquier suceso «ajeno» a sus costumbres, termina por imponerse en esta sociedad polarizada y mordaz.

La pieza despliega un humor irreverente, «grisáceo», despojado del naturalismo y la violencia (explícita, sugerida) de la comedia negra; pondera la expectación del desastre, su cualidad preapocalíptica, en detrimento de sus consecuencias ulteriores; caricaturiza recursos argumentales propios de la sci-fi, como la perpetuación de la especie en circunstancias adversas, las misiones «galácticas» de pretensión mesiánica o el tutelaje (¿financiero, electoral?) que ejerce la política sobre la ciencia. Asimismo, la ironía se instituye como recurso contestatario y desacralizador, capaz de poner en duda la franqueza de cualquier relación humana contemporánea.
En cuanto a su repercusión en el entorno de la crítica especializada, comienza a generalizarse lo que desde hace un tiempo resulta tendencia: una suerte de divorcio analítico entre la Academia y los sitios compiladores de reseñas. A pesar de sus cuatro nominaciones en el ámbito de los Óscar[3], algunas páginas se han ensañado (¿exceso, justicia?) con el filme, recopilando criterios con un 49 % de aprobación en Metacritic, agrupando un 55 % de opiniones favorables en Rotten Tomatoes. Aun así, su trayectoria comercial parece arrojar dividendos prometedores, pues fue la película más reproducida en Netflix durante la última semana de 2021, y su recorrido por las salas de cine lleva buen ritmo.

Desde una atractiva visualidad que acude al imaginario estético de las redes sociales para legitimarse ante un público potencialmente joven; pasando por la pléyade de celebridades que conforman el elenco y lo enriquecen; hasta desembocar en un enfrentamiento antagónico entre valores tradicionales e intereses corporativos, Don’t look Up reúne todos los ingredientes necesarios, imprescindibles para establecerse como el nuevo blockbuster del streaming mundial.
Al tiempo que progresa el metraje, se hace más evidente el ataque directo a los hábitos hiperconsumistas de la sociedad actual. Cualquier acontecimiento (político, cultural, ¡apocalíptico!) es proclive a ser promocionado, mercantilizado, vendido o exportado. Adam McKay arremete contra las normas de convivencia establecidas por internet y los mass media, desnudando las carencias emocionales de una civilización domeñada por el espectáculo.
La condición predictiva de los logaritmos, así como el culto desmedido a las celebridades y su frivolidad, son ridiculizados en el filme a través de la hipérbole de sus rasgos más distintivos. Asimismo, una variante (post)moderna del kulturkreise, impuesta por los emisores de Occidente, atraviesa la red de redes homologando criterios y limitando la espontaneidad creativa de pueblos «subalternos», meramente receptores de productos culturales ajenos.

Mención diferenciada merecen, a mi parecer, los principales «antagonistas» de la cinta: Janie Orlean (Meryl Streep) y Peter Isherwell (Mark Rylance). La primera, una presidenta ególatra y hedonista, maquilla con su discurso patriotero el nepotismo, los escándalos sexuales y la inestabilidad social que propicia su administración; el segundo, un magnate tecnológico que parodia a personajes reales como Steve Jobs, Mark Zuckerberg o Elon Musk, descubre con sus intenciones la nociva influencia de Silicon Valley sobre el gobierno estadounidense.
A pesar de todos los valores reseñados hasta aquí, Don’t Look Up acusa desaciertos que no pasan desapercibidos. Su premisa argumental, atrayente en un inicio, pierde intensidad y agota su exotismo debido a la reiteración (casi) ad infinitum de chistes muy semejantes, referidos a un mismo tema. De igual forma, su majestuoso reparto parece contener algunos «convidados de piedra», personajes de intervenciones mínimas, poco relevantes. La buena cantidad de subtramas, por su parte, favorece el surgimiento de una ramificación narrativa que nos aleja innecesariamente del asunto medular, dispersando nuestra atención.
Adam McKay pretendió alertarnos sobre peligros auténticos a través de sucesos ficcionales. El cambio climático y la COVID-19, fuentes de polémica a día de hoy, han encontrado en ese meteorito genocida una inmejorable analogía. Como bien retrata la película, nada escapa de la banalización nacida de los memes, challenges y trendings de internet, nadie está libre de su influjo. No sería nada descabellado imaginar que, a pesar de sus advertencias, el propio McKay termine protagonizando algún hashtag imprudente, «descortés». Sinceramente: lo veo venir.
[1] «Círculos culturales».
[2] Otros asuntos, referidos al ámbito sentimental, serán igualmente comunes a muchas civilizaciones primigenias: el amor, el odio, la venganza, el deseo sexual, etcétera.
[3] Mejor película, guion original, edición y banda sonora.