El racismo en las sociedades europeas
En una larga entrevista para la conocida revista inglesa Sight & Sound, el aclamado realizador y artista visual Steve McQueen envió un hermoso mensaje a todos los jóvenes que desean incursionar exitosamente en el universo cinematográfico. «Digan la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad»[1]. Tratándose de un consejo a quienes planean abrirse paso haciendo ficciones, la declaración parece tener una cuota de acertijo. McQueen remata diciendo que la verdad puede ser fea, alegre o hiriente, pero más allá de su fisonomía, es importante que sea dicha.
Podría sumarle a las palabras del realizador que para decir una verdad es importante la existencia de condiciones de posibilidad para articularla. Esto significa que el problema de la verdad reside en su contingencia, aunque el sentido común obligue a pensar en la existencia de verdades eternas.
El debate sobre el racismo en el cine de las sociedades desarrolladas ha cambiado su rostro en estos últimos dos años. Durante mucho tiempo, el problema no era la inexistencia del debate, sino su representación en la pantalla. El sujeto negro, relegado al rol de víctima, era objeto de un grupo de operaciones en las cuales casi nunca tomaba acciones concretas sobre su situación. En ese sentido, las historias terminaban mostrando a blancos reivindicados o, en el peor de los casos, a blancos que defendían a negros de la opresión de sus iguales o de ellos mismos.
Muchas veces esos argumentos inculpan a las comunidades negras oprimidas de tal forma que obligan al espectador a pensar en un plan divino o en una maldición infinita. Dentro de esa narrativa dominante era muy difícil presentar la verdad acerca de la supremacía blanca o la opresión sistemática de los negros en la sociedad. Sus denuncias señalan siempre a alguna persona o grupo, como si una vez eliminados estos el asunto pudiera quedar zanjado. Solo en años recientes pueden verse historias donde la culpabilidad recae en las instituciones legales, las iglesias, la policía o el estado mismo, y que además reivindican a las personas negras.
Un ejemplo maravilloso de esa ganancia se puede observar en Small Axe (2020), la serie de cinco capítulos dirigida por el propio McQueen y distribuida por BBC One and iPlayer en Inglaterra y por Amazon Prime en Estados Unidos. Aunque también es posible pensar en Los miserables (Les Misérables, 2019), de Ladj Ly, como un equivalente para Francia, el proyecto del artista inglés cuenta con ambiciones mucho más vastas. Cuando me refiero a ambición, no solo marco la diferencia entre un filme y cinco, sino también hago referencia a la cantidad de conflictos, y su prolongación temporal, que señalan el problema racial como uno de los más persistentes y difíciles de erradicar en estas sociedades desarrolladas.
Small Axe se comercializó bajo el formato de serie, pero en realidad son cinco películas independientes, separadas por tramas, personajes, épocas y conflictos. Cada una funciona de forma independiente, pero es evidente que la idea de unirlas genera una sensación diferente en el espectador.
La serie narra historias de la comunidad antillana en Londres entre los años sesenta y ochenta, una comunidad marcada por un pasado colonial y de esclavitud. Para mayor fidelidad, el director acude a una dirección de arte extremadamente rigurosa, tanto en planos detalle como generales. Por ejemplo, la tipografía de los carteles, las paradas de bus, los interiores de las escuelas, las estaciones policiales, las fábricas y los restaurantes reproducen la época tal y como podría hallarse en una foto.
Por otra parte, hay fidelidad en las prácticas culturales, como los temas musicales de éxito, la ropa de moda y finalmente los acentos de la comunidad antillana londinense, en toda su variedad. Sobre este particular, se ha anotado el rigor del director al esquivar el lugar común de mostrar las diásporas africanas a través de un lenguaje gramatical en lugar de uno acentuado. Concuerdo en que «no todos los tipos de patois o créole, los idiomas de la gente común del Caribe, son iguales. McQueen y los coautores aportaron matices con las inflexiones del jamaiquino, el trinitense patois, o diversos elementos indoafricanos, como se encontraría en la Guyana británica, además de las diferencias en los distintos códigos de educación formal, y más»[2]. Con este objetivo, la serie se desmarca de esos audiovisuales al uso que ponen mayor interés en comunicarse con un potencial espectador blanco.
Todas son historias reales recreadas bajo los códigos de la ficción. Me gustaría comentar en este texto los tres aspectos que considero fundamentales de la serie. Primero, la cuestión y las implicaciones de ser un sujeto negro en un espacio donde se niega la humanidad de todo el que no es blanco. Segundo, el aparato policial represivo como mecanismo más visible de ese odio racial. Y finalmente, la comunidad como mecanismo de sobrevivencia a la opresión. Cada una de estas ideas se relacionan o son consecuencias unas de otras, como en un círculo vicioso e interminable.
La angustia de una existencia no reconocida
La diferenciación racial como tecnología de dominación se solidifica en el origen y auge de la colonización europea de casi todo el mundo. Los debates entre Las Casas y Sepúlveda durante la conquista española no solo pertenecían al orden teológico. Más allá de determinar si los indígenas poseían o no un alma, estaba en juego la cuestión moral sobre la esclavitud y la expropiación de tierras en América. Si los indígenas no eran seres humanos, entonces el trato a que estaban sometidos no lucía tan malo a los ojos de dios ni del rey. Esa justificación para denigrar las otras razas mutó de la iglesia a la ciencia, y luego a las leyes. Puede encontrarse además en las instituciones como una forma de sometimiento silencioso que evita la movilidad de unos a costa del progreso de otros. Su objetivo no es solo frenar el desarrollo de la población no blanca desde la perspectiva racial, sino además hacerlo bajo una fisonomía de legalidad. Esta práctica aparece en más de un capítulo de Small Axe.

En Mangrove, el primero de todos, un emigrante jamaiquino llamado Frank (Shaun Parkes) abre un restaurante para vender comida caribeña. Luego de recibir varios abusos por parte de la policía, algunos clientes asiduos deciden manifestarse pidiendo el fin de la violencia policial. Los eventos terminan con más represión de las autoridades, encarcelamientos masivos y finalmente un juicio donde son acusados de vandalismo y desorden público.
El agente Pulley (Sam Spruell), un arquetipo del policía odioso, le comenta a su colega al inicio del metraje: «Lo malo de la persona negra es que tiene su sitio, pero tiene que saber cuál es. Si se excede, hay que empujarlo de vuelta al redil». Con este comentario se transforma lo que los oficiales tienen ante sus ojos —un grupo de personas felices bailando y cantando en las afueras del restaurante— en un acto criminal.
Esta operación va a trasladarse al juicio, cuando los acusados comienzan a perder derechos (no se permiten familiares ni amigos en calidad de acompañantes o testigos dentro del tribunal, se les deniega la posibilidad de un jurado con equidad racial para no partir de prejuicios en el veredicto, son ubicados separados de los blancos que asisten al lugar). Mientras la policía injuria a los sujetos de color, les llama salvajes, drogadictos y prostitutas con impunidad, no están obligados a defenderse de su abuso de poder ni de la violencia de signo racial.
El hecho, sin precedentes en la historia del derecho británico hasta ese entonces, de ser declarados inocentes luego de un juicio amañado dominado por sujetos racistas, se debe a varios factores. Primero, la posibilidad de haber sido sus propios abogados defensores en el tribunal. Con esta estrategia fue posible pasar de la voz pasiva a la activa y convertir las acusaciones en denuncias a la policía, y de paso, al sistema en su totalidad. Segundo, probar que el juicio no trataba de violaciones de leyes o de vandalizaciones de calles, sino de su derecho a existir como sujetos negros.
Llevando el debate al terreno de la civilización (una movida que tocó muchos corazones liberales en la sala, incluyendo al propio juez), los acusados clamaban no solo por una mejor Inglaterra para ellos, sino para todos. En los debates del siglo XVI sobre el alma de los indígenas había dos posiciones encontradas, pero ambas eran europeas. Siglos después, estos acusados lograron evitar que nuevamente se decidiera su suerte entre blancos: «No podemos ser víctimas —dice uno de ellos—, sino protagonistas de nuestra historia».

Alex Wheatle, el cuarto filme de la serie, presenta la historia del personaje de mismo nombre que vivió su infancia en un orfanato inglés, presuntamente abandonado por sus padres jamaicanos. La cuestión existencial opera aquí en otra dimensión. Alex vive el hecho extraordinario de ser el único negro en un espacio habitado por blancos. Tanto en el orfanato como en la escuela, esta experiencia amplificó la desposesión de ser un emigrante, arrastrándolo a una incomprensión total de la vida en sociedad. Su relación con el mundo blanco estuvo marcada por el abuso y la injusticia, pero hasta cierto punto este trato se normalizó para él.
El primer punto de giro llega cuando crece lo suficiente como para vivir en independencia y es trasladado gracias a un plan de asistencia a un pequeño apartamento en el distrito de Brixton, rodeado de africanos y caribeños.
Aunque es significativo más adelante, a McQueen no le interesa destacar que Alex se convertirá en un importante escritor en el futuro. Esta información llega al espectador después del último plano. Por el contrario, el interés recae en redondear una trayectoria errática como antesala de un hombre de fama.
El filme fluye a modo de una narración paralela. En el presente de la historia, el personaje está en prisión, como resultado de los arrestos masivos efectuados en esa ciudad en 1981. Allí comparte celda con Simeon (Robbie Gee), un hombre que le dobla en tamaño y edad, y que está aquejado por un problema digestivo que lo mantiene en un ir y venir hacia el reducido baño. Entre ruidos y mal olor, la llegada de Alex se transforma en una pesadilla, al límite de atacar fallidamente a su compañero. Lejos de responder a la agresión, Simeon le pide hablar de su vida antes de llegar allí, lo que posibilita darle entrada a la historia central ubicada en Brixton.
Tanto en la celda como en la comunidad afrocaribeña el personaje se enfrenta a un constante aprender y desaprender. Cada palabra, saludo, interacción con una persona del lugar puede llegar a convertirse en un hecho traumático. El color de su piel lo presenta como un miembro natural del barrio, pero su forma de actuar y hablar se interponen y quiebran la comunicación. ¿Qué es necesario hacer para ganarse la aceptación de los iguales? O lo que es todavía más importante, ¿cómo llegar a saber quién se es cuando se es un sujeto de color en medio de una sociedad antinegra?
Lógicamente, el caso particular de Alex amplifica estas preocupaciones existenciales, dada la crianza y la educación recibida, marcada además por su orfandad. La relación entre la historia personal y el espacio que la produce es crucial en este tipo de sujetos, sobre todo, cuando la intemperie está dominada por una atmósfera represiva visible en parte gracias a la policía. Una de las lecciones fundamentales y reiteradas en Brixton fue la interacción con estos agentes del poder. En la escuela le enseñaron a Alex que la policía estaba allí para proteger a los ciudadanos y hacer cumplir la ley, pero solo en la calle entendió que tanto los ciudadanos como la ley estaban para satisfacer el derecho de personas blancas. Las golpizas y los arrestos arbitrarios a personas de color no eran compatibles con su educación, por tanto, se presentaban como actos irracionales. La relación entre los aparatos represivos del estado, en este caso, la policía, y las cuestiones existenciales de un sujeto negro tienen una conexión estrecha en el proyecto fílmico de McQueen.
La función de la violencia policial en un mundo antinegro
En mayor o menor medida, los personajes de cada capítulo están atravesados por la huella de la violencia policial. El asedio es constante, y obliga a un aprendizaje que más allá de la interacción social, garantiza la sobrevivencia. Aunque no existe una fórmula para actuar ante la mirada policial, que presupone la culpabilidad del sujeto negro en ciertas sociedades europeas, se difunde una pedagogía desde la infancia, que debe ser aprendida con la misma intensidad con la cual se aprende el abecedario.
En Mangrove hay un contraste marcado entre la forma en que se representan los policías y los miembros de la comunidad negra. Frente a la alegría del canto y el baile de los negros, la frustración y la ira de los policías blancos. Aunque parece una polaridad maniquea, los sucesos del restaurante, la manifestación contra la brutalidad en las calles, los arrestos y el subsiguiente juicio que se muestra fueron calcados de esos tirantes días en Londres. Incluso la presencia de CLR James y la sobreexposición de su libro The Black Jacobins, que parece una coartada simbólica que cubre como un mantra todos los acontecimientos de la serie, fue tomada de la realidad. El énfasis en la mirada sádica de los policías mientras que persigue, golpea y tortura de forma indiscriminada a sujetos negros puede relacionarse fácilmente con los pasajes del libro de James donde se describe la forma en que traficantes y hacendados capturaban y humillaban a los negros esclavizados. Estas dos realidades separadas en el tiempo se juntan en el centro de una ideología promovida por un mundo antinegro. Esa ideología sostiene a un sistema que opera de forma invisible, y se deja ver en la práctica diaria de sus instituciones. La policía es la más infame de todas.

Red, White and Blue, el tercer filme de la serie, cuenta la historia de un sujeto que planea desestabilizar esa polarización. Leroy Logan (John Boyega) parece no estar seguro con la vida que ha elegido. Su movilidad se debe a su capacidad intelectual como parte de un equipo de trabajo en un laboratorio de investigación en el área de ciencias. Ejercer su carrera de doctor en Química le posibilita entrar en un espacio dominado por blancos y contribuir de esa forma a deshacer el imaginario acerca de la inferioridad de los negros que aún pervivía en esos años ochenta. Sin embargo, Leroy decide tomar un camino aun más difícil, y se inscribe en el cuerpo de policías. Contrario a la idea de un enfrentamiento entre ciudadanos y policías, él cree en la posibilidad de crear un puente que permita fortalecer una sensibilidad hacia la comunidad negra.
No es casual que esta historia se desarrolle casi paralela en el tiempo a la de Alex Wheatle. Los sucesos de Brixton generaron malestar en otras ciudades de Inglaterra, como Liverpool y Birmingham, donde muchos ciudadanos salieron a las calles a demostrar públicamente su rechazo a la policía. La historia de Leroy es inspiradora, no solo porque su deseo de sanar una herida social lo llevó a entrar en un espacio de hostilidad extrema entre colegas abiertamente racistas, sino porque además fue visto como un traidor por parte de los miembros de su comunidad.
Como sucede con el resto de los personajes de la serie, sus decisiones tienen riesgosas consecuencias originadas en la marca racial. Leroy es también una ventana al interior de la fuerza policial, que permite de manera más sencilla entender la subjetividad de los sujetos que la integran. Su personaje se identifica con la narrativa de los héroes trágicos, porque enfrenta el peor de los demonios con el objetivo de proteger una comunidad que va a comenzar a percibirlo también como un enemigo.
La creación de comunidades como acción positiva a la opresión antinegra
En la presentación de los conflictos y la forma de insinuar las posibles soluciones queda clara la necesidad de crear comunidad como forma de resistencia. La unidad de los afrocaribeños para proteger el restaurante Mangrove en el filme homónimo no es otra cosa que una defensa simbólica de ella.
Al inicio, el director presenta un mosaico de intelectuales caribeños, seguidores de los Black Panters, musulmanes emigrantes de África y algunos militantes del marxismo negro; pero todos están dispersos en sus espacios. Es justamente la hostilidad hacia el restaurante lo que articula las distintas demandas, y más allá de las diferencias, deciden unirse para tomar acciones concretas. Entre todos se estableció un pacto social sellado por varios aspectos, entre los que sobresalen el moral, el racial y el revolucionario. Si hay algo que marca transversalmente esta obra de McQueen es la apuesta por el poder reaccionario de una comunidad.

Si en Mangrove una comunidad se enfrentó a la fuerza policial primero, y a la justicia después, en Education, el último filme de la serie, otra comunidad se une para enfrentar al sistema educativo inglés. Kingsley Smith (Kenyah Sandy), de doce años, sueña con ser astronauta, pero tiene problemas con el examen IQ, que funciona como medidor de la inteligencia de jóvenes y adolescentes en los centros educativos. Sin darle una real explicación a su madre, el director le informa que Kingsley será enviado a una escuela de educación «especial». No es algo para preocuparse, le dice, más bien debe ser tomado como «una buena noticia». Como parte del ajetreo en el seno de una familia obrera típica (el padre es carpintero desde su niñez y la madre tiene dos trabajos), no hay tiempo para verificar las palabras del director, y la madre termina confiando en las buenas intenciones del sistema.
Pero las preocupaciones llegan cuando una activista la pone al corriente de la situación de emergencia en la que se encuentra su hijo, al ser enviado a un sitio para educación de niños con retraso en el aprendizaje. Al principio, la madre no da credibilidad sobre la existencia de un plan del estado que prepara a los estudiantes antillanos para el fracaso. Sorprendida, le pide a la activista que se retire, primero amablemente, y luego de forma un poco más ruda. Antes de marcharse, esta le deja un libro donde todo está documentado, y una dirección donde la puede encontrar si cambia de opinión. Es en este sitio donde, luego de escuchar las preocupaciones de varios padres, comprende el horror detrás de un sistema educativo que opera a partir de un engranaje discriminatorio.
Pero más allá de la denuncia de estas prácticas antinegras, el filme promueve el poder detrás de la creación de esta comunidad de ayuda a padres desinformados, creando contactos con educadoras negras que brindan su espacio a ningún costo en días no laborales. Esta maravillosa red de ayuda, desarrollada principalmente por mujeres, revirtió la inversión invisible del gobierno en el fracaso de la comunidad negra. La respuesta al deseo desesperado de frenar la movilidad y el acceso de estas personas en un mundo antinegro fue generar espacios alternativos de sociabilidad, no solo para ganar en autoseguridad, sino para desarticular el mito de un mundo donde solo los blancos son vencedores, tanto en el presente como en el pasado y la memoria. El trabajo de esta comunidad enfatiza el aprendizaje de matemáticas e inglés, pero sobre todo enseña a salir del laberinto de la subestimación y luchar por realizar los sueños, aunque impliquen rigor y perseverancia, como es el caso de Kingsley y su deseo de ser astronauta.
He dejado para el final un breve comentario sobre Lovers Rock, el segundo filme de la serie, porque de cierta manera cierra el debate que se desplaza desde la existencia de un sujeto negro hasta la creación de una comunidad afirmativa.

Inspirada en una anécdota de la tía del propio director, el filme suspende el conflicto para mostrar una noche de música, canto y diversión de jóvenes negros en la década de los ochenta. La cámara presta atención al ritual de los preparativos, consistente en preparar suficiente comida, trasladar los equipos musicales, luego la elección de la ropa, el peinado, y finalmente los encuentros fortuitos, el baile y la alegría de la fiesta.
No hay mayor acto de subversión que la felicidad fuera del ojo del opresor. Pretender que no existe una ley, una educación, un aparato judicial y una fuerza policial empeñada en producir métodos de asfixia es el acto más revolucionario, pero la estrategia para filmarlo que ha puesto en práctica Steve McQueen demuestra que aún era necesario desprenderse de otra opresión y crear lo que podríamos llamar una estética negra. Esa es la contribución del director no solo con este capítulo, sino con toda la serie. El genio de colocar la cámara, cortar un plano o prolongarlo, generar un efecto visual o sonoro en el momento oportuno posibilitan que estas historias se transformen en esas pequeñas hachas capaces de cortar grandes bosques, tal como se escucha en la vieja canción de Bob Marley que le da título al proyecto.
[1] Steve McQueen y David Olusoga, «These are the untold stories that make up our nation: Steve McQueen on Small Axe», Sight and Sound. Disponible en https://www.bfi.org.uk/sight-and-sound/interviews/steve-mcqueen-small-axe-black-britain-david-olusoga
[2] Lewis Gordon, «Long Read | The joy of Steve McQueen’s Small Axe’», New Frame, disponible en https://www.newframe.com/long-read-the-joy-of-steve-mcqueens-small-axe/?fbclid=IwAR2dBdSfEFn0YJvOsEBeJ5zC3csAef8qfXJtfeX_eWgcA7-UqtDeM6eZvuM (traducción mía).