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Saúl Yelín: Un hombre ICAIC

Eslinda NúñezPorEslinda Núñez
abril 2, 2025
En Cine cubano
Tiempo de Lectura: 10 minutos
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Saúl Yelín

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Lo primero que me impactó cuando conocí a Saúl[1] —nunca lo llamábamos Saúl Yelín; su carácter familiar impedía el uso de su apellido y el tratamiento de usted—fue su personalidad.

Tenía una gran cultura, era muy inteligente, pero en medio de una conversación podía ser duro, directo, audaz y hasta cínico y mordaz, y lanzar las palabrotas más duras, con la misma gracia con que don Quijote las lanzaba en la inmortal obra de Cervantes.

Imaginen el impacto que esto puede causar en una muchachita recién llegada de Santa Clara[2]. Una sola de estas palabrotas me ponía los pelos de punta. Fue un impacto directo entre el «¿qué es esto?» y el «qué hombre tan inteligente y simpático».

Así, poco a poco, fui conociendo su carácter, su trabajo, y fui respetándolo y admirándolo, como lo respetaban y admiraban todos los que le rodeaban. Como el dirigente que decide y ejecuta, sin piedras ni palos, que es a mi juicio la mejor manera de dirigir.

Enrique Colina, Saúl Yelín y Tomás Gutiérrez Alea

Siempre preocupado por sus trabajadores, así como por el desarrollo futuro de cada uno de nosotros, los más jóvenes en ese entonces. Si viajábamos juntos a algún lugar, sabía aconsejarnos sobre los museos y lugares importantes de la cultura local que debíamos ver. Saúl, como lo describió Julio García Espinosa en su funeral, fue «la voz del cine cubano», y esto no fue un título gratuito, porque realmente tenía un fino instinto para saber colocar una determinada película en el festival en que podía ganar. Los había estudiado todos y conocía sus características. De ahí los abrumadores éxitos hacia los que condujo al cine cubano con esas estrategias. Nos recomendaba y hasta nos obligaba a ver importantes películas que estaban en cartelera, ir a teatros, a museos y hasta al mismo circo de Moscú, que disfrutaba sanamente. Por él conocí y disfruté del teatro de Liubímov[3], su gran amigo, y del Teatro de Pantomimas, hasta disfrutar de las gracias de Oleg Popov[4].

Saúl supo ganar muchos amigos para Cuba. Basta echar unas ojeadas a las personalidades del cine mundial que nos visitaron entre 1959 y 1976, año de su desaparición física. En esa etapa nos visitaron más cineastas importantes que de 1976 a la actualidad. Entre otros:  Jean-Luc Godard, Tony Richardson, Vanessa Redgrave, Chris Marker, Armand Gatti, Agnès Varda, Joris Ivens, Claudia Cardinale, Andrzej Wajda, Mikhail Kalatozov, Gina Lollobrigida, y tantos otros que fatigaría la sola lectura de sus nombres.

Donde quiera que llegaba se convertía en el centro de todo y de todos. Hablaba seis idiomas. No bebía. Recuerdo que en alguna ocasión le pregunté, pensando tal vez que no lo hacía por su origen judío, y me respondió que un director de Relaciones Internacionales debe estar al tanto de todo, y que el alcohol entorpece este camino, porque a veces el que bebe se pone a tontear, y para él lo más importante era su trabajo, que éramos nosotros (la delegación cubana), el cine cubano, y sobre todo que a través de nuestro trabajo se respetase a Cuba y que ganásemos amigos y apoyo para nuestro país.

Particularmente a mí me aconsejó en varios momentos.

Cuando me nombraron jurado en el Festival de Cine de Karlovy Vary, en Checoslovaquia, yo era muy joven y mi carrera comenzaba. La posibilidad de fallar me llenaba de dudas e inquietudes.

Con el realizador Manuel Pérez Paredes

«Tú no eres boba —me dijo—, eres una mujer con criterios, que sabes defender, una artista, y sé que cuando te empecinas eres terca como una mula. Solo tienes que defender tu opinión y tus valoraciones. Además —me miró a los ojos, como un mánager mira a un deportista para convencerlo de sus aptitudes, y bajó la voz—, vas a ser la primera mujer latinoamericana que integra un jurado internacional de cine de esta categoría.

Y se alejó, con su caminar burlón, y sin mirarme me lanzó su muletilla favorita: «Aprieta… (eso mismo), y dale a los pedales».

Aquella conversación me dio seguridad, internamente se lo agradecí, y entré a aquel salón, dispuesta a todo.

Saúl siempre estaba trabajando. Aprendí mucho observándolo, cómo procedía, cómo ganaba amigos para Cuba, cómo interactuaba en las discusiones, en aquella forma tan suya de discutir sus criterios hasta la saciedad sin disgustarse, para la mayoría de las veces terminar en una francachela con su oponente.

Recuerdo una vez, en la embajada de Cuba en París, que yo estaba conversando con Carpentier, con su esposa Lilia y con alguien más que no recuerdo, sobre mi posible participación en una adaptación de su novela El recurso del método, que dirigiría Miguel Littin. Yo quería hacer el casting (entonces lo llamábamos «prueba de actores») para el personaje femenino, y Saúl me dijo: «Mejor esperas a El siglo de las luces, porque yo no te ubico diciendo malas palabras. Y yo, que a pesar de mi timidez soy muy osada —lo que a veces me lleva a decirme: «¿Para qué yo me metí en esto?» (como ahora)—, le replicaba que yo era una actriz y podía hacer de todo y lo fundamentaba bien. Cuando la conversación se iba tornando más interesante (casi había convencido a Carpentier de que yo era la ideal para su personaje), llegó Saúl y me dijo al oído: «Estás en la casa de Cuba, eres anfitriona, hay gente que espera, y como quiera que sea, Alejo es de casa. Tú estás aquí para trabajar, ve y saluda a aquel grupo, que tú eres la anfitriona». Sentí vergüenza. Él tenía razón, yo estaba pensando como actriz, deseando trabajar en una película de una obra de Carpentier, mi ídolo, del que había leído todos sus libros, fascinada por su verbo, sus descripciones, su barroquismo, su imaginación. A veces tenía que leer dos veces la misma página, auxiliada por un pequeño Larousse maltratado por el uso, que me acompañaba desde niña. Leía en la cama, sentada en posición yoga, mientras devoraba vasos de una deliciosa mezcla de leche en polvo con leche condensada. Pero dejé a mi ídolo dudando y me puse a trabajar.

Con la realizadora Sara Gómez

El tiempo pasó. El siglo de las luces se dilató. El almanaque cayó.

Y mis posibilidades de interpretar a Sofía se esfumaron. Por suerte, el personaje cayó en manos de Jaqueline Arenal, una excelente actriz.

Tuve la suerte de viajar con Saúl en varias ocasiones, y mi vida se sembró de anécdotas. Considero que era un ser excepcional, genial. Para mí, era como un padre, y en cierto sentido lo era, porque me iba formando como un padre, sin que me diera cuenta de que guiaba mis primeros pasos.

Y entre mis primeros pasos…, el Festival de Moscú me tenía muy preocupada. Era mi primer viaje a un festival[5] y estaba disgustada con el módulo de ropa que nos vendían para viajar. Leía revistas, sobre todo filmes soviéticos, y sabía que ese no era un festival de pueblo de campo. Sabía de la elegancia de la gente, de los actores, rusos e internacionales. Me decidí y hablé con Saúl. Él me respondió: «Mira, tú tienes “perchero”. Cualquier cosa, una sábana que te tires por arriba, te queda bien».

Esta vez no salí muy convencida.

Por suerte tenía mi modista maravillosa en Asela Zurbarán —la madre de Nelson Rodríguez[6], otro de mis grandes amores—, que se brindó gustosa a modificar todo aquello, de tal manera que me sentía bien cuando me presentaban a Marina Vlady, Françoise Arnoul, Melina Mercouri, Jerzy Kawalerovich, Tatiana Samóilova, Lillian Gish y muchas personalidades, tantas, que Humberto Solás y yo nos sentíamos como si nos hubiéramos caído por el túnel que condujo a Alicia al país de las maravillas.

Héctor García Mesa, Alfredo Guevara y Saúl Yelín

La habilidad de Saúl para convencer era tal que una vez fuimos nueve personas al circo de Moscú con seis entradas y él se empeñó en entrarnos, y mientras el portero discutía y decía que no podía ser, él nos hacía señas de que entráramos, algunos de dos en dos, que él contaba como uno. «Adin», «dubá», «tri», «chatiri», «piats», y volvía a indicarnos con la cabeza para que entráramos dos. Él no se contaba y abrumaba al portero enseñándole las entradas, pegadas a los ojos. Y dejamos al pobre hombre, rascándose la cabeza, con seis entradas en la mano, convencido de que todo había estado bien, pero con la sensación de que había sido burlado. Ese era Saúl.

Un hombre de ideas, de iniciativas, un hombre ICAIC que estuvo en todas las grandes batallas del momento y en todas las creaciones: en el cartel de cine cubano, en el Grupo de Experimentación Sonora, en la Revista Cine Cubano.

Y en lo personal, en el intento de creación del teatro del actor cinematográfico, a semejanza del ruso.

No se llegó a realizar.

Pero Daisy Granados y yo pasamos a trabajar al ICAIC.

El objetivo era que los directores cinematográficos dirigieran teatro, como entrenamiento en la dirección de actores, durante los dilatados espacios entre película y película. Aunque el objetivo no se cumplió, mientras no hacíamos películas hacíamos narraciones microfónicas en la Cinemateca, doblajes, narraciones de documentales, atención a personalidades y semanas de cine, teniendo además la posibilidad de no abandonar el teatro.

Saúl tenía la capacidad de avizorar los problemas y era una época muy difícil, el quinquenio gris[7], en la que el teatro estuvo bajo el azote de la parametración[8].

Saúl Yelín

Un día me pidió que entrara en su despacho, donde tenía unos cuadros de Rita Montaner y Bola de Nieve, dos figuras cimeras de la música cubana. Me dijo que esos eran sus muertos queridos, que él estaba en baja ese día y que lo que más le preocupaba era que quizás no pudiera ver crecer a Johana, que por entonces estaba de meses. Cinco días después, moriría de un infarto agudo en la silla de su oficina, en su amado ICAIC.

Mucho debo a Humberto Solás como actriz, y mucho te debo a ti, Saúl, que me formaste como ser social, como artista revolucionaria. Por eso cuando me entregaron el Premio Nacional de Cine pensé en ti, vi tu sonrisa de satisfacción y tu voz, que como antaño, me decía:

«Mírate, guajira, ¿quién te iba a decir que un día estarías disfrutando del Museo del Louvre?».

Por eso te dirigí aquellas palabras con las que quiero que me permitan terminar estas de hoy:

«Pensé en otro de mis muertos queridos: Saúl Yelín, quien fuera el arquitecto de la imagen internacional del cine cubano, su portavoz, que supo “colarnos” en los más importantes escenarios internacionales, en los festivales, en las embajadas, siempre en el afán de buscar amigos para nuestro cine y nuestro país. Quien nos preparó para comprender que viajar no era un placer, sino una difícil y riesgosa misión de trabajo. La persona que me enseñó que para hacer cine no basta con ser creador. Sino que somos también seres sociales, políticos y éticos».

Gracias, Saúl, un beso.


[1] Saúl Yelín. Director de producción de los primeros filmes del ICAIC. Director de Relaciones Internacionales de 1959 hasta 1976.

[2] Ciudad del centro de Cuba. Capital de la antigua provincia de Las Villas.

[3] Yuri Liubímov. Actor y director teatral soviético. Director desde 1964 del internacionalmente conocido Teatro Taganka, fundado en 1946. Uno de los hombres más destacados en el teatro mundial.

[4] Importante clown del circo de Moscú. Muy conocido internacionalmente.

[5] Festival Internacional de Cine de Moscú de 1969. Lanzamiento mundial Lucia, mi primer protagónico en un filme.

[6] Un nombre clave en el nuevo cine latinoamericano. Editor de Lucia, Memorias del subdesarrollo y muchos otros filmes.

[7] Termino que designa a una época caracterizada por el dogmatismo cultural, impulsado por la dirección del entonces Consejo Nacional de Cultura. Cubre los años de 1971 a 1976, cuando se crea el Ministerio de Cultura.

[8] Término acuñado durante el llamado «quinquenio gris» de la cultura cubana. Señalaba a las personas que no cumplían los requisitos morales y revolucionarios definidos como tales por unos burócratas de escasa materia gris.

Etiquetas: Cine CubanoICAICSaúl Yelín
Eslinda Núñez

Eslinda Núñez

Actriz con una larga carrera dentro del cine cubano. Ha trabajado en varias de las mejores películas de la historia del cine en Cuba, como «Lucía» (Humberto Solás, 1968), «Memorias del subdesarrollo» (Tomás Gutiérrez Alea, 1968) o «La primera carga al machete» (Manuel Octavio Gómez, 1969), así como en filmes claves dentro de la cinematografía de la isla, como «Un día de noviembre» (Humberto Solás, 1972), «Cecilia» (Humberto Solás, 1981), «Amada» (Humberto Solás, 1983), «Capablanca» (Manuel Herrera, 1986), «Mujer transparente» (en el cuento dirigido por Ana Rodríguez, 1990) «Viva Cuba» (Juan Carlos Cremata, 2005), entre muchos otros. Ha asistido como jurado o invitada a numerosos festivales internacionales como Moscú, Karlovy Vary, San Sebastián, Biarritz, Huelva, Bogotá, Amiens, o Nantes. Premio Nacional de Cine 2011. Premio Lucía de Honor 2017, entregado por el Festival Internacional del Cine Pobre de Gibara.

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