En El nacimiento de la tragedia, Friedrich Nietzsche explica que los griegos no acudían al teatro para conocer el desenlace de las historias, ya que estas eran bien conocidas por todos (los mitos representados en las tragedias eran parte integral de su cultura). Lo que realmente les atraía era cómo estas historias se representaban en escena y cómo el arte transformaba lo familiar en algo profundamente significativo. Esto es precisamente lo que sucede en la cultura visual contemporánea, cuando acudimos al cine para apreciar nuevas adaptaciones de historias vistas una y otra vez, ya sea Batman, el hombre lobo o el relato del conde de Transilvania.
Cuando asistimos a la puesta del Nosferatu (República Checa, Estados Unidos, 2024), de Robert Eggers, no nos asombraremos ni de la travesía del empleado de Real State que viaja cientos de kilómetros para cerrar un jugoso contrato ni de un excéntrico conde que reside en un desolado castillo en la punta de una colina. Tampoco es nuevo el desenlace, con historia trágica y amorosa típica del romanticismo del siglo XIX en que se forjó la novela que le dio origen, firmada por Bram Stoker, ni nos sorprende el poder hipnótico de este señor de las tinieblas que es capaz de levitar y volverse invisible. Todo esto ya estaba en las versiones anteriores y también en las que vendrán. Lo que nos interesa como espectadores es ver la misma historia nuevamente contada, pero bajo los términos de Robert Eggers, o sea, disfrutar del conocido mito del vampiro, pero con un estilo completamente nuevo.

Lo primero que salta a la vista en la versión de Eggers es la cuestión de las afinidades paternas. No es casual que haya elegido a Nosferatu en lugar de Drácula, lo cual implica más de una declaración de principios. Nosferatu es la versión bastarda de la novela de Bram Stoker, una especie de exit road cinematográfico que coloca a Eggers en una tradición europea que tiene que ver más con el estilo que con el espectáculo. Si los Dráculas norteamericanos están cubiertos con infinitos clichés de vampiros y por malas racionalizaciones del mito original, la línea europea cede a una representación simbólica del mal, a una presencia inquietante donde se funden la naturaleza y los cuerpos humanos. Además, es una decisión de estilo que se aleja del género del horror para retomar el expresionismo que nace en Alemania hace más de un siglo, precisamente con filmes como Nosferatu: Una sinfonía del horror (1922) y Fausto (1926), ambos de Friedrich Wilhelm Murnau.

Para muchos críticos e historiadores del cine, el expresionismo alemán es una de las influencias estilísticas más importantes en el desarrollo del cine de horror norteamericano. Como señala Siegfried Kracauer en De Caligari a Hitler, muchas de las películas nacidas en este momento empleaban decorados distorsionados, juegos de sombras extremas y composiciones asimétricas para reflejar estados mentales perturbados y un mundo fuera de equilibrio. Este estilo, nacido de las tensiones sociopolíticas de la República de Weimar, se trasladó al cine estadounidense a través de los cineastas y técnicos que emigraron tras la llegada del nazismo, influyendo directamente en películas como Drácula (Tod Browning y Karl Freund, 1931) y Frankenstein (James Whale, 1931). En estos filmes, los elementos visuales del expresionismo fueron adaptados para expresar temores culturales y psicológicos dentro del contexto norteamericano, un entorno que, como han analizado David Bordwell y Kristin Thompson, consolidó el sistema de producción que sustentó el éxito de Hollywood.
Tanto la versión de Nosferatu realizada por Murnau como su sucesora, realizada por Werner Herzog en 1979, se desplazan del Londres de 1890 a un imaginario pueblo costero alemán llamado Wisborg, en 1838. Ese es precisamente el camino que retoma Eggers, pero con más rigor en la ambientación, el decorado y el paisaje, como si la suya quisiera ser la más (o la menos) europea de las versiones. El mito y la fantasía de la novela están sumergidos en un baño de realismo que no escatima en sumar un coro de lenguas, una comunidad de gitanos, iluminación de algunas escenas exclusivamente con velas —tal y como hizo una vez Kubrick en Barry Lyndon (1974)— y escenarios reales de República Checa y Rumanía como parte del camino desde Alemania hasta el corazón de los montes Cárpatos.

En esta nueva adaptación hay menos preocupación por la plaga que acompaña la llegada de Nosferatu al pueblo alemán, o por el subtexto erótico que ha alimentado una corriente de literatura y series sobre lo vampírico. En Nosferatu, el vampiro, por ejemplo, Herzog es muy enfático en las imágenes de las ratas invadiendo el pueblo en el momento en que llega el vampiro, como estrategia de representación del caos, la decadencia y la muerte que siguen al arribo de una fuerza destructiva que corrompe tanto el cuerpo como el espíritu de la comunidad. Herzog, además, hace referencias a las epidemias de la peste que sucesivamente han castigado las ciudades europeas en siglos pasados, pero en el contexto del filme la peste se convierte también en una alegoría de los temores humanos ante la enfermedad, la descomposición social y la pérdida de control. De igual manera, en Drácula (1992), de Francis Ford Coppola, la dimensión erótica del mito del vampiro se intensifica a tal extremo que ocupa prácticamente el centro de las tensiones entre los personajes centrales. En ese sentido, se podría asegurar que para Coppola el deseo y la transgresión adquieren un papel más importante que el terror. Esta derivación de lo sensual vampírico encuentra ecos en otros filmes como Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire: The Vampire Chronicles, Neil Jordan, 1994), donde la relación entre Louis y Lestat, interpretados por Brad Pitt y Tom Cruise, respectivamente, también articula un erotismo velado, marcado por la inmortalidad como un acto de posesión emocional y física. En ambos casos, el vampiro no solo consume sangre, sino que se convierte en un catalizador de los deseos reprimidos, ya sea a través de transgresiones de las clases altas o de las sexualidades aceptadas socialmente.

Estas películas de vampiros en los noventa también pueden leerse como reflexiones indirectas sobre el miedo y el estigma asociados con la llegada del sida como epidemia a Estados Unidos. El vampirismo en ambos filmes, representado como una forma de transmisión corporal a través de la sangre, remite directamente a las olas de contagio y enfermedad de esa década. En ese sentido, los filmes de vampiros redimensionaron la tensión entre atracción y peligro, e intimidad y mortalidad.
En la segunda década del siglo XXI, estas preocupaciones no ocupan el centro de atención ni resuenan en el interior del filme de Eggers. De hecho, el personaje, construido meticulosamente por Bill Skarsgård, es un ser grotesco con un físico que anula cualquier dimensión erótica asociada con el personaje. El conde Orlok incluso invisibiliza al actor tras un intenso maquillaje, tal y como sucede con el pingüino de Colin Farrell para la nueva versión de Batman. Además, Skarsgård agrega un fuerte acento rumano y una tos asmática que contrasta con las caracterizaciones de Klaus Kinski para Herzog o Gary Oldman para Coppola. En ese sentido, Eggers parece más interesado en criticar las prácticas médicas de comienzos del siglo XIX que introducirse en un laberinto de metáforas propias de la época contemporánea. Por ejemplo, cuando Ellen (Lily-Rose Depp) experimenta ataques y espasmos, parece remitir a los pasajes sobre «la mujer histérica» narrados en Historia de la sexualidad, de Michel Foucault. Estos momentos, lejos de mostrar a los médicos como sujetos racionales, los sitúan dentro de los prejuicios propios de la época.
Finalmente, hay muchas referencias que vienen y van a lo largo de este nuevo Nosferatu, desde Posesión (Possession, Andrzej Zulawski, 1981) y El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973) hasta algún que otro toque Cronenberg. El folclor que impregna cada rincón del paisaje en Nosferatu encuentra un vínculo directo con el estilo característico del primer Robert Eggers en La bruja (The Witch, 2015), aunque aquí se despliega con una escala y magnitud mucho más imponentes. Si es necesario nombrar un punto débil en esta adaptación me inclinaría por la caracterización desalmada de Nicholas Hoult como Thomas Hutter, el agente inmobiliario que antes fuera inmortalizado por actores de la talla de Bruno Ganz y Keanu Reeves. No obstante, este detalle no deteriora la vitalidad de este filme, pues los actores no ocupan el centro absoluto de la trama, sino que se integran como un componente más en el diseño total del filme, al mismo nivel que la fotografía, la edición y los efectos sonoros.