Mamá, mamá, mamá (2020), ópera prima de la argentina Sol Berruezo Pichon-Rivière (también guionista), pudiera ser, entre muchas cosas, una película que explora quedamente cómo sobreviene en el silencio más íntimo la pérdida de la inocencia, el ocaso de la niñez y el principio del elongado final de vida que se da en llamar adultez, cuyos signos unívocos son la muerte y la ausencia.
La consciencia de la mortalidad cuando esta se hace palpable, cuando emerge hacia los planos conscientes de la psiquis, transforma irreversiblemente al ser humano en niño complacido en su autosuficiencia y en forzoso rumbo de colisión, proceso que quizás solo pueda ser revertido derivando hacia el estado de introspección definitiva que es la locura.
Berruezo Pichon-Rivière captura en apenas una hora y cinco minutos de película una etapa de vida tan decisiva como fugaz, pero cuya trascendencia acusa eternidad. Es un momento irrepetible del que quizás solo unos pocos puedan tener clara percepción, casi nunca durante, si acaso después, cuando se le observe en su nicho de pasado. La directora articuló el relato regulando su mirada en un punto peculiarmente justo entre el extrañamiento y la inmiscusión, entre la gelidez y el ardor, entre la dureza y la piedad.

La cámara operada por Rebeca Siqueira en esta cinta estrenada mundialmente en la Berlinale 70 —donde obtuvo mención especial del jurado internacional de la sección Generation Kplus— es como una intrusa de terciopelo que logra deslizarse sin violencias entre los secretos rituales de la cotidianidad de las cuatro niñas protagónicas, Cleo (Agustina Milstein), Leoncia (Matilde Creimer Chiabrando), Manuela (Camila Zolezzi) y Nerina (Chloé Cherchyk), a las que se unirá una quinta, Aylín (Siumara Castillo), completando un perfecto esquema de pentagrama de este aquelarre infantil, cuya comunión con el mundo sutil[1] es sencilla y maravillosamente indescifrable.
Contrariamente, el lente se posa casi a regañadientes en los pocos personajes adultos, hurtando el enfoque, evitando la concentración en sus rostros y sus procesos mentales. Las tres madres (Vera Fogwill, Jennifer Moule y Shirley Giménez) y la abuela (Ana María Monti) permanecen en renuentes e incómodos planos, como en lontananza, como entidades extrañas y extrañadas. Como seres o deidades de otra dimensión que supervisan sin mucho éxito los devenires de las niñas en su inevitable camino del crecimiento.

Los adultos no están invitados, sino solo como espectadores secundarios, a este ritual de transmutación por el que las cinco niñas deben atravesar solas, y para el que apenas las han preparado, aunque hayan puesto todos sus empeños en ello. Es un ritual de horror y pérdida que rasga el último y más protector velo que protege sus conciencias del mundo, que hasta ese momento ha resultado afortunadamente externo, ajeno, más allá del horizonte de sus infancias.
Ahora las distancias se acortan, el tiempo empieza a correr, se hacen conscientes del pasado y el futuro, abandonando para siempre el tiempo sin tiempo en que han existido hasta entonces, hasta la tragedia apenas insinuada que ha llevado a Cleo a vivir con sus primas Leoncia, Manuela y Nerina, a las que se une la nueva amiga Aylín, que viene de Paraguay y es depositaria de una prédica sobre otras formas terribles y demoledoras de la ausencia, de ser ausente, de morir disuelto en la nada.

La omnipresente piscina o pileta que ha devenido marca estilística y espacial del cine de Lucrecia Martel (La ciénaga, La niña santa, La mujer sin cabeza), y más que confesa influencia de Berruezo Pichon-Rivière —y de casi todas las cineastas latinoamericanas que la preceden—, reaparece en Mamá, mamá, mamá como una de las bocas del infierno, redimensionándose su convencional rol lúdico en uno perturbador, prohibido, más allá del cual aguarda la muerte. La pileta es debidamente clausurada, vetada, quizás en infructuoso intento de las adultas por proteger a las niñas de lo inevitable que ha sobrevenido ya de la manera más violenta.
Los cambios físicos se aceleran en Cleo a la par de su irrevocable conciencia de la muerte, que a partir de entonces la acompañará con más constancia que el ángel de la guardia. Quizás el ángel de la guardia sea una forma temprana y embozada de la propia muerte, o un estado larvario de esta, que alcanzará su madurez a la par de la niña a la que escolta. La menstruación —planteada con la provocadora y explícita naturalidad de la sangre que aún (¡y cuánto!) puede llegar a escandalizar— será interpretada como otra manifestación de la muerte, como una de sus visitas, que cada vez serán más frecuentes.

La reiteración apelativa del propio título de la película quizás hable también de la inutilidad del vocativo salvador, hasta entonces palabra mágica para solucionar cualquier entuerto. En pleno proceso de transición a la adultez, Cleo clama una última vez por la madre que se encuentra aturdida, avasallada por la tragedia, ensordecida e inutilizada, en pleno trance de negación. Acuden sus primas, sus cómplices, sus amigas, que sustituirán a partir de entonces a la progenitora en las lides de apoyo mutuo y hermandad (más específicamente: sororidad), fraguándose nuevas alianzas, sistemas de afinidades y jerarquías afectivas. Crecer es morir, pero también construir mientras se recorre el ineluctable camino. Quizás por eso la cinta con la que Sol Berruezo Pichon-Rivière presentó sus contundentes cartas credenciales al mundo del cine concluya con una alegoría de la vida, de su perpetuación tozuda frente al empecinamiento de la muerte, a través del eterno renacimiento y del eterno movimiento.
[1] Mundo sutil: término esotérico empleado para designar las supuestas esferas invisibles pobladas por seres imperceptibles para la visión física humana, como las hadas, los silfos, duendes, gnomos y demás entidades de las diversas mitologías de origen celta.