Ópera prima del realizador colombiano Camilo Restrepo (Cómo crece la sombra cuando el Sol declina, Cilaos, La Bouche) —también en las funciones de guionista y montador—, Los conductos (2020) transcurre en ese ambivalente pliegue de la realidad que solo puede divisarse borrosamente con el rabillo del ojo, y más que una imagen, nos lega un desasosiego, un quizás, una posibilidad borrosa de otros mundos.
Ganadora en la edición 70 de la Berlinale en la categoría de ópera prima, y galardonada como mejor película latinoamericana en el 35 Festival de Mar del Plata, Los conductos es un relato implosivo, endógeno, que explora, muerde y araña sus propias entrañas en busca de tierras prometidas que nunca han visto la luz del Sol. La historia de Pinky (Luis Felipe Pinky Lozano) es una de sumersión. Es una historia de éxodo a través de los páramos mentales, de los estratos de la consciencia, de las tuberías infinitas del arrepentimiento, la reivindicación y el autodescubrimiento.

Pinky parece experimentar un sosegado proceso de autoexorcismo, donde su yo logra liberarse de sí mismo, desgarrándose en el pasado y el futuro, rellenando el presente de puro vacío, de interrogantes, de indagaciones, de exploraciones, de desbroce de senderos empeñados en bifurcarse, a cada recodo, en mil conductos.
Pinky es un ser nocturnal, trashumante, que solo parece tener clara la pulsión de moverse que lo impele a reptar y deslizarse por los bordes de la realidad, donde nadie parece notarlo más que como una sombra, y él no parece notar a nadie más que como sombras. Es un no-héroe pues, ni héroe ni antihéroe, desafía las dualidades maniqueas que se empeñan en ubicarlo en esquemas preconcebidos, y se refugia en un tercer estado que existe en la negación de los estados predeterminados.

Como el confundido protagonista de la primera mitad de La montaña sagrada (Alejandro Jodorowsky, 1973), Pinky resulta un ser del casi, un sujeto de la posibilidad, un individuo de la duda. Sus certezas lo esperan bien profundas, en los conductos que serpean entre las dimensiones claustrofóbicas de la ciudad, a las que solo puede accederse a través de unos baches de profundidades y extensiones imposibles, donde se precipitan filas completas de autos que hallan nuevos niveles de circulación bajo la realidad que los expulsó violentamente por tales baches. Y siguen circulando en su tautológica rutinaria razón de (no) ser.
Olvidados ya sus orígenes y sus destinos potenciales, los autos fluyen por estas arterias y venas de la ciudad, como aturdidos glóbulos cargados del vivificante esmog que alimenta sus quebrados pulmones de hormigón y asfalto. La vida de la ciudad es una vida tóxica, de antimateria, cuyos nervios de cobre son saqueados por los mendigos y ladrones que la sobrevivirán, que verán en la oscuridad final cuando todos los demás estén ciegos, o más bien conscientes de la ceguera que los ha aquejado realmente durante todas sus existencias. La visión era solo un placebo ilusorio.

Pinky no está solo en este no-viaje del no-héroe. Se encuentra con el personaje de Desquite (Fernando Úsuga Higuíta, doblado por la voz del propio Camilo Restrepo), quien es una mixtura, con tintes dantescos, del «donante» y el «auxiliar» propuestos por Vladimir Propp en sus celebérrimas funciones del cuento de hadas, que recibe y ofrece objetos mágicos a Pinky, como la pistola tallada con el mínimo mandamiento que ha regido su devenir hasta ese momento —«esta es mi vida»—, y la esfera de alambres de cobre que se empeña en enrollar como un hilo de Ariadna, en pleno repliegue hacia las angosturas de los laberínticos conductos sin entrada ni salida divisables.
Mientras sobrevive en medio de la noche y respira los efluvios de talleres ilegales de impresión de ropas y telas, Pinky se confiesa —o lee guturalmente una confesión previamente escrita— sobre la vida de la que se fuga, regida por un credo férreo y sórdido, como lo son todas las certezas desinfectadas de cualquier duda, ergo, cualquier posibilidad de ser de otras maneras. Un credo que rebozaba todos sus vacíos, todos sus abismos y odios, ofreciéndole una ilusión de amor, valor y Dios, tan falsa como las propias camisetas impresas en serie en los talleres filmados —como todo en esta cinta— por las cámaras de 16 mm que operan Guillaume Mazloum y Cecile Plais.

A los sucesos concretos que relata coherentemente el personaje, Restrepo contrapone alegorías visuales que, con la siempre mayor y más precisa fidelidad de la poesía, ilustran los estados del ser por los que transita Pinky. La poesía como una noción más contundente de la realidad que el mimético realismo y su pretensiosa reproducción literal de acciones y circunstancias ajenas a las dialécticas mentales.
El cine como proyección del ser y no del mundo. El ser como único mundo posible de bocetar veinticuatro fotogramas por segundo. El cine como reflejo de un reflejo de un reflejo de un reflejo… ad infinitum. Como la laberíntica y eterna cámara de los espejos donde Orson Welles inserta a los protagonistas de La dama de Shanghái (1947). Jodorowsky y Wells, maestros y outsiders, maestros de la alteridad y la renuencia, no dejan de susurrar entre las sinuosidades y recodos de Los conductos.