La exhibición en el programa Historia del Cine, de la televisión cubana, como parte del ciclo en homenaje a la Cinemateca de Cuba, de Rocco y sus hermanos (Italia, 1960), de Luchino Visconti, dejó en mí una sensación extraña: pese a haberla visitado tanto en diferentes etapas de mi vida, la cinta actuó como descubrimiento. Recordaba pasajes enteros, escenas memorables —de las tantas que alberga—, y aun así era como asistir a su estreno. En ello no tuvo tanto que ver la copia remasterizada, técnicamente impecable, e incluso la adición de un par de secuencias que habían quedado fuera por obra y (des)gracia de la censura en la época, como el hecho de comprobar la frescura y modernidad de sus conflictos y la dimensión inmensa y cercana de sus caracteres, junto a la vigencia y brillo de su empaque morfológico, lección perenne de cine.
Aunque, bien pensado, ¿no es esta la impronta de todo clásico? Quizá, pero lo cierto es que no con todos ha ocurrido, de modo que hay clásicos que además tienen la virtud de la reinvención, como un ave fénix que en realidad no murió nunca, pero igual emerge del fuego que implican las confrontaciones, las nuevas estéticas, las resignificaciones de ese mundo cambiante pero fiel a sí mismo que es el llamado séptimo arte, o ampliando el marco, el audiovisual.

Si Visconti casi siempre es convincente y emotivo, en otros de sus tantos filmes magistrales (El gatopardo, Senso, Muerte en Venecia) uno siente a veces que sobró tal momento, que se redunda en otro, que el barroquismo operático del director italiano acentúa demasiado cierto pasaje, pero con Rocco… se llega a la convicción de que nada sobra ni falta (aun sin las escenas que faltaban, valga la redundancia).
El filme se enmarca en los frecuentes éxodos que numerosas familias realizaron del campo agreste y miserable a los centros urbanos que abrazaban acelerados procesos de industrialización durante los años cincuenta del siglo pasado —aquí, de Lucania a la ciudad natal del realizador, Milán—, fenómeno que tuvo alcance europeo y que, como sabemos, no ha cambiado mucho desde entonces.

Una familia sureña —una madre tan amorosa como sobreprotectora y controladora con sus cinco hijos varones— llega al prometedor mas siempre «revuelto y brutal» norte para abrirse camino. Cada uno con un carácter diferente, pero en el caso de la dupla protagónica, Simone y Rocco, irán cambiando para bien o mal, lo que propiciará confrontaciones que van actuando de puntero dramático en un relato que avanza hacia su clímax brutal, donde el sino trágico, sin deux ex machina, tiene más que ver con Dostoyevski[1] que con los griegos.
Los Parondi pudieran ser los Karamázov en la Italia de la época, pero a la vez de cualquier sitio e instante donde las reinserciones sociales extraigan lo mejor y lo peor de cada ser humano. Si bien esa pareja de hermanos lleva la ruta diegética, no por ello pierde importancia el resto del dramatis personae, dentro de una estructura capitular que también conecta el texto fílmico con la novela decimonónica, y sin embargo lo «leemos» tan plenamente cinematográfico, tan de ahora mismo desde su blanco y negro aportador de increíble densidad conceptual y semántica, algo que también apoya la inolvidable partitura de Nino Rota, con esos segmentos de cuerdas encrespadas, dulces y dolorosas a la vez, nostálgicas o ambiguas que van comentando de manera admirable la historia, cual coro griego que solo se expresara instrumentalmente.

El desarrollo y la evolución de los personajes va ofreciéndose también in crescendo, con admirables puntos de giro narrativos e inflexiones que además configuran un perenne cambio de roles. Digamos, el en un principio extrovertido, optimista y jacarandoso Simone, quien deviene monstruo deshumanizado, que arrastra al abismo a toda la familia, o el inicialmente inexpresivo y abúlico Rocco, quien va creciendo humanamente hasta llevar al extremo su condición de mesías (perdonador, sacrificado y santo), tienen un correlato en el resto de los actantes: la madre que sacrifica todo, hasta la justicia, por mantener la unidad y el control, en definitiva perdido; el hermano mayor, Vincenzo, ya instalado en la gran ciudad cuando los otros llegan, y que abriga un nuevo concepto de familia[2]; el no menos amoroso, pero racional y centrado Ciro, a quien toca hacer justicia por encima de sus vínculos de sangre, o el benjamín, Luca (no es fortuita la coincidencia lexical de su nombre con el de la tierra natal), quien observa, absorbe todo, y en quien se cifra la esperanza de un futuro mejor, incluso en aquel empobrecido lugar de origen.

Hablando de caracteres, hay uno, femenino, que fuera de la familia funge como detonante dramático en la diégesis, y es Nadia[3], esa prostituta herida, vulnerable, que transita de la «hembra dura e indiferente» a la mujer que encuentra su real condición y esencia, redimida y embellecida por el amor verdadero, al cual tiene que renunciar y debe sacrificar, por imposición del propio amante, quien lo hace en pos de recuperar un falso equilibrio familiar que solo enciende el volcán.
Otro elemento importante dentro del amplio capital simbólico que maneja el filme es el mundo del boxeo: en los enfrentamientos de ambos protagonistas, en la alternancia de roles dentro del relato, con respecto a los otros, en la economía personal y familiar, por la importancia dentro de la exposición-resolución de los conflictos…, como también lo constituyen las referencias bíblicas. Antes hablaba de la influencia del escritor ruso[4], pero no lo es menos de las sagradas escrituras cristianas, en cuanto a analogías: Abel y Caín, la «crucifixión» explícita de Nadia (quien también remite a María Magdalena) —en una de las escenas más desgarradoras del filme, dicho sea de paso—o el aludido mesianismo de Rocco, son algunas de estas.

Inagotable es esta catedral fílmica. Habría que emborronar varias cuartillas para referirse, por ejemplo, a su perfecto montaje, todo un mecanismo de relojería donde las correspondencias partes-todo son más que una sinécdoque para integrarse al tiempo, tanto narrativo, como al escénico, o al subjetivo, personal, desde la perspectiva de cada personaje, o de la perfecta imbricación de las microhistorias en la macrohistoria —que implican las condiciones socioeconómicas en tiempo y lugar; los aludidos contrastes norte-sur, civilización-barbarie (con todo lo relativo de ambos términos, como el propio relato demuestra); el desarrollo del ámbito obrero, pujante dentro de la cruzada industrializante de la sociedad milanesa y otros importantes centros urbanos de la Italia en ese instante, o las complejidades del profesionalismo en el deporte de los puños…, todo lo cual, aunque no en primer plano, se aprecia aun de modo paratextual desde la estética neorrealista, que también asoma parcialmente en ocasiones y que, como sabemos, aplicaba cierta impronta documental y sociológica a cualquier texto, por más fictivo que fuese.

O de la formidable dirección de arte, atenta a cada detalle en ambientes, escenarios, maquillaje o vestuario (no olvidar la significativa escena de la tienda de lavado donde se emplea Rocco[5]), pero sobre todo de las actuaciones, que merecerían capítulo aparte. Aunque todo el elenco merece aplauso (Katina Paxinou en esa grandilocuente y representativa mamma Parondi, la fugaz pero contundente mujer de Vincenzo en la piel de una muy joven Claudia Cardinale), los tres intérpretes que animan los personajes principales siguen estremeciendo con desempeños pletóricos de matices, de geniales transiciones, de ductilidad respecto a los vaivenes y enveses de sus complejas personalidades: Renato Salvatori (Simone), Alain Delon (Rocco) y Annie Girardot (Nadia). Amén de sus indudables virtudes histriónicas, la mano maestra de Visconti logró lo que siempre: extraer de cada actor sus máximas posibilidades.
Rocco y sus hermanos es, quien lo duda, uno de esos momentos sublimes, inmarcesibles del cine, que engalanan cualquier colección de cinemateca. Reprogramarlo, estudiarlo y disfrutarlo una y otra vez es un deber infaltable de cinéfilo.
[1] No es fortuito que Visconti haya realizado una versión de Noches blancas (1957), justamente de Dostoyevski, y que incluso Rocco… fuera el título que continuó su filmografía tres años después. Como sabemos, el novelista ruso en ese siglo XIX, hoy tan lejano, realizó profundos estudios psicosociales, con personajes y relatos que resultan increíblemente cercanos. Los ítems de la culpa, el pecado, la expiación y la redención, con un arraigado sentido bíblico, recorren su obra, como también la del cineasta italiano en varias de sus cintas, particularmente en la que aquí analizamos. Del autor de Los hermanos Karamázov puede afirmarse lo mismo que el teórico polaco Jan Kott afirmó de Shakespeare: es, sin hipérboles, «nuestro contemporáneo».
[2] La idea de la familia como célula, como entidad unida, indestructible, en la que el hermano mayor tiene ciertas responsabilidades si falta el padre, donde la madre asume también un rol paterno (aun cuando aquel exista) tan amoroso como rector, sin importar la edad de los hijos, es un concepto meridional que choca con las concepciones del norte de Italia en la época y desde mucho antes. Por ello la colisión entre ambas familias (los Parondi y la de la novia de Vincenzo) ante la irrupción abrupta de la primera en casa de la segunda durante la despedida de soltero del hijo mayor, y la exigencia de la mamma en cuanto a la responsabilidad que tiene este de atenderlos y hacerse cargo de ellos en el nuevo hábitat.
[3] Pese a la reciedumbre del subsistema de personajes masculinos, predominante en lo numérico y lo dramático, Nadia posee en sí misma una extraordinaria fuerza psicognoseológica. Además de su importancia diegética, ella metaforiza el ideologema viscontiano de la denuncia al machismo imperante, la triple explotación femenina (laboral, erótica, humana) en la época, algo en lo que también el director se nos antoja pionero dentro de las reivindicaciones feministas que ya tenían lugar por esos años.
[4] También se puede apuntar referencialidad en el caso del no menos grandioso Thomas Mann, o de los italianos Giovanni Testori y el omnipresente Moravia.
[5] El vestuario es un elemento esencial, definidor de uno de esos contrastes esenciales que laten en el filme: las colisiones campo-ciudad. En la escena de marras, Simone, aun no desvalorizado e inmoral como llega a ser, pero mostrando ciertos síntomas, hurta una camisa elegante (cierto que después la devuelve) con el objetivo de impresionar a Nadia. Es una prenda que no puede aparecer en su clóset de pobre y sureño. Otra escena significativa en tal aspecto, que los guionistas y el director resuelven desde los chispazos humorísticos que aparecen en la primera parte —después no hay lugar para risa alguna—, es la ropa interior que los hermanos muestran al ingresar en el gimnasio, con unos viejos y largos calzoncillos que provocan la hilaridad de los deportistas.