Amante de todas las artes, Pier Paolo Pasolini fue un conocedor ferviente de las imágenes pictóricas. En su obra cinematográfica se advierten referencias directas e indirectas, citas y hasta tableaux vivants que estimulan otros análisis en virtud de continuas exigencias de representación.
Además de los especialistas y biógrafos críticos que han atendido la poética cinematográfica de Pier Paolo Pasolini hasta la fecha, uno de sus primeros colaboradores, amigos y expertos de su obra sería el cineasta Bernardo Bertolucci. El futuro autor de El último tango en París (1972), Novecento (1976)… le asistiría en la dirección de Accattone (1961).

Es también Bertolucci quien se refirió a una suerte de vínculo inicial naif de Pasolini con el cine, denominación que en el neófito director supuso no una ingenuidad, sino una curiosidad intuitiva dada por lo que había visto ya de cine, su concepción del mismo y su contrariedad de cineasta en ciernes ante la pesadumbre de Fellini, a quien no le gustaron las filmaciones de determinadas escenas hechas por él para una película.
En relación con lo naif y Pasolini, es un desacierto imputarle un desconocimiento de la técnica y los códigos cinematográficos. De ahí que Bertolucci se atreva a afirmar en el documental de Philo Bregstein, Whoever Says The Truth Shall Die (1981), que Pasolini, sin pretender ser un innovador técnico-formal, se vinculó no obstante al cine en Accattone como en verdad fue: por primera vez, con todo lo que ello supuso. «Es un naif falso, naturalmente», asegura Bertolucci y el espectador comprobará que tiene razón. Expresa:

«Aunque rechaza ser considerado nunca bestia da stile, Pasolini grita también a los críticos que, a pesar de todo, es necesario encontrar en su obra una unidad. Es una constante desde Accattone que la realidad de los cuerpos, y de los lugares, entre en contradicción con el punto de vista, que además se desdobla. Apoyándose en el uso sistémico del contracampo, la subjetiva de un personaje se transforma, con ayuda del efecto cuadro o por la innaturalidad del raccord, también en ambigua subjetiva del narrador, al que así retrata»[1].
Si Accattone es frontal, rodada en principio de cara a los personajes, es por la asimilación que posee el cineasta de la pintura italiana, en especial de la escuela toscana, que tiene a Florencia como centro irradiante, donde en los inicios estuvo la decisiva influencia de los acentos bizantinos con sus composiciones planas y esos colores muy cálidos y radiantes. Con posterioridad es que Giotto, más allá de la maniera greca, comienza a intentar y logra un cambio de lenguaje. En mi texto «En deleitosa compañía. La mirada martiana al desnudo pictórico» sintetizo la importancia del florentino para la posterior pintura del renacimiento y el arte mundial[2]. Es por ello que Bertolucci resalta la referencia figurativa que repercute en casi todas las películas de Pasolini. Desde pintores primitivos como Masaccio y Giotto hasta las estilizaciones de las puestas en escena de maestros tan distintos pero influyentes como Carl Theodor Dreyer y Kenji Mizoguchi.

Sobrepasando la imagen de un fresco, los personajes de Accattone son como bajorrelieves fugaces que, si bien son destacados en medios y primeros planos, terminan separándose de las superficies (muros derruidos, sillas de cafés…) para integrarse, sin que los perdamos, al paisaje particular de la ciudad. En efecto, casi toda la película es una caminata con variaciones por los exteriores de la Roma marginal y laberíntica. Retrato insistente de un enorme paisaje urbano, a veces pobrísimo; en otras, como si se estuviera reconfigurándose. Solo que la esperanza de edificación se pierde con los procederes miserables de sus personajes. Son las andanzas las que tratan de romper el hieratismo en el acomodo del efecto cuadro en cuanto a composición. El hieratismo y la distancia o desapego a veces se advierte entre sujetos y paisaje citadino. Cuando Accattone dice: «O me mata el mundo, o lo mato yo a él», suponen sus palabras una exigencia de acercamiento-enfrentamiento a ese contexto que pareciera asentar una distancia con el protagonista. Renunciar a lo anterior presume un trágico destino, caso de los conocidos del barrio que el protagonista, en sueños, ve en cadáveres cubiertos por restos del murallón que funciona como fondo. Muerte grupal que presagia la propia.
Son andanzas que estarán también en Mamma Roma (1962)[3], pero con mayor mesura. Pues existe un interés de explotar más el campo-contracampo a fin de que prevalezcan las figuras implicadas en conversaciones cercanas entre Anna Magnani y Ettore Garofolo[4]. En otras circunstancias, un personaje muy cerca de otro y hasta solo, son resueltas mediante iconografías más independientes del paisaje que en Accattone, en esta ocasión un paisaje que fluctúa entre lo rural, céntrico y suburbano. Manifestó Pasolini:
«Lo que distingue Mamma Roma de Accattone es una problemática moral que en Accattone no existe, porque Accattone está absolutamente solo en un mundo absolutamente solo. Esta temática de la responsabilidad se articula a tres niveles: la responsabilidad individual, la responsabilidad ambiental, la responsabilidad de la sociedad…»[5].

Y, en circunstancias que acaso no se esperan, sucumbe una tragedia que el director, llegada la ocasión, soluciona visualmente con la Lamentación sobre Cristo muerto, de Andrea Mantegna. A propósito de esta asociación generalizada, sintió Pasolini que debía precisar:
«¿Pero es que no tienen ojos estos críticos? ¿No ven que el blanco y negro, tan esenciales y enormemente contrastados de la celda gris donde Ettore (camiseta blanca y cara oscura) está tumbado en la cama de contención, recuerdan a pintores que vivieron y trabajaron antes que Mantegna? ¿O que en todo caso se podría hablar de una absurda y exquisita mezcla entre Masaccio y Caravaggio?»[6].
En Rogopag (fragmento «La ricotta», 1963), Pasolini alterna entre los preparativos para las escenas de una crucifixión de Cristo (en principio, su pasión y calvario) en blanco y negro, y la representación en color, a manera de tableauxs vivants de obras como Descendimiento de la cruz (Rosso Fiorentino, 1521) y El descendimiento de la cruz (Pontormo[7], 1926). El director-personaje (Orson Welles), que se dice marxista y católico, reniega de la cultura italiana contemporánea, máxime de esa cultura representada por el pueblo. Le importan las primeras figuras que trabajan en su película. Sentado y alejado de los extras, algunos de los cuales miran bailar a otros al ritmo de un pegajoso ritmo musical de la contemporaneidad, muestra una apatía y autosuficiencia burlona y contradictoria con lo que revelan sus ideologías encontradas. Lee el diario de producción de Mamma Roma citando el fragmento «Soy una fuerza del pasado», perteneciente a un poema que completa frente a ese entrevistador imprevisto que le pregunta incluso su parecer sobre Federico Fellini.

El cineasta de marras y las estilizaciones de la puesta en escena, la mesa de comida bien servida que recuerda los bodegones de Caravaggio[8], los colores cálidos de los experimentados y experimentadores Pontormo y Fiorentino, artistas que aprendieron rápido de la escuela florentina, del monstruo ecléctico que fue Miguel Ángel, alumnos de Andrea del Sarto (ambos se destacaron además por rebeldes, excesivos y chocantes), manieristas ante todo y representantes de una época que tuvo más que un solo legado, espíritu y estilo, ellos tan díscolos como Welles-Pasolini, no son centros de la historia de «La ricotta» o «El requesón», sino que favorecen la construcción de una alegoría paralela a través del personaje de Stracci, quien encarna en una película dentro de otra al «buen ladrón». Áurea Ortiz y María Jesús Piqueras comparten un excelente estudio sobre lo que implica para Pasolini abordar religión, política, iconografía-iconología pictórica y reacomodo cinematográfico. Al analizar «La ricotta», sobre todo el segundo tableau vivant (El descendimiento de la cruz), señalan una especificidad para llegar a una generalidad. Aquí escriben:
«Las posturas imposibles, la composición forzada, despojan de toda credibilidad a la representación pictórica, descubriendo el artificio del arte, una cierta dimensión no humana, el hecho de que la realidad no tiene nada que ver con ella. Paradójicamente, al hacerlo “viviente”, el cuadro se revela más que nunca como pintura, imposibilitando cualquier emoción que no sea estética: el tema del cuadro ha dejado de ser dramático, trascendente, e incluso relevante»[9].
De los más de treinta procesos judiciales que afrontó Pasolini, uno de ellos fue por «La ricotta». Fue acusado por el tribunal de Roma, que alegó insultos a la religión y a muchos italianos. Resulta llamativo que los católicos no condenaron el episodio filmado de Pasolini. Lo condenaron a cuatro meses de reclusión con libertad condicional. «El dolor del proceso de “La ricotta”, me quema todavía dolorosamente»[10], escribió el mismo año de su muerte, justamente en un relato donde vuelve sobre la muerte y los elementos épico-religiosos de sus protagonistas pobres y maltratados o malogrados en plena y hermosa juventud. Eso sí, entiéndanse sus palabras con arreglo a cuanto le supuso realizar su segmento en este filme colectivo en términos técnicos y estéticos. No estaba arrepentido de hacerla. Era cristiano y no anticlerical. «Estoy dolorido y cansado —declaró Pasolini a un periódico—, pero no sorprendido. ¡Después de tantos años de incomprensiones y de luchas, no puede sorprenderme el encontrarme metido en problemas por cada una de mis obras!»[11]. También aclara:
«Stracci es el santo, la antigua cara chata que vio Giotto contra las rocas y ruinas castrenses, las caderas redondas que Masaccio modeló en claroscuro como un panadero que amasara una hogaza sagrada… Si os parece ambigua la bondad con que se quita de la boca el cestillo para que se lo coma su familia al son de “Dies irae”; si os parece obscura la ingenuidad con que llora por la pobre comida que se ha llevado el perro…». (Pietro II, en Poesía in forma di rosa)[12].

La cristofilia de Pasolini —que no por la condición divina de la figura de Cristo— llegó a su grado máximo con El evangelio según san Mateo (1964). Para esta película, la atadura pictórica en alusión a temas bíblicos pareciera privilegiar solo la figura del Greco. Había visitado España y allí trabó amistad con traductores españoles e hispanistas italianos. Acaso uno de sus mayores vínculos haya sido con José Agustín Goytisolo, quien le tradujo Mamma Roma para Seix Barral. Le comentó que quería a su hermano Luis para el papel de Cristo. El menor de los Goytisolo declinó la oferta en una carta, si bien le planteó que de haber aceptado colaborar escogería encarnar al personaje de Mateo, con quien sentía plena identificación. Pasolini tenía de candidatos para Cristo a Allen Ginsberg, Jack Kerouac y Evgeni Evtushenko hasta que se decidió por el joven estudiante catalán, de madre italiana, Enrique Irazoqui Levi, a quien conoció en Roma[13]. El chico se asemejaba sin discusión a un personaje del Greco.
En efecto, se parece a algunos de los que figuran en el retrato grupal de El martirio de san Mauricio (1580-1582), a muchos de los de El entierro del conde de Orgaz (1586-1588) y sobre todo al Cristo abrazado a la cruz (1580-1585). Mas, ¿conviene atreverse a tomar como referencia al Greco cuando una película con citas a su obra está rodada completamente en blanco y negro? Y es que, conviene recordarlo, muchos de los estudios sobre el pintor se hacen acompañar de ilustraciones en blanco y negro. Además, los encuadres luminosos de paisajes en El evangelio… rememoran esos cielos toledanos —a veces nublados o plomizos y, en otras ocasiones, llenos de clarísimas nubes— que invaden más que asisten, así sean imágenes en blanco y negro, la refulgencia de la arquitectura comprimida de «la ciudad imperial» según las manos y la mirada del pintor cretense. En El evangelio… —sostiene Pasolini— son variadas las fuentes pictóricas: «Piero della Francesca, en los hábitos de los fariseos, la pintura bizantina, la cara de Cristo como un Rouault, etcétera»[14]. ¿Rouault? ¿No estaba buscando una de esas caras que le recordara a algún personaje del Greco?

A Pasolini no le interesan ahora los tableauxs vivants. Los efectos lumínicos le importan más entre la luz natural y la acoplada en un estudio, los contrastes de claridad y penumbra por el señorío del Sol y la iluminación artificial. Hay una serie retratística que, por enlace sucesivo o diacrónico, muestra a Jesús en distintos primeros planos predicando o exponiendo de manera frontal las bienaventuranzas. Pudo resultar una decisión estética monótona la multiplicidad de primeros planos y cuanto Cristo dice, como si lo expresa frente a frente para la actualidad[15]. Decidido y carismático, animoso y bello su Jesús, Pasolini prefiere reconfigurar a evocar una figura cultural como política, y en formación por fragmentaria, que luego ejercerá su influjo ecuménico. No en balde manifestó: «Me interesa el extremismo de Cristo, su modo tajante de cerrarse en banda, su radicalismo total y absoluto… Cristo perdona fácilmente los pecados individuales, pero es intransigente con los pecados sociales…»[16]. No obstante, el discurso de Cristo en la puesta en pantalla sobrepasa con toda intención su figura religiosa. Pues la palabra prospera en (y con) sinceridad cuando los hechos la refuerzan.
Los paisajes pintados, en que el ser humano se ve en lontananza y se familiariza de pronto con el espectador mediante la proximidad de la cámara a su rostro, alternan en los encuadres de quien desea ante todo sacralizar lo que se pretendía merecer solo por algunos entendidos. Por ello, lo sacro para Pasolini deviene laico y pagano. En su conformación y confirmación de Cristo, el director necesitó hacerlo también inconforme y dialéctico de continuo con la historia pasada y la presente. ¿Es su alter ego? Para nada, ya que es un Cristo que no referencia en cuestiones autobiográficas al cineasta. Desde el punto de vista iconográfico, no
«es casual que, al tratar de romper con el neorrealismo anecdótico en el plano figurativo, mediante la recuperación de un estilo arcaico, las imágenes que surgen en su memoria sean las esculturas románicas de los pórticos de las iglesias; ni tampoco que la música ideal con la que siempre soñó como posible comentario a las crudas historias subproletarias de amor y muerte, fuese la música religiosa de Bach»[17].

Mas, ¿es este filme una respuesta a la dura recepción que tuvo «La ricotta»? Más allá de la deferencia hacia el evangelio, ¿qué le motivó a hacer una película como esta? Una respuesta en forma de interpelación se hacen otros: ¿Qué hacer, en este presente histórico, los años sesenta, con la tradición cristiana en toda su complejidad —tradición escrita y oral, pictórica y musical, popular y culta, religiosa y laica, etcétera?[18].
Película de representaciones plurales e iconografías particularizadas, historia-pastiche, de alternancias entre planos generales y primeros o primerísimos planos, logrados estos últimos a ratos por insistentes zooms. Y ahí está la palabra, independizándose casi del todo de la narración y lo contextual hasta independizarse de un espacio temporal rígido y de la opresión de las imágenes. Cuando el silencio —pacto momentáneo de lo expresivo, porque a él pertenece— se aplica sobre lo que vemos en El evangelio…, «produce una temporalidad cuya duración no se deja medir ni contar»[19].
Desplazamientos que son búsquedas y encuentros se aprecian en Pajarracos y pajaritos (1965)[20] y el episodio «La Tierra vista desde la Luna», de Las brujas (1967), con padre e hijo representados por Totó y Ninetto Davoli, respectivamente. Como en Accattone y Mamma Roma, se evidencia un estatismo de las imágenes, porque a Pasolini le interesa sobre todo desarrollar ideas. Ambos actores vuelven a trabajar juntos en «Qué cosa son las nubes», de Capricho a la italiana (1967), donde varios retratos de Velázquez aparecen como apoyos de carteles con textos didascálicos.

Aunque se aborda de nuevo la muerte, son filmes donde impera la comedia. Las marionetas Otelo (Ninetto) y Yago (Totó) terminan arrojadas en un basurero de cara al cielo. Sin embargo, reconocen los dos la belleza de la creación al mirar las nubes. La obra del pintor español, presentada en los inicios de la fábula, ha perdido su aura afuera del teatro de títeres y se pudiera equiparar con su masificación y la manipulación aquí al destino de Otelo y Yago. Se alude entonces a los estratos de lo que es, en rigor, verídico o ilusorio, al control o no de cuanto hace un autor, incluso a las variables relaciones de poder. Solo que el cielo y las nubes han estado desde antes y comprenden hasta sobrepasar cualquier creación humana. Destino y durabilidad, «Qué cosa son las nubes» es también una fábula en forma de pastiche (Shakespeare, Calderón, Velázquez…) sobre el tiempo y la utilidad en entredicho de la obra de arte[21].
Pocilga (1969) incorpora un discurso poético («texto de una tragedia en verso»), donde la palabra es privilegiada, criterios acerca de las figuraciones pictóricas, caso de cuando Ida, la chica burguesa en un inicio le dice al joven Julián: «En este templo de un abuelo italianizante, grande como un reino de mil almas, se hospedaba un emperador solitario entre frescos monocromos, color nieve y pasta amarilla». Luego, en un enfrentamiento discursivo, ella es mostrada frontal y literalmente sentada, mientras él es filmado desde una especie de confesionario en que se remarca en primeros planos la estructura del retrato reforzado, además de los bordes dorados de la madera.
Con posterioridad, como en una escena extendida con claroscuro de una intimidad más allá —por tomar una obra al azar— del Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa (Jan van Eyck, 1434)[22], el padre del chico (Klotz) dice: «Los tiempos de Grosz y Brecht aún no han pasado. Y yo habría podido perfectamente ser retratado por Grosz en forma de un triste cerdo y tú, de una triste cerda, en la mesa, naturalmente. Yo con el trasero de una secretaria en las rodillas, y tú con las manos entre las piernas del chofer». La descripción es muy plástica. También se dice por la madre de Julián: «¿Pero es que no lo ves? Si es un san Sebastián manierista». Antes ha asegurado: «¡Aquí está! ¡Cómo Cristo en la cruz!». La escena recuerda una del capítulo XVII de El último puritano, de George Santayana, en que la institutriz alemana Irma contempla el cuerpo tendido de Oliver, el cual se confronta con un Cristo crucificado sin cruz. Ambas imágenes pudieran representar una tensa mixtura iconográfica, a medio camino entre lo religioso católico y lo mundano lascivo y, del mismo modo, una confrontación de lo estético con lo moralista, lo sugerente con lo descubierto, el arte con la vida y esta con la muerte[23].

En el relato de la Alemania de Bonn, Pocilga es del mismo modo una película con cuadros. Pero a diferencia de «¿Qué cosa son las nubes?», están dispuestos más bien cual tríptico sin bisagras. La dirección de arte ubicó de fondo, para una conversación del señor Klotz con Herdhitze, tres pinturas de enormes dimensiones con escenas mitológicas y presencia animalística. ¿Pertenecen a Pedro Pablo Rubens? Aprecio las figuras un tanto toscas, con poca sensualidad y escaso colorido. Eso sí, las composiciones son muy barrocas. Mas no logro identificar con exactitud quién es el autor. Al representar escenas de un pasado innombrado como la otra historia alternada del filme, los cuadros sobrepasan la función decorativa, ya que despabilan las diferencias no obstante una continuidad evolutiva o civilizatoria puesta en duda. No en balde, resulta bien lograda la relación entre dos tiempos en que unos caníbales cazan y la descripción detallada de cómo se aniquila a los judíos.
Pintando los frescos de la capilla de los Scrovegni en Padua, advertimos la figura de un discípulo de Giotto (Pasolini) en El decamerón (1971), donde el director retoma los llamados cuadros vivientes. Mas, en los primeros relatos, entre frescos corroídos de interiores conventuales, criptas y exteriores de edificaciones en que sobresale la madera, se contraponen nociones —acaso como nunca antes— de lo exótico y lo local, lo viejo y lo nuevo, lo feo y lo bello, lo seductor y lo repulsivo, lo sexual y lo erótico, la soledad en la fugaz compañía de la carnalidad y el amor, la vida y la muerte. Y, no obstante, qué fuerza en la risa y juego de estos personajes que fluctúan entre la rudeza, la ingenuidad y la picardía.
Con toda la alusión cultural a la edad media, el diálogo de Pasolini con la obra de Boccaccio resulta expresamente cismático y crítico, no por negación del referente literario. Todo lo contrario. Mas la película retrata con deliberación la época en que fue realizada. Aquí Nápoles y sus habitantes son los protagonistas. En este arranque de la «Trilogía de la vida», a la que se sumarán Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974), el cineasta no habla de adaptación, sino de «apropiación ilícita». Junto a citas pictóricas (Giotto, Bruegel, el Bosco…) reconfigura un sistema de representación que es prescindible quizá para algunos espectadores. Pero al estar presente, pide cierta presteza o madurez en la mirada, pues la historia suele llegar escasa en algunas particularidades: no puede ni quiere renunciar a su posibilidad alegórica. A este respecto, Pasolini es tan cauteloso en su ristra de clásicos revisitados que erige, cuando no suma a nuevos espectadores: «El presente va tomando forma por analogía a los distintos pasados, y el pasado se convierte en alegoría del presente, remitiendo a una realidad inexistente fuera del pastiche en que se va transformando nuestra vida»[24]. Pasolini está lejos de pedanterías de enunciación o de disponer enredos simbólicos contra la realidad.
Ahora bien, sin temor a la cita, a los juegos de representación y considerando la narración, sacrifica más por las imágenes armonizadas desde sus propias diferencias estéticas y sus ajustes por la realidad y el sueño, lo fijo y lo variable. En su texto «Pintando el cine: Il Decamerón de Pier Paolo Pasolini», acaso el estudio más minucioso que se haya escrito sobre las relaciones del cine y la pintura a partir de una sola película del director italiano, Alberto Marchesini analiza cómo se compenetran en la puesta en escena las poéticas de Giotto, Masaccio, Bruegel, el Bosco y Caravaggio. En rigor, las superposiciones son ambiguas. Mas, lo que esclarece la supuesta confusión de referentes y el carácter fragmentario de Il Decamerón, cuestionando incluso la superioridad de una manifestación artística sobre otra, es la substancia onírica:
«Solo la realidad ontológica del sueño, en su ejercicio puro ajeno a toda trascripción, representa, junto con la realidad ontológica napolitana y popular, un oasis utópico e inalcanzable de autenticidad. El torpe intento por parte del artista de reproducir lo verdadero concluye al ser, este consciente de que solo aquello que no se expresa conserva intacto el misterio de las cosas. La percepción de los límites en los que se debaten los media artísticos señala a la afasia como posible solución, si bien difiere de la ostentación figurativa que caracteriza la trilogía»[25].

Capaz de escribir con facilidad en todos los géneros, figura pública muy polémica por su audaz desempeño en la sociedad, política y cultural en general, Pier Paolo Pasolini tuvo una formación favorecida no por clase social, sino por una curiosidad insaciable en consonancia con su amor y desapego al mismo tiempo por el mundo que le tocó vivir. Su existencia peculiar determinó en su obra y viceversa. Fue de una coherencia extraordinaria. No podía ser de otra manera. Desde temprano supo que podía ser un creador de múltiples y complementarias ocupaciones e intereses ideoestéticos. El cine no podía serle ajeno. Su palabra, perseverante, creadora y crítica, se vincularía a aquel con pasión y tensión. Empezó como guionista y continuó siéndolo hasta el final de su vida. De hecho, es llamativo cómo, abordando directa e indirectamente la muerte en la ficción, anticipó la suya, que luego fue mostrada en documentales y películas sobre su vida como si de un Cristo pintado se tratara.
Al convertirse en director, manifestó una de sus más caras obsesiones a través de las artes plásticas. Respetó tanto a los maestros precedentes que intentó y llegó a ser pintor de supuesto perfil bajo. El cine, su cine, revelaría simpatía por un lenguaje que podía y pudo reajustarse a una manifestación acaso más fragmentaria, pero con mayores ambiciones de hablar de sí mismo y los demás. La palabra siguió importándole mucho más que esos códigos que devinieron tradicionales e inquebrantables. De ahí una pronta inconformidad y rebeldía traducidas en imágenes apropiadoras de lo mítico y lo poético, la tragedia griega y la historia, el cuerpo y la sexualidad, el lenguaje popular de aquellos suburbios especialmente romanos, tenidos a menos por la burguesía reprimida e hipócrita. Lo anterior fue reorganizado en favor de estéticas alegóricas de la persona de todas las épocas.
¿Pudiera considerarse el estilo pasoliniano de una estilización imperfecta? No se dude. Dicha estilización fue buscada y encontrada. Una premeditación intelectual. Para ello se valió de las asistencias de la pintura al séptimo arte. Es significativo que lo dejara escrito, consciente de que la palabra pudiera acaso anhelar quedarse cual memoria crecidamente generosa, incluso sobrepasando al cine y antes al testimonio antiquísimo de cómo el ser humano viene representándose no siempre tal cual ha sido, sino también en sus anhelos de vivir y ser mejor. «Mi gusto cinematográfico no es de origen cinematográfico, sino de origen figurativo. Y no logro concebir imágenes, paisajes, composiciones de figuras fuera de esta inicial pasión pictórica». Se refirió —se refiere aún— a una satisfacción primero ontológica y después estética.
[1] Fernando González, «El cine como artefacto poético», en Caimán. Cuadernos de Cine, octubre 2015, núm. 42 [93], p. 26.
[2] Con anterioridad he escrito: «Las conquistas formales de Giotto —el hecho en cierne de conferir corporeidad a sus figuras, así como el ánimo de representar formas espaciales de tres dimensiones—, lo enaltecen como el precursor de los formalistas florentinos. Pero aún su obra acentúa lo cúltico-religioso, lo simbólico-epistémico e incluso la intención pedagógica; funciones que, si bien no son del todo suprimidas en los siglos XV y XVI, están ceñidas al horizonte medieval. (Daniel Céspedes Góngora, Pilares extendidos, Ediciones Matanzas, 2020, pp. 60-61).
[3] Entre los estudiosos del siglo XVI (cinquecento) se encuentra el gran historiador del arte Roberto Longhi, catedrático en la Universidad de Bolonia desde 1934. A sus lecciones se presenta, en 1939, Pier Paolo Pasolini, matriculado en Filosofía y Letras. «Para un muchacho oprimido [escribirá Pier Paolo] por la cultura escolar, por el conformismo de la sociedad fascista, esta fue la revolución». El encuentro con Longhi fue una «fulguración figurativa», como él la llama. Al maestro y luego amigo quedará ligado por una auténtica veneración que manifiesta en 1962, dedicándole su película Mamma Roma. Annunziata Rossi, «El primer manierismo toscano y P. P. Pasolini», en Acta Poética, vol. 36, núm. 1., pp. 119-132 (enero-junio, 2015), en https://www.elsevier.es/es-revista-acta-poetica-112-articulo-el-primer-manierismo-toscano-p–S0185308215000085. Y es precisamente, durante los rodajes de Mamma Roma cuando hace estas declaraciones: «Lo que tengo en la cabeza como visión, como campo visual, son los frescos de Masaccio, de Giotto —que son los pintores que me gustan más, junto con algunos manieristas—. Y no consigo concebir imágenes, paisajes, composiciones de figuras al margen de esta inicial pasión pictórica, trecentista, que tiene al hombre como centro de toda perspectiva. Por eso cuando mis imágenes están en movimiento, están en movimiento como si el objetivo se moviese sobre un cuadro. (Carlos Tarsitano, «Apuntes a contraluz», en http://carlostarsitano.blogspot.com/2015/11/ppp-la-influencia-de-la-pintura-de.htm).
[4] Revela Pasolini: «Vi a Ettore Garofolo mientras estaba trabajando de camarero en un restaurante donde fui a cenar una noche, en Meo Patacca. Lo vi exactamente como lo he representado en la película, con una bandeja de fruta en las manos, como la figura de un cuadro de Caravaggio». (N. Naldini, Pasolini, una vida, Circe, Barcelona, 1992, p. 230).
[5] Virgilio Fantuzzi, Pier Paolo Pasolini, Ediciones Mensajero, España, 1978, p. 179.
[6] N. Naldini, op. cit., p. 231.
[7] A propósito de Pontormo, existe un cuadro que se llama Ecce Homo, el cual pertenece a uno de Los cinco episodios de la Pasión (1522-1525), donde se advierte a un joven de fondo, un joven con una bandeja vacía, que recuerda la habilidad del oficio y hasta el caminar del Ettore de Mamma Roma. Pero Pasolini asoció más al personaje con una figura de Caravaggio, de quien por cierto escribió en un ensayo de 1974: «todos los personajes de Caravaggio están enfermos, ellos, que deberían ser por definición vitales y sanos, tienen, en cambio, la piel deslucida por una cenicienta palidez de muerte» (Pier Paolo Pasolini, «La luce di Caravaggio», en Saggi sulla letteratura e sull’arte, tomo II. (http://www.pasolini.net/madridsaggi01.htm).
[8] Federico Zeri, otro de los grandes historiadores del arte del siglo XX al lado de Roberto Longhi, subraya la fuerte afinidad entre Pasolini y el pintor Caravaggio (Michelangelo Merisi), supuestamente homosexual. El pintor milanés introdujo en su pintura un mundo humano fuera de los cánones del clasicismo, el mundo plebeyo de los bajos fondos urbanos: prostitutas, marginados, rufianes, pobres, sucios y andrajosos, a los que tomó de modelos para sus santos y madonas. Su compasión por los desheredados que viven en la miseria y al margen de la sociedad, es la misma que Pasolini siente por el subproletariado de las barriadas de la periferia romana (ya presente en su narrativa). Annunziata Rossi, op. cit, en https://www.elsevier.es/es-revista-acta-poetica-112-articulo-el-primer-manierismo-toscano-p–S0185308215000085.
[9] Áurea Ortiz y María Jesús Piqueras, La pintura en el cine. Cuestiones de representación visual, Ediciones Paidós, España, 1995, p. 196.
[10] Virgilio Fantuzzi, op. cit., p. 77.
[11] N. Naldini, op. cit., p. 241.
[12] Virgilio Fantuzzi, op. cit., p. 77.
[13] Francesco Luti, «Pier Paolo Pasolini y José Agustín Goytisolo (Pasolini en Barcelona)», en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 778, abril, 2015, Madrid, pp. 69-78.
[14] N. Naldini, op. cit., p. 258.
[15] Es por ello que Silvestra Mariniello considera oportuno reconocer que, en un momento central de la película, «se juega constantemente con unos primeros planos no diegéticos, desconcertantes, donde el rostro se convierte en teatro de la palabra; se hace espacio, escenario, y no psicología.» (Pier Paolo Pasolini, traducción de José Luis Aja, Ediciones Cátedra, S. A., Madrid, 1999, p. 227).
[16] Virgilio Fantuzzi, op. cit., p. 74.
[17] Ibidem, p. 73.
[18] Silvestra Mariniello, op. cit., p. 225.
[19] Ibidem, p. 226.
[20] «En este filme —ha dicho Pasolini—, la novedad consiste en que he intentado hacer cine-cine; casi no existen referencias a las artes figurativas y, en cambio, hay numerosas referencias explícitas a otros filmes…». (Virgilio Fantuzzi, op. cit., p. 192).
[21] Al respecto, Silvestra Mariniello escribe este acierto tan hermoso: «En estos personajes la vida y la muerte están “unidas” en una experiencia que se burla de las barreras y de las distinciones. ¿Esta muerte-vida no es quizá una alegoría del cine, que conoce la vida (“el cine expresa la realidad por medio de la realidad”; no copia, no imita, no evoca la realidad), pero al mismo tiempo gracias a su diferencia y a su separación con respecto a ella?». Op. cit., p. 249.
[22] Otros críticos apuntan la influencia de Francis Bacon en Teorema y Saló o los 120 días de Sodoma.
[23] «El último puritano: catedral del pensamiento», ensayo inédito sobre la novela de George Santayana.
[24] Silvestra Mariniello, op. cit., p. 380.
[25] Alberto Marchesini, «Pintando el cine: Il Decamerón de Pier Paolo Pasolini», en Archivos de la Filmoteca, núm. 37, febrero, Valencia, 2001, pp. 100-101.