El cine guatemalteco, aun cuando no es muy conocido fuera de su país, excepto por algunos títulos excepcionales, tiene una larga historia, y ha mantenido una narrativa bastante sistemática, aunque desigual y zigzagueante desde el punto de vista estético.
La producción cinematográfica se hizo notar en Guatemala desde inicios del siglo pasado, con el cine mudo, y luego con la irrupción del sonoro en los años cincuenta autores como Marcel Reichenbach —con un documental y una ficción[1] premiados en Cannes, incluso—, Salvador Abularach, Eduardo Fleischmann y Rafael Lanuza dieron un empujón al cine nacional. Algunos como este último continuaron su labor en las décadas siguientes, junto con nuevos colegas como Luis Argueta, Alfredo MacKenney, José Campang, Rafael Vacaro, Justo Chang y Amílcar Ordóñez, además de los hermanos Muñoz Robledo y Carlos del Llano, entre otros, quienes hicieron notables esfuerzos por facturar un cine auténtico y de raíz identitaria.
Rompiendo el silencio
Si bien los ochenta fueron años de aridez, exceptuando tres o cuatro títulos, en 1994 un filme se impone en festivales: El silencio de Neto, ópera prima de Luis Argueta, cuyo título se antoja simbólico en su intento de dar continuidad a la esforzada historia del cine guatemalteco, a la vez que patentizar su arraigada vocación social mediante la revisión histórica y la denuncia de las diferencias de clase y la represión imperante.
De vital importancia fue la creación del festival cinematográfico Ícaro en 1998, un valioso canal de difusión e intercambio de la producción nacional[2], así como los documentales hechos por la productora audiovisual Comunicarte, especializada en una de las grandes tragedias nacionales, las masacres indígenas; o los del grupo Luciérnaga (entre ellos el muy audaz Alcemos la voz, de Beate Niehaus e Isabel Porras, de 1997), también de arraigada proyección sociopolítica convertida en vehemente denuncia de males sociales, muchos de ellos generados a partir del golpe de estado de 1960, que trajo un estado de sufrimiento y falta de libertades al país.
Ya en el siglo XXI, con una mayor diversidad temática y estilística se aprecian conquistas que venían caminando desde la década anterior, como el cine experimental, la comedia social en torno al tema migratorio y ese mal de toda la región, la búsqueda del sueño americano —Collect Call, de Luis Argueta (2002)— y las adaptaciones literarias —Lo que soñó Sebastián (2004), de Rodrigo Rey Rosa, o Donde acaban los caminos (2004), que dirigió y produjo en Guatemala el mexicano Carlos García Agraz.
Nombres que sobresalen en el panorama contemporáneo son los del prolífico Julio Hernández Cordón (Gasolina, 2008; Te prometo anarquía, 2015; Cómprame un revólver, 2018), Mario Rosales (El regreso de Lencho, 2010) o César Díaz, quien ha descollado con su ópera prima, Nuestras Madres, de 2019 (Cámara de Oro en Cannes), los cuales prosiguen el variopinto espectro, con predominio de las temáticas sociales.

Pero quizá ninguno ha tenido tanta resonancia fuera incluso de la región como un egresado de la Universidad de San Carlos de Guatemala, donde se licenció en Comunicación y Publicidad, y que completó con estudios audiovisuales en el Conservatorio Libre de Cine Francés (CLCF) y en el prestigioso Centro Experimental de Cine de Roma: Jayro Bustamante (1977), quien nació y se crio en la comunidad maya de Sololá, cerca del lago de Atitlán (de ahí seguramente la acentuada presencia indígena en su cine).
Apreciando el desprecio
Bustamante finalizó en 2019 lo que denomina Trilogía del desprecio con la muy aplaudida La Llorona[3], ciclo que inició Ixcanul (2015) e incluye Temblores, también de 2019.

El realizador maneja una serie de claves que ya permiten aventurar una poética: la rentronización y semantización del realismo mágico como constante histórico-estética[4] en América Latina (partiendo de lo que más conoce: su fuerte arraigo en Guatemala) y su aplicación a las reivindicaciones históricas de los pueblos indígenas, en estrecha relación con la condena a los genocidios cometidos en el pasado por los militares contra las tribus autóctonas, estrechamente conectados con el presente.
Dentro de este sano revisionismo, son tres los sujetos que Bustamante rescata de las injusticias sociales en un ajuste de cuentas con la historia como fenómeno macro dentro de sus microhistorias: el comunista, el «hueco» (gay)[5] y el indio[6].
Entonces, la mezcla de un elemento fictivo tan poderoso y definidor del imaginario latino, hispanoamericano, como el realismo mágico[7], unido al llamado «cine de género» y combinado con pasajes históricamente concretos (y que pudieran dar lugar a una poética inserta en la no ficción, algo que de hecho emerge en algunas secuencias de sus relatos), genera un original y curioso estilo que ya define a este autor, quien tempranamente ha demostrado ser una de las voces más singulares del cine en la región.

Ixcanul[8], que en lengua kaqchiquel (la que, a propósito, se habla casi todo el tiempo dentro del filme) significa «volcán», es la obra más galardonada en la historia del cine guatemalteco[9].
Nominada o premiada en decenas de festivales importantes dentro y fuera del área (como Berlín, Róterdam, San Sebastián, Guadalajara, Cartagena de Indias, Toulouse, Eslovaquia, Filadelfia y muchos más), Ixcanul ubica su relato en una zona rural intrincada de Guatemala, cercana a un poderoso volcán, donde una adolescente indígena es obligada por su familia a casarse con el próspero propietario de la finca de café donde labora su padre, pero una aventura de la joven con un lugareño complica y cambia todo, no precisamente para bien.

El filme critica varias realidades duras: el racismo y el machismo que aquejan a la sociedad guatemalteca, sobre todo en las zonas más intrincadas, en las que malviven personas que padecen extrema pobreza, que no hablan español y no tienen acceso a los servicios básicos, y que son víctimas del tráfico y robo de niños y recién nacidos, algo que fue un negocio redondo en Guatemala durante la década de 1990. Este último tema, que ocupa el segmento final del filme, no posee lamentablemente el mismo desarrollo que el resto, a pesar de lo cual queda al menos apuntada la denuncia.
Excelentemente ambientado y fotografiado, Ixcanul es muy rico también en revelar las leyendas, mitos y ritos de las comunidades indígenas en Guatemala. En el relato tienen gran fuerza los símbolos de la naturaleza, las costumbres que conforman la vida de esta gente, donde los elementos mágicos y míticos tienen una importancia esencial, algunos muy ingenuos, de los que discretamente se burla el realizador (como la creencia de que a la mujer encinta no la atacan las serpientes), pero en la mayoría se resalta la silvestre poesía, la belleza y la imaginación que los informa.

Uno de los mayores logros del filme son las actuaciones: María Mercedes Coroy, en el protagónico, seleccionada en un casting que el realizador emprendió en Santa María de Jesús, de donde procede, aporta la tristeza y la intensidad de su personaje; en el rol de la madre, María Telón acerca un desempeño matizado y rico. Ambas han sido justamente galardonadas en varios festivales, al igual, como ya decíamos, que el filme: uno de los elevados momentos no solo del cine guatemalteco, sino de toda América Latina.
Temblores, que continúa la tríada, discursa sobre los procesos de «cura médica» llevados a cabo por la iglesia a los homosexuales en Guatemala durante varias etapas de su historia. El protagonista es un padre de familia que al salir del clóset y mantener relaciones con otro hombre conoce el repudio y sufre el más rígido cerco por parte de sus padres y esposa, quienes, apoyados en la pastora de una comunidad evangélica, intentan hacer volver al redil al «descarriado», amenazándolo con que no podrá ver más a sus hijos.

Bustamante pone el dedo en la llaga sobre la arraigada homofobia que pende sobre la clase media guatemalteca, en contubernio con una iglesia fundamentalista y dogmática. Las escenas correspondientes a la «cura» resultan de un patetismo conmovedor, no se conciben en pleno siglo XXI, pero trasuntan una realidad desafortunadamente viva en América Latina y mucho más allá.
Pablo es una víctima de su propio núcleo familiar, prejuicioso y dogmático, pero tiene una salida en la autenticidad y libertad que supone la vida con Francisco, su pareja: sin compromisos familiares ni ataduras, en un contrapunto acentuado por los espacios de concurrencia en ambos, que desde una perspectiva semantizada expone las diferencias entre los dos personajes y los mundos que representan.

Aunque menos presente que en las otras partes, el indio miembro de la servidumbre —específicamente la mujer madura— deviene finalmente cómplice del otro explotado, expoliado: ese «hueco» más abierto aun por las convenciones, el patriarcado, la incomprensión y los tabúes de una sociedad conservadora y cerrada.
Jayro estructura un relato que avanza con lentitud y sin espectacularidad, e incorpora al espectador desde el inicio gracias a su contundencia y solidez dramática, desde una puesta que combina con sapiencia los elementos tecnoexpresivos, como esa fotografía oscura que se recrea en la plasmación del amenazante terremoto o la lluvia, agoreros símbolos naturales de lo que sacude la vida del protagonista.
De nuevo María Telón, junto a Juan Pablo Olyslager, Diane Bathen y Mauricio Armas ensanchan un elenco de sobradas condiciones histriónicas.

Partiendo del mito hispanoamericano que le da título, sobre una madre que ahogó a sus hijos en el río, y cuyo arrepentimiento provoca los constantes sollozos de su alma en pena, Bustamante le aplica en su filme La Llorona un giro sociopolítico y conforma una suerte de thriller de algo que pudiéramos llamar «terror histórico», lo cual le ha valido muchos y sustanciosos lauros internacionales, como la candidatura al Óscar extranjero, nominaciones a los Globos de Oro o al Goya, el premio especial del jurado en La Habana o el galardón al mejor director en la Giornate degli Autori del prestigioso festival internacional veneciano.
Treinta años después del conflicto armado en Guatemala, se abre una causa penal contra Enrique Monteverde, general retirado que estuvo al frente del genocidio ocurrido entre 1981 y 1983 en una zona rural. Pero como el juicio es declarado nulo y él absuelto, el espíritu de la Llorona se libera para vagar por el mundo como un alma perdida entre los vivos. La esposa y la hija del exmilitar creen que está sufriendo accesos de demencia relacionados con el Alzheimer, pero él y las mujeres de la casa sospechan que la nueva y joven ama de llaves, Alma, alberga planes secretos generados tras ese juicio injusto.

Bustamante teje un retrato de la trágica historia de Guatemala y sus heridas abiertas inspirado en el legendario cuento popular del mismo nombre. La combinación de poética y política forja una fábula inquietante y aguda, no solo sobre el pasado, sino también en torno al presente, donde el creciente suspenso juega un papel esencial. La Llorona es una suerte de historia íntima de fantasmas contada a través de una vívida figura femenina, que discursa sobre la pérdida, la negación y la aceptación.
Se trata de un relato que concilia admirablemente la diversidad tonal que lo nutre, para lo cual se apoya sobre todo en un sonido de gran expresividad, con esos gritos espeluznantes que se escuchan, pero también mediante la imagen, sustentada por una dirección de arte y una fotografía reveladoras de ese mundo esotérico, ultraterreno, que sugiere una justicia mejor con respecto a la insuficiente y parcializada de los humanos, en directa conexión de lo histórico y lo político, como ya referíamos, con el realismo mágico, ese estilo que, bien lo sabemos, cubre tanto arte como literatura en el área geopolítica, geoartística.
El director establece tres niveles muy bien delimitados en el subsistema de personajes: la familia del general[10], que en otra de sus caras se incluye en la casta militar a la que este pertenece, y que inicia y cierra el discurso fílmico; los indios de la servidumbre, una especie de intersección entre sus patrones y sus compañeros de etnia, que fuera, plantados frente a la casona, exigen justicia con sus gritos y su sola presencia, lo cual también establece un sutil nexo intergeneracional e interclasista entre la realidad y el mito, entre lo terrenal y el más allá, entre el presente y el pasado, que incluye la inversión de roles entre explotadores y explotados, ahora pendientes de un cetro perteneciente a otras dimensiones que permita la anhelada reivindicación de sus derechos pisoteados. En esos nexos y confluencias, que a la vez transitan los diversos registros tonales del filme, radica otro de sus méritos.
De modo que estamos frente a un discurso sui géneris, una manera diferente de enfrentarse a la historia y a la actualidad sociopolítica, cine que denuncia los crímenes, y más aún, genocidios contra pueblos y comunidades indígenas, empleando una sintaxis fílmica simbólica (aunque no deja de haber muy elocuentes escenas en lenguaje directo), que abraza la metáfora y la alegoría como tropos semióticos, lo cual consigue con una sutileza y una elegancia dignas de aplauso.
Otro mérito radica en las actuaciones: Sabrina de La Hoz, Julio Díaz, Margarita Kenéfic (en primerísimo término, como la anciana madre), María Mercedes Coroy (que repite con el director), Juan Pablo Olyslager y los actores no profesionales de la comunidad indígena.
Filme que amalgama el cine de género (en especial de terror y suspenso) con el de tipo histórico y de crítica social, mediante el puente del recurrido realismo mágico, es muestra de la fuerza que adquiere la producción guatemalteca, en digna continuidad con su historia, y, ampliando el radio, uno de los títulos extraordinarios del más reciente cine latinoamericano.
Otro paso en firme en la aun breve pero intensa y sobresaliente carrera de Jayro Bustamante, cineasta al que hay que seguir a pies juntillas.
[1] En 1957 y 1960, respectivamente.
[2] A partir de la tercera edición en el año 2000 se abre a toda el área centroamericana, como único evento de su tipo en esta.
[3] Existe una versión del mito en el propio cine guatemalteco, también con ese título, realizada en 2006 por Joseph Profit, entre las muchas adaptaciones cinematográficas que se han realizado en varios países, sobre todo en México y Estados Unidos.
[4] Algo semejante a lo que ocurre con el barroco y la polémica sobre si se trata de un estilo, una constante histórica o un fenómeno estético concreto, solo ubicable en el siglo de oro (XVI y XVII) en Europa. Personalmente abrigo la primera tesis.
[5] En un corto anterior, Cuando sea grande (2012), el realizador enfoca una historia de amor femenina entre adolescentes.
[6] Para una ampliación en el estudio de estos sujetos en el cine de Bustamante, consúltese el texto «Indio, hueco, comunista. Aproximaciones a la trilogía de Jayro Bustamante», por Diana Bracco, en: hal.archives-ouvertes.fr/hal-03119280/document
[7] «Aunque este último ha sido objeto de muchos debates y controversias, puede definirse aquí a grandes rasgos como un movimiento esencial de la ficción literaria producida en el siglo XX en Hispanoamérica, profundamente arraigado en las culturas prehispánicas, en el que “la realidad, la fantasía y los sueños se mezclan para formar un todo armónico”. En 1998, Erik Camayd-Freixas publicó una relectura de los autores canónicos de esta corriente. En ella identificó recurrencias temáticas en torno a los límites entre realidad y fantasía, algunas de las cuales, “la tradición como norma suprema”, “la visión animista y vitalista”, “la unidad de lo natural y sobrenatural” y “la unidad de lo humano y lo telúrico”, constituyen entradas relevantes para nuestra aproximación al cine de Bustamante». Cfr.: Diana Bracco, ób. cit, p. 12-13.
[8] Es el nombre que dio también Bustamante a la fundación creada por él en 2019, destinada a la promoción de cine social, sobre todo entre las poblaciones sin acceso a las salas cinematográficas, además de fomentar este tipo de producción en jóvenes cineastas.
[9] Es posible que sus nuevos filmes de 2019, extraordinariamente exitosos y que siguen ganando premios—sobre todo La Llorona —superen ese récord.
[10] Lo cual no excluye diferencias generacionales y de género con las mujeres de la casa, quienes mantienen indistintamente actitudes que oscilan entre la resignación, la crítica y el distanciamiento, a pesar del cariño hacia el padre, exmilitar enfermo y venido a menos, pero en el que descuellan rezagos de autoritarismo, lascivia y prácticas patriarcales que ellas, de distinta manera, enfrentan.