Una de las poéticas más interesantes y originales del cine español es la del guionista y director Fernando Fernán Gómez, también destacado y prolífico actor, hombre de teatro y televisión, además de novelista, a quien se permitió sentarse en la silla B de la Real Academia Española en 2000, siete años antes de partir definitivamente.
Su labor tras la cámara o en la escritura para esta, no por intensa y extensa fue menos desigual. Hay un grupo de filmes que no satisficieron ni al público ni a la crítica… ni siquiera al propio autor, quien en entrevistas declarara su inconformidad con los mismos. Pero por los otros, los que sí llenaron ese exigente requisito, don Fernando merece el lugar honorífico que ocupa en la historia del cine español, y mucho más allá.

Voy a concentrarme en su faceta como director, y dentro de esta sobre todo en los dos filmes suyos que considero verdaderamente extraordinarios, coincidiendo con muchos colegas que han seguido su trayectoria. Ambos son filmes «de carretera», aunque sus títulos apuntan más bien a una connotación metafórica del movimiento hacia otro sitio: El extraño viaje (1964) y El viaje a ninguna parte (1986), entre los que, como se ve, median más de veinte años.
Puntualicemos antes que los inicios de la carrera autoral de Fernán Gómez no fueron precisamente exitosos. En el largo periplo que va desde Manicomio (1954) —codirigida con Luis María Delgado, la cual marca quizá su arrancada en la faceta de guionista, en este caso compartida— hasta Lázaro de Tormes (2000, codirigida con José Luis García Sánchez), que constituyó su despedida, fracasos comerciales (acostumbraba a decir que sus películas «no daban nunca un duro»), contradicciones entre los libretos y su plasmación en pantalla, los clásicos divorcios entre intenciones y resultados, signaron no pocos de sus proyectos.
Quizá eso tuvo que ver con lo que declaró más de una vez: su distanciamiento respecto a la ideología y los presupuestos estéticos y hasta éticos de los autores versionados, de los guionistas —si no era él quien se encargaba de escribir las películas que dirigía—, de los productores; y su concepción de la realización como un ejercicio disfrutable per se, al margen del alcance e incluso de su involucramiento con las fuentes o los colaboradores.
Esto se desprende de respuestas suyas en varias entrevistas, como la que concedió a propósito de Crimen imperfecto (1970) —que parte de un guion de Pedro Masó y Antonio Vich—, a pesar de la confesa admiración que sentía por el primero, libretista y director:
«Nunca entendí bien el guion, y al no entenderlo… intenté traducirlo a unas imágenes cinematográficas al estilo de los cómics, pero eso no salió. Como yo no entendí el guion, la película no se entendía, ni en su desarrollo, ni en sus intenciones»[1].
El haber hecho mucho cine «por encargo», sin que existiera verdadera complicidad entre los gestores de los filmes y el realizador, puede explicar el fracaso de algunos de estos.
El crítico Manuel Hidalgo, en el libro que el Festival de Huelva le propuso en homenaje al artista, escribió al respecto en el capítulo dedicado a otros de sus filmes, Cinco tenedores (1980):
«Esta película ejemplifica muy bien algunas constantes de la carrera como director de Fernando Fernán Gómez en su vertiente, llamémosle comercial, las cuales se resumen en lo siguiente: la aceptación de proyectos sin mayor interés, simplemente por criterios de conveniencia económica y disfrute indiscriminado con el trabajo. Fernando Fernán Gómez ha dicho muchas veces que él se divierte rodando, ruede lo que ruede, sin preocuparse mayormente por el cariz —incluso ideológico— de las historias que ponen en sus manos. Historias que resuelve lo mejor que sabe —y sabe mucho—, vehiculando, a veces, ideas que se suponen alejadas de las suyas propias, y, a menudo, contradictorias con las que ha expuesto en sus películas —y escritos, y montajes teatrales, etcétera— más personales»[2].
Pero si esto ocurría así (quizá debido a esas mismas razones apuntadas por el colega) respecto al cine «comercial» que realizó —comedias intrascendentes, folletines endebles, dramas insustanciales—, en el otro, más serio y acorde con las coordenadas ideoestéticas del director, tampoco siempre dio en el clavo.

Por ejemplo, sobre uno de esos títulos que sí logró un notable impacto económico y también el espaldarazo de la crítica, Mi hija Hildegart (1977), basado en un famoso crimen que conmocionó la opinión pública a principios del siglo XX —una madre que asesinó a una hija rebelde y comprometida políticamente con la izquierda—, con guion suyo y de Rafael Azcona, basado en un libro, el propio director muestra reservas:
«La hice porque habíamos escrito el guion, porque llevaba dos años y pico en ello, porque me convenían las condiciones económicas y porque me gusta dirigir cualquier proyecto, pero estaba completamente convencido de que era imposible satisfacer a los entendidos en la materia»[3].
Y aunque, como decía, los críticos en términos generales se mostraron favorables con su obra, no dejaron, aquí y allá, de señalarle defectos o de mostrarse suspicaces, como, por ejemplo, revela esta reseña:
«El coger el tren de los deteriorados “brechtianos” hispánicos solo puede entenderse, en el caso de Fernando Fernán Gómez, como un deseo de prolongar al cine el aséptico academicismo de sus trabajos teatrales (basta recordar sus adaptaciones de Ibsen o del propio Brecht), como cubriéndose ante una historia que escapa a sus registros habituales, llevando su labor hacia un terreno escasamente imaginativo que le acerca a aquel paupérrimo “nuevo cine español” que supuso para su excelente El extraño viaje un colapso de ocho años»[4].
I
Pero entremos ya en ese título mencionado por el crítico, la primera de sus indiscutiblemente extraordinarias y casi unánimemente aplaudidas cintas que anunciábamos como objeto de análisis aquí: El extraño viaje.

En esta, Fernán parte de un guion ajeno (Pedro Beltrán y Manuel Ruiz Castillo), y es la primera de las películas dirigidas por él donde no trabaja como actor. Originalmente iba a llamarse El crimen de Mazarrón, pues se basa en el hecho real homónimo, pero le prohibieron titularla así. Siendo un filme también de encargo (según el propio director, «más que ningún otro»), los resultados fueron muy superiores a los que le precedieron y siguieron.
En torno a tres hermanos, dos hombres y una mujer (controladora y dominante), se teje una historia que focaliza la miseria pueblerina de la España en la época, desde una óptica costumbrista y esperpéntica, que incorpora también elementos de thriller, para lo cual se apoya en planos largos, una fotografía rica en claroscuros y un tono de perenne intriga.
Según otro crítico de la época, que publicó su juicio en la prensa, y aun cuando le señala «una estructuración excesivamente simplista» a su guion, sin dejar, sin embargo de considerarlo «excelente», se trata de «uno de los pocos filmes españoles que han sabido ver en profundidad la realidad del país, apartándose del naturalismo gracias al exceso y la caricatura, y dándonos una imagen de la vida española todo lo negra y pesimista que cabe, a través del humor negro. Apartado de los tópicos —que ridiculiza con ferocidad— y de la “españolada”, El extraño viaje se distingue, ante todo, por su españolidad (…) hasta tal punto de que, si me pidieran un filme que representara lo que el cine español podría haber sido, no dudaría en señalar esta película como ejemplo de un tipo de obra que no puede darse en otro país y que no pretende situarse en ningún momento a un hipotético “nivel europeo”. Todos y cada uno de los detalles y elementos que forman el filme provienen directamente de la realidad española o de sus tradiciones literarias, plásticas y dramáticas»[5].

La película fue censurada a días de su estreno, y se mantuvo prohibida durante seis años, al punto de caer en el olvido, pero una vez rescatada comenzó a despertar un interés generalizado hasta convertirse en una obra de culto. Según el historiador de cine español Jesús García Dueñas, su herencia del sainete a lo Valle-Inclán y la «carpintería del guion»[6] también influyeron en ello. Otros vieron más de un punto de coincidencia con otras cintas de Berlanga (en especial, su aclamada El verdugo, de 1963), y en general, fue unánimemente saludada por la prensa especializada, no solo española.
Su acerba crítica a la represión sexual, la falta de libertad, la opresión y disfuncionalidad familiar, el puritanismo y la apariencia —seudovalor supremo—, la muerte como epicentro dramático, la mentira y el amor al dinero dentro de un pequeño pueblo (esos «grandes infiernos»), practicada por el artista a lo largo de toda su obra, llega aquí, al menos hasta ese momento, a su cumbre, refrendada por una cuidadosa puesta en pantalla, notablemente ambientada y editada, y con actuaciones inolvidables de Carlos Larrañaga, Lina Canalejas, Jesús Franco, Rafaela Aparicio y Tora Alba.
II
Más de dos décadas después, en 1986[7], Fernando Fernán Gómez obtiene el Goya a la mejor dirección por otro «viaje» fílmico: El viaje a ninguna parte, que también recibe el de guion.
Aquí se funden dos pasiones y dos facetas del artista, la del cineasta y el escritor, como quiera que la obra parte de una novela homónima suya. Un grupo de cómicos itinerantes durante la etapa de la posguerra le sirve para amalgamar varios ítems, a cuál más apasionante: los intríngulis y «trapos sucios» de la vida de los actores, sobre todo de aquellos menos afortunados que deben lidiar con los fracasos, el hambre y las peores condiciones de trabajo; el recurrente asunto de la represión erótica o el anhelo de éxito de todo artista, algo en lo cual siempre se reflejó su autor.

Pero el filme pulsa un tema que le tocaba también de cerca al artista: el advenimiento del cine que amenazaba con tragarse y dar el tiro de gracia al teatro. Don Fernando, quien tenía una carrera intensa y consagrada en las tablas, como dramaturgo y como actor, pudo sentir ese peligro, de seguro, muy próximo.
Es admirable cómo el director logra fusionar los tonos (ternura y sarcasmo, gravedad y humor) para abordar estos esenciales temas en un relato donde los trazos psicológicos, las pinceladas sociales y políticas, la arraigada condición de ars poetica que informa la plataforma ideoestética del filme, logran la redondez artística.
También con intersecciones con ilustres colegas (Fernando Fernán Gómez se dejaba influenciar por estilos y poéticas cercanas), sobre El viaje a ninguna parte gravita el Juan Antonio Bardem de otra gran cinta española: Cómicos (1954), pero el producto final tiene el sello que nuestro cineasta confirió a todo su cine, aun el menos afortunado.
Más de un colega ha refrendado estos y otros valores, como Fernando Morales, que en El País destacó sobre todo el mérito de las actuaciones de la obra, al afirmar:

«El reparto, encabezado por José Sacristán y un jovencísimo Gabino Diego, está a la altura del director y consiguió darle mayor énfasis, si cabe, a la cinta. Pocos peros se le pueden sacar, si exceptuamos su larga duración. Por lo demás, tragicomedia al más puro estilo español»[8].
Y ese, el «más puro estilo español» define el paso por el cine (aunque en realidad por el arte todo, ya hemos visto en cuántos de sus terrenos se movió con autenticidad y dejando considerable huella) uno de los patriarcas del imaginario en la llamada «madre patria»: Fernando Fernán Gómez.
[1] Manuel Hidalgo: Fernando Fernán Gómez. Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, 1981, p. 50.
[2] Ibídem, p. 66.
[3] Ibídem, p. 62.
[4] Carlos Balagué, Revista Dirigido por…, no. 47, septiembre de 1977.
[5] Miguel Marías: Nuestro Cine, no. 94, febrero de 1970.
[6] Conferencia en El Escorial, cursos de verano de la Universidad Complutense de Madrid, julio de 2009.
[7] Este es un año particularmente fecundo para el artista, pues fue también reconocido como mejor actor protagónico en los «óscares españoles» por su trabajo en Mambrú se fue a la guerra. Pero su relación con el Goya no termina ahí: en 1998 lo recibe por El abuelo por actuación protagónica; en 1992, como mejor actor de reparto por Belle Époque (1992); y en 2000, por su trabajo final, Lázaro de Tormes, al mejor guion adaptado.
[8] El País, 28 de enero de 1996.