Hay películas que por lo que sea obtienen grandes premios y notoriedad mediática, mientras mucha gente mira con perpleja desconfianza la sobrestimada e infumable pieza. Me pasó hace mucho tiempo con Perdidos en Tokio (Lost in Translation, 2003), la segunda película escrita y dirigida por Sofia Coppola, pálido ejercicio fílmico de total irrespeto hacia Japón. Allí la prensa recibió la cinta con comentarios negativos en relación con la forma burlona, caricaturesca e indigna de representar a los japoneses. Pasaron veinte años. Volví a ver la película hace poco, pensando que tal vez se redimiría ante mis ojos, y me ha costado mucha disciplina llegar hasta el último minuto en este trance de bondad, en esta penitencia antilúdicra. Tantos premios y «pujimanía» con ese bodrio siempre me han hecho pensar que aquí pesó más el apellido Coppola que el fallido esfuerzo de Sofía.
Las razones del boicot
Con varios premios en Cannes, cuatro Globos de Oro y trece nominaciones al Oscar llegó Emilia Pérez (Jacques Audiard, 2024) a tierras aztecas en enero de 2025, donde encontró el enojo de los mexicanos, dispuestos a boicotearla, vilipendiarla, despreciarla, descalificarla y borrarla de la faz de la Tierra.
Porque casi la totalidad del elenco no es mexicano. Porque no fue filmada en México. Porque toca un tema en extremo sensible para esa nación. Porque es un musical sobre un asunto delicado. Porque el realizador es francés. Porque las letras de las canciones son deplorables. Porque los textos no encajan en la música. Porque Selena Gómez no habla bien el español. Porque la actriz principal Karla Sofía Gascón está fatal. Porque el director no investigó sobre la historia y el contexto del país. Porque se apoya en estereotipos para caracterizar a los nacionales. Y por mil razones más que van desde las más evidentes hasta las más alucinantes.

Sin embargo, un montón de películas extraordinarias escaparon a algunas de esas de objeciones. La caída de los dioses (La caduta degli dei, Luchino Visconti, 1969), que desarrolla una trama ubicada en la Alemania de la República de Weimar, contó con un elenco internacional. La sociedad de la nieve (Juan Antonio Bayona,2023), sobre un accidente de avión ocurrido en los Andes, fue filmada en Sierra Nevada, región andaluza de Granada. Comedias como La vida es bella (La vita è bella, Roberto Benigni, 1997) y El gran dictador (The Great Dictator, Charles Chaplin, 1940) tocan un tema en extremo sensible para la comunidad judía. The Wall (Alan Parker, 1982) es un musical que trata el delicado tema de la infancia y la adolescencia en una atmósfera neofascista. Soy Cuba (1964), un filme muy mal recibido por la crítica y el público cubanos, y que hoy resulta una película de culto, fue dirigido por el georgiano Mijaíl Kalatózov.
Hasta aquí se soportan las equiparaciones. Luego entramos en el terreno casi inimputable de la apreciación, la cual depende más bien de la percepción de cierto público o cierto espectador condicionado por múltiples factores. Lo que implica un revoltijo de supuestos y especulaciones preñadas de subjetividad, con o sin apalancamiento teórico. Aquí debo aclarar que, en lo adelante, utilizaré los términos «género» e «identidad de género», culturalmente construidos, en tanto la autopercepción del sujeto. Tampoco es de mi interés entrar en la polémica sobre la prexistencia jurídica o no de un sujeto biológicamente sexuado. Mi posición al respecto se lee entre líneas y quizás no sea relevante para la valoración aquí propuesta.
Cantando fuera del recipiente
Emilia Pérez es un filme desbordado de convenciones, de estructura rectilínea, con actuaciones más o menos realistas conforme a la suspensión de credibilidad asociada a todo filme de ficción y apegado a los códigos del musical.

No obstante, como musical deja bastante que desear. La protagonista (interpretada por la actriz española trans Karla Sofía Gascón) no suena bien ni en los recitativos ni en el susurrante deslizamiento sobre una melodía que la desconoce. Para todo el elenco, ninguna canción escapa a la exasperante desconexión entre melodía y texto. Es insoportable escuchar un fraseo que no encaja, que no guarda el debido ritmo y pierde todo sentido una vez forzado dentro de un compás rítmico predeterminado. Esa contradicción casi permanente entre música y texto induce al síncope auditivo, al convertir una zona suprasensible de la realidad mexicana (las desparecidas víctimas del narcotráfico) en un efecto parodia por un pésimo manejo de la cadencia silábica de la lengua castellana.
Sospecho que este horror, más que error, imperdonable se debe a la cantante y compositora francesa conocida como Camille, quien escribió todas las canciones de la película en español con la ayuda de un traductor mexicano. Creo que fue justo aquí donde se perdió la coherencia entre texto, música, lírica y lógica.

Peor aún, el problema de Emilia Pérez es el nivel de banalidad, la pobreza tropológica, la extremada llaneza verbal e incluso la incoherencia e ininteligibilidad de las letras en no pocos momentos. Por no hablar del numerito titulado «La vaginoplastia», subrayado de mal gusto y pobreza coreográfica, trivialización de la experiencia trans, irrespeto por la realidad médica y social de esas personas, mostradas en una versión pintoresca, frívola y contraproducente para la representación de esa comunidad.
La cinta tiene también instantes salvables. Inicia con un pregón de venta callejera cantado con efecto de autotune, que promete y cierra los créditos iniciales con una imagen de tres mariachis encopetados, a modo de postal turística. Ahí queda diagramada la tragedia creativa de Emilia Pérez. Empieza muy bien, enamora en los preliminares y decepciona cuando se le penetra. Los números de Zoe Saldaña (Rita) son bien defendidos por la actriz, a pesar del lenguaje torcido y sus más torcidas declaraciones:
Coro: «¿Cuándo vas a abrir tu despacho, bonita?».
Rita: «Quién sabe-cuan-dó-yanó-seá pri-é-ta».
Saldaña se mete profundo en su papel, controlando su gimnasia vocal y arrastrándonos casi siempre al privilegio de la puesta en cámara antes que a la reflexión. Por ejemplo, en el tema conocido como «El mal», la performance de Saldaña es impecable y nos permite colegir el planteamiento, aunque no se comprenda la letra.
A mi modo de ver, con la tradición musical de México se debió poner un poco más de plata y de empeño, de talento y rigor, si la idea era producir un musical digno de ese contexto. Gazapos aparte, el esfuerzo de Camille no fue en vano. Su socio y colaborador musical desde hace mucho tiempo, Clément Ducol, compuso la banda sonora original de la película. Y juntos, Camille y Ducol, ganaron su premio en Cannes.
Identidad y redención: la doble fuga de Manitas
En lo concreto, la trama gira en torno a un famoso y perseguido narcotraficante, Juan del Monte, apodado Manitas, quien secuestra a una abogada astuta y traquimañera (Rita) para que le procure los medios de hacerse una cirugía de afirmación de género. Como resultado, podrá retirarse de su negocio y esfumarse convirtiéndose en la mujer que siempre ha soñado ser.

El protagonista no quiere ser lo que es en una doble anchura: no quiere seguir siendo y comportándose como un hombre ni quiere (o no puede) seguir siendo y viviendo como un asesino. Ambas cosas, de suyo independientes, en este caso se complementan al cambiar su identidad legal y pública.
La transición de Manitas a Emilia Pérez, en principio, parece traer consigo un cambio en el comportamiento del matón. Su ambiente escenográfico se transforma por completo, llenándose de color y luz. Pero, ¿haber mutilado sus órganos masculinos y asumir una serie de cirugías con el objetivo de parecer una mujer y «actuar» como tal trae consigo un cambio en su sistema de valores? ¿Y si Manitas hubiera experimentado una transformación de orden moral? El mundo posible escrito y descrito por Jacques Audiard indica otra cosa.
La mona vestida de seda, mona se queda
Cuando Jessi, la esposa de Manitas, intenta recomenzar su vida sentimental con otro hombre y luego escapa llevándose a sus hijos, quien reacciona contra ella no es Emilia, sino Manitas, que recupera sus prácticas prequirúrgicas usando la violencia y el terrorismo para imponer su voluntad. Así, reaparecen sus secuaces dispuestos a obedecer al capo, que, como en su momento afirmó Jessi, no dudaría en despedazarla a ella y a su amante y echarlos a los perros.

El deseo de Manitas de convertirse en mujer responde más a la autoginefilia que padece que a la disforia de género. Las cirugías correctivas le garantizan una virtual feminización de sus rasgos, dejando su mente intacta. Ejerce violencia económica, física y vicaria sobre su antigua esposa bajo el influjo de una personalidad masculina tóxica combinada con su avidez por la notoriedad pública. Durante una gala benéfica promovida para recaudar fondos reconoce a la crápula social de políticos corruptos, matones y arribistas, ante quienes impone su cariz humanitario. Puesta en escena toda su egolatría, se vende al precio de su coartada moral, su fundación, La Lucecita. Ella quiere, sobre todo, fama y aplausos.
Al hablar de las desapariciones forzadas y víctimas del narcotráfico le sobra testosterona para denunciar, frente a cámara, la falta de apoyo estatal a su gestión. Un antihéroe tan cínico es mercancía fresca en cualquier libreto. Pero, con toda honestidad, no creo que Jacques Audiard pusiera suficiente entusiasmo en desarrollar esa joya. Por el contrario, va y le pone en manos de una actriz que no tiene ni la más mínima idea del rol que asume. Porque claro, Karla Sofía Gascón se percibe como Emilia Pérez, mujer actuante bajo una transexualidad inmunitaria que enmascara su pasado. Si la actriz hubiera sospechado el riquísimo entramado psicológico de su personaje, con una adecuada dosis de talento y bajo una dirección bien intencionada, le habría podido sacar mejor partido.

En una de las escenas más conmovedoras del filme, el hijo de Manitas le dice, más bien le canta, a su tía Emilia que le gusta su olor, porque huele como su papá. Para el niño, el aspecto de su tía no interfiere en su rememoración del padre «ausente», porque su olor no ha cambiado. De algún modo su olor es esencia, un signo revelado por debajo del disfraz.
Más allá de que le sigan gustando las mujeres, Emilia nos va dejando pequeñas trazas de su Manitas interior, que no ha cambiado mucho y cuya fachada es solo el resultado del bisturí, las hormonas y el maquillaje. Su «ella» puede darse la gran vida y gozar de reconocimiento social como el megalómano que es.
Cómo probar una hipótesis
La intriga de predestinación, recurso narrativo propuesto por Roland Barthes, nos permite identificar desde los minutos iniciales cuál es el fundamento conceptual de un filme, qué idea pretende inculcar en el espectador. En el caso de Emilia Pérez, la primera escena, que podemos extender hasta el debut operístico, contiene los elementos básicos de la trama y su resolución: tiempo, lugar, móvil y conflicto, aunque de forma todavía implícita: se ha cometido un feminicidio, y gracias a la mediación jurídica de Rita el crimen quedará impune. El desarrollo de la historia confirmará este núcleo narrativo. El bandolero se vale de Rita para desaparecer y logra su propósito de reaparecer como mujer sin rendir cuentas a la justicia por sus desmanes. Incluso al morir, víctima de su propia intolerancia, salva su memoria, alabada al final por todo el pueblo, que le ha canonizado de facto.

Ahora bien, el conflicto de Emilia se da en el debate entre ser o no ser. Ella ha elegido no ser, cuando la vida la obliga a seguir siendo.
Manitas: «Quiero ser una mujer».
Rita:«¿Quiere cambiar de vida o cambiar de sexo?».
Manitas: «¿Cuál es la diferencia?».
Para él, la vida se reduce a una opción de gender. Sin embargo, su conflicto no caduca, sino que replica un memorándum indeleble. Nadie escapa a su destino. El médico judío que acepta ocuparse de la transformación de Manitas es otro actante que corrobora la tesis del filme cuando le dice a Rita: «Yo solo arreglo el cuerpo. El lobo seguirá siendo lobo y tú serás su oveja».
Cada una de las acciones que emprende Juan del Monte busca una respuesta a una inquietud o un desasosiego personal. Su conflicto de identidad lo lleva a una cirugía que le permita vivir bajo la apariencia que satisface su autopercepción. Y con ese mismo tiro mata un segundo pájaro. Ya puede abandonar la estadía selvática, nómada, salvaje que lleva como delincuente y emprender la ruta del disfrute, la opulencia, los placeres que proporcionan el dinero y la máscara. Por otro lado, dado que conserva intacto su poder, puede traer a sus hijos a vivir con ella, aliviando así su conflicto de paternidad.

Para saldar el conflicto erótico-afectivo, convierte a Epifanía en su amante. Esto ocurre sin transición, sin una crema ni un aceite ni un incienso. Claro, un guion pedestre, incapaz de hilvanar más de dos frases coherentes en un sencillo diálogo, no se atreve a elaborar una escena de flirteo, un rendez-vous romántico donde Emilia tendría que mostrar sus herramientas para enamorar a una mujer. A Audiard le queda claro que no puede confiar ni en unas purulentas traducciones al español ni en el mediocre talento de Gascón para alcanzar las cuotas de sutileza que ese momento requiere. Y, por supuesto, ni Audiard ni yo tenemos la menor idea de cómo una mujer trans enamora a una mujer. Algo que pudiera ser perfectamente posible en la vida real se convierte en un soborno dramatúrgico, salvado como a nadie le importa. «¡Bah! Da lo mismo. Es un musical». Así se escamotea lo que hubiera podido ser uno de los momentos más interesantes del programa.
La transmetamorfosis de un bandido, ¡temazo!
Emilia Pérez triunfa porque satisface algo básico dentro de cualquier relato. Crea una expectativa poderosa diseñando un modelo de conflicto que es un bombazo, un shock, sin dejar de ser plausible. La aspiración a transicionar está en la cúspide de los temas LGBT, y genera atractivo y fuertes polarizaciones en cualquier escenario. Ahora bien, cuando ese deseo se personifica en un sujeto diametralmente opuesto a la idea de lo que una mujer representa en términos más o menos abstractos, el misterio alcanza una dimensión épica. Es la metamorfosis del encarnizamiento más espeluznante y la hombría más cáustica trocada en bordados, abalorios y polleras. El jefazo del cártel mexicano, el oficial nazi jefe de un campo de concentración, el guerrillero, el fundamentalista islámico, el marero salvatruchano, el vikingo, el samurái…, en arduo patinaje artístico sobre el black ice de su identidad de género. A no dudarlo, la atracción argumental de Emilia Pérez descansa en la fuerza de su patrón ideotemático.
Este punto de partida era un imán per se. Nadie podría imaginarse que Audiard iba a dar un timonazo aún más fuerte para convertir a Manitas en santa Emilia redimida y redentora, con una vocación tan súbita de amor al prójimo. Por eso, si bien las acciones de Emilia pueden ser justificadas por su necesidad de reconocimiento público, su pensamiento y su psicología no son sino expresiones de la falsedad de sus actos.
Lo que en la primera parte propone a nivel enunciativo Emilia Pérez, queda desnaturalizado en la segunda parte. Los actos de Emilia solo son posibles porque existió y aún existe bajo sus faldas Manitas. Retener a sus hijos, ejercer violencia económica y física sobre Jessi, fundar una ONG para la búsqueda de desaparecidos, entablar una relación amorosa con Epifanía, exigirle a Rita que la secunde en su proyecto social. Todo es fachada para quien puede disfrutar de seguir haciendo su voluntad y ejercer su dominación masculinoide sobre sus allegados bajo una apariencia fraudulenta.

Rita lo sabe, por eso cae en pánico cuando le ve reaparecer en la cena de empresarios en Londres. Manitas la había mantenido bajo amenazas y agresiones hasta que logró su objetivo. Nadie creyó nunca que una vaginoplastia le exonera de sus crímenes y anula su propensión a la maldad. Rita sabe lo que viene, se relaja y vuelve a cooperar, porque es una especie de rehén con síndrome de Estocolmo. Es coherente con su psicología victimaria, acomodada y carente de autoestima. Rita es el personaje más creíble y fundamentado de toda la cinta.
Mamma mía sí, Emilia Pérez no
No voy a participar del debate sobre los estereotipos y otros deslices que hieren la sensibilidad de los mexicanos. Ellos podrán identificarlos mucho mejor que yo. Solo digo que Audiard ha propuesto un asesino convertido en santa por obra y gracia del efecto cirugía, y a cuya muerte será venerado en cristiana procesión; lo que sin perderse en translation equivale a decir que el pueblo de Benito Juárez es estúpido, inculto e incivilizado. Tampoco me interesa Gascón fuera de la pantalla. Mi tema es más fílmico que extracinematográfico. Baste decir que respeto a las personas trans y al resto de los colectivos catalogados, abecedarizados o indefinidos, así sea por humana solidaridad, ya que bajo los actuales estándares científicos y progres todos encajamos en uno u otro perfil despatologizado o patológico, descriminalizado o punible, privilegiado o marginal. Aquí todo el mundo tiene su letra.
En resumen, Emilia Pérez es un musical entretenido y mediocre. Adictivo por su alta dosis de tensión y euforia, por su indiscriminada y absorbente mezcla de crimen, acción, melodrama, culebrón, narcotragedia, espectacularidad y morbo. Su tesis, desprendida de las acciones del rol principal, nos dice a las claras que la ciencia no ha podido aún desencarnar la esencia de lo que somos. Que una intervención a punta de escarpelo, un reacomodamiento cárnico, muscular, estético no cambia la trayectoria moral, y que árbol que nace torcido, jamás su tronco endereza. México y los mexicanos, reducidos a monigotes, diálogos insufribles, textos musicales prosaicos y forzados, actuaciones inconsistentes (Zoe Saldaña muy bien, pero una golondrina no hace verano) y unos rubros de producción estándar no hacen de Emilia Pérez un filme valioso a largo plazo.
Para gustos, colores, pero hay que aprender a no comer del piso. Un musical articulado en una historia mediocre como Mamma mía (Phyllida Lloyd, 2008) puede deleitar una sobremesa dominguera, soportando el paso del tiempo y de otros musicales mejor elaborados. Porque Meryl Streep es una academia viviente, una soberbia encantadora del arte de no ser quien es, y porque la música de ABBA es tan elegante e icónica como memorable y magnífica. No sé si intentar sacar partido de lo trans y lo narco a base de fast music y prosa morralera, con una exasperante superficialidad y arrogancia primermundistas, sea suficiente mérito para reclamar una memoria, un rincón, un rastro en los anales del cine musical.