Para entrar rápido en materia, diré que El poder del perro (2021), cinta coproducida entre Nueva Zelanda, Australia, Reino Unido y Canadá, es ese tipo de obra que nos deja boquiabiertos, con la quijada colgando. Ha sido registrada como un drama del género wéstern, aun cuando no fue rodada en los paisajes inicialmente descritos en la novela homónima del estadounidense Thomas Savage, publicada en 1967 y en la que se basa el argumento cinematográfico. Vaqueros, indios, chica rubia, tipo fuerte, cantina, posada, caballos y el paisaje, testigo omnipresente en esta clase de filmes. Y, sin embargo, todos estos ingredientes en función de un replanteamiento que en nada reconoce el canon que la precede.
Con guion y dirección de Jane Campion, el filme le granjeó a la realizadora el León de Plata a la mejor dirección en el Festival de Venecia, y el Óscar a la mejor dirección, con doce nominaciones. La cineasta, muy sensibilizada con el texto de Savage, parece haber respetado y potenciado, en esencia, la perspectiva contenida en la obra original. Es decir, en El poder del perro, como en parte de su novelística, el autor denunció el oscurantismo sexual y la rigidez moral predominantes en el entorno de granjeros y cowboys, que aparecían ya descritos y condenados en sus primeras novelas. Se dice que en estas quedaron reflejadas sus experiencias como hombre ilustrado que no se adaptaba al contexto heteropatriarcal y homofóbico del oeste americano donde nació y creció; toda vez que Savage tuvo relaciones con varios hombres, con independencia de haber construido una vida familiar tradicional junto a su esposa e hijos.
Por la senda equivocada
En cuanto al filme, no se puede decir mucho sin dar pistas de su desenlace. He de confesar que me sumergí en la historia, con toda la inocencia que aún me queda, de mi trasegar de espectadora lúcida. Mi respeto por la directora, guionista y productora neozelandesa Jane Campion me permitió disfrutar sin mantenerme demasiado advertida sobre los artilugios de la construcción del relato. Cuando creía que la historia seguiría determinado curso, la secuencia siguiente me demostraba que estaba en la senda equivocada. Así fue a lo largo de todo el metraje, hasta que al final, ¡no lo podía creer!, toda la película se me echó encima. Toda la argucia dramatúrgica y la sutileza expresiva puesta en escena por la Campion se me develó de súbito. Como ella misma aseguró, al leer el libro no alcanzó a adivinar lo que iba a pasar, considerando su alto nivel de detalle. Aunque ya el original acusaba un estilo que enmascaraba la anécdota con deliberadas opacidades, es indudable que esta mujer logró explotar al máximo la intriga, reafirmando ser una de las grandes maestras del relato cinematográfico.
El gran cine de nuestros días hace valer una producción de casting muy prolija. Lo digo siempre: los personajes tienen que enamorar al espectador, ya sean demoníacos o angelicales; lo que equivale a decir que tienen que ser verosímiles, convincentes. Esa es la tarea de los actores y actrices, que solo se consigue si quien bien dirige ha tenido además la buena fortuna de disponer del elenco apropiado. Para mayor beneplácito, El poder del perro cumple esta premisa con sobrada eficacia, así como otros acápites que hacen de su consumo una experiencia perdurable, empezando por su espectacular fotografía, a cargo de la joven australiana Ari Wegner, nominada por ello al Óscar.
La sinopsis y el elenco
Phil Burbank es un acaudalado y hábil ganadero de mediana edad, ¡educado en Yale!, que guía sus reses con la ayuda de su hermano George y un puñado de rancheros asalariados. Corre el año 1925 en la geografía de las Montañas Rocosas y las Grandes Llanuras que caracteriza al estado noroccidental de Montana. De temperamento frío y despreciativo, Phil es ante todo un macho alfa engreído y siniestro. Pero es también un hombre amargado por su solitaria e inconfesable homosexualidad, que lo ha convertido en un ser cruel y apático. Con el tiempo ha llegado a comportarse como «esposo» virtual de su hermano, por lo que estalla en sádico resentimiento cuando este decide contraer matrimonio con Rose, viuda y con un hijo afeminado que estudiará para médico en la universidad.

Según he podido leer, Benedict Cumberbatch (Phil) se enamoró del protagónico, al que calificó de complejo, aterrador, brillante y muy dañado. Su interpretación fue perfecta, como la del resto de sus colegas: Kirsten Dunst (Rose Gordon), Jesse Plemons (George Burbank) y Kodi Smit-McPhee (Peter).
Relieve, colina, cielo, el baile de los amantes
Hay una escena —mi preferida— que define al filme en su ética, en el peso de su subtextualidad, así como en el alcance de su retórica visual. Puntualiza lo que yo espero de Campion y lo que me sorprende de la totalidad de su obra fílmica. He aquí ese momento: George acaba de casarse con la viuda Rose. Van en automóvil por la carretera y de pronto se detienen en medio de un paisaje de apocalíptica belleza: una semiplanicie terrosa y ondulante y unas montañas encrestadas teñidas de azul, que dialogan con un cielo pálido donde apenas se entrevé un hilillo de nubes que se desvanecen como pompas de algodón.
En este momento celeste, donde la pareja está a resguardo de cualquier malicia, reproche o desprecio mundano, George y Rose viven la epifanía de su unión matrimonial, pero, sobre todo, de su unión espiritual. Ella le enseña a dar sus primeros pasos de baile sobre la mullida hierba. Él se emociona hasta el borde de una lágrima que atestiguará la inmensidad de su dicha: «Solo quería decir lo agradable que es no estar solo». Ah, y ni una gota de música. No hace falta emborronar ese mágico momento con la falsa zalamería de una apoyatura melódica; sino hasta que en el cierre de la escena entran unos compases musicales discretos, más como epílogo de ese instante que como comentario dramático con intención de énfasis emotivo. Las excelencias de la banda sonora son mérito del instrumentista y compositor inglés Jonny Greenwood.

La última señora Burbank
La represión sexual de Phil, así como su desprecio por sí mismo, yacen ocultos en su rebeldía, en sus ansias de venganza y en la propia fragilidad de su enquistado y clandestino erotismo. Presume de ser un vaquero apestoso, para conservar su misantropía intacta. Su amenazante taconeo y su virtuosismo en la ejecución del banjo representan el sonido de su tóxica virilidad. La soga que teje, con la ilusión que Peter ha despertado en él, es el símbolo de sus ataduras mentales y morales, las mismas que lo harán rendir cuentas ante ese poder del perro imaginario, que lo observa desde la colina con reflejada temeridad.
Pero hay otras dimensiones en las que también se muestra la dominancia masculina y el peso del orden burgués sobre el control de la propiedad privada y su extensión al modelo familiar. Rose no será admitida como una auténtica señora Burbank por su origen plebeyo, pero accederá a ese estatus bajo condiciones excepcionales. Allí donde no queda otra alternativa para preservar y perpetuar el patrimonio, cuya expresión palpable son las joyas de la familia, solo basta que su suegra constate que ella será la única y última señora Burbank.
Incluso el sereno, cariñoso y comprensivo George, desde su apego a las convenciones, ha precipitado la debacle temperamental de Rose, al obligarla a cumplir con ciertos rituales sociales que garantizan la cohesión de la clase pudiente. Poco o nada hace ante el notorio descalabro nervioso de su esposa. Atrapado entre la lealtad al hermano gruñón y el tibio respaldo a la situación de Rose, no atina a darle a ese conflicto una oportuna salida.

Me alegra que la veterana Jane Campion (El piano, 1993) haya escogido esta atrevida novela de Savage, que no intenta discursar sobre el escarmiento ni la frívola vendetta. Hay mucha irradiación hormonal biográfica en este thriller del oeste. Sí, es un thriller, no se pierda en el atajo de una presunta historia sentimental. Evidentemente, Campion comprendió el potencial de El poder del perro para destruir ciertos mitos sobre la fragilidad humana. Al poner en primer plano la inteligencia, no solo ha revelado el poder, no del perro, sino del conocimiento, la temperancia y la paciencia, así como la capacidad de los seres humanos para no sucumbir a ladridos mordaces. Antes bien, para demostrar que eso que hoy llaman «resiliencia», en otro tiempo y contexto tuvo que ser «reparación por vías no convencionales». Ya me entenderán.