Jane Campion (Sweetie, Retrato de una dama) regresa al cine luego de más de una década sin filmar largometrajes, y lo hace desde unas abisales e hirsutas planicies neozelandesas disfrazadas de la Montana estadounidense de 1925, pero lejos de las meras pretensiones miméticas que opacarían los potenciales expresivos de los parajes donde transcurre el abyecto relato de El poder del perro (The Power of the Dog, 2021), basado en la novela homónima del estadounidense Thomas Savage (1915-2003), publicada en 1967.
Marisma y páramo
Luego de sumergir a los atormentados personajes de El piano (The Piano, 1993) en las tenebrosas y confesas marismas de la Nueva Zelanda de mediados del siglo XIX, en esta nueva película Campion traslada su mirada hacia contrastantes zonas de faz volcánica y estériles planicies rematadas —casi como por ilógica sorpresa— por abruptas cordilleras.
De la abigarrada y pútrida densidad pantanosa, que constantemente parece ahogar cualquier intento de simple respiración a la muda pianista Ada McGrath que consagrara a Holly Hunter, la cineasta transita al explayamiento aturdido, reseco, agrio, agorafóbico e igualmente asfixiante, que tensa los espíritus del elenco liderado y torturado por Benedict Cumberbatch, en el rol del complejo y antiheroico cowboy Phil Burbank.

En ambas cintas, consecuentemente dialógicas, Campion despliega un juego de colisiones que da contundente vuelta de tuerca al consabido antagonismo civilización-barbarie, reformulado como la oposición inexorable entre sensibilidad y brutalidad, entre razón y violencia, sinceridad y renuencia. Principios antagónicos mixturados en una irreconciliable y autodestructiva espiral, cuyo destino trágico está sellado desde el primer contacto.
En medio de la aridez absoluta de la Montana reimaginada por la realizadora —que ya acumula un León de Plata de la Mostra de Venecia y un Globo de Oro, ambos a la mejor dirección— se mueven personajes áridos, batidos a muerte en una polvorienta marisma conflictual. En sus extremos irreconciliables se hallan, respectivamente, las oportunidades de ser desde la consecuencia y de parecer desde la inconsecuencia.
Phil
Phil Burbank está en suicida rumbo de colisión contra sí mismo. Cada movimiento, mirada, gesto, palabra y decisión son rutinas de la pantomima envenenada en que ha convertido su vida, dedicada a la sofocación de los deseos y de su naturaleza sensible de auténtico genio intelectual. Se toma empecinadamente del cuello y restriega su nariz contra el polvo elemental, ahogando los gritos de su verdadero yo. Su vida semeja una suerte de autoflagelación perenne que lo mantiene en el sendero «virtuoso» y sencillo dictado para el macho alfa por la cultura occidental judeocristiana, con su estricto y llano código heteropatriarcal.

Cumberbatch encarna a Phil como si se tratara de un barril de pólvora con la mecha muy corta. Como una cuerda en máxima tensión, a punto de quebrarse y azotar inmisericordemente las manos del instrumentista, con alto precio de sangre. Encabeza una rebelión reaccionaria contra sí mismo, en una renuncia cuasi monástica del mundo y las tentaciones que puedan detonar instintos contraproducentes en él.
Es un ser cuyo miedo resulta agresivo y proactivo. La «debilidad» convertida en aparente y violento empoderamiento. Los miedos propios proyectados cruelmente en el prójimo. La víctima que victimiza vengativamente a los semejantes. Tal es una de las claves metafísicas de los poderes humanos.
Toda la lógica tiránica del vaquero transcurre en «armonía» hasta que aparecen casi de sopetón unas víctimas tan abrumadoramente equivalentes a sus peores miedos, que resquebrajan todo el andamiaje de naipes salvajes cuidadosamente estructurado durante años, revelando su esencial fragilidad.
George
El hermano, George Burbank —implosivamente encarnado por el cada vez más sólido Jesse Plemons—, es un personaje en tímida fuga del salvajismo elemental instaurado por Phil, con modestas pretensiones más «civilizadas» de abordar el siglo XX que corroe hace más de dos décadas ya la reluctante y «romántica» perpetuación del Oeste prístino. A través suyo arriba el mundo al oasis eremita cultivado por Phil con habilidad de orfebre.
George es canal y heraldo. Tímido y apocado, pero inevitable. Es una encarnación simbólica del movimiento perenne de la vida, que arrasa con todo intento de perpetuar modelos, modos y maneras que contravengan la dinámica de la existencia. No importa cuán monolíticos sean los poderes que se le opongan. De hecho, mientras más inflexibles, resultan más temerosos y más frágiles.

El discreto, amable y pasivo George es un suave agente del cambio. Es fluido como el agua que rellena todos los intersticios de la roca sin pretensiones de socavarla o siquiera usurpar su rol dominante, sino simplemente de ser y existir. Poco a poco va forjando su rebelión no violenta contra el statu quo impuesto por Phil, que rinde culto a un idealizado cowboy muerto nombrado Bronco Henry, a quien debe adorarse como una deidad ejemplar, como capital simbólico que poco a poco va reduciéndose a un mero y polvoriento altar con algunos de sus objetos y una placa conmemorativa. Solo eso. Ya solo significa algo para Phil.
El hermano simple busca tener una vida marital y de corte urbano tan simple como él. Una vida ridículamente inofensiva, pero tan peligrosa como la mariposa que provoca el tsunami con el leve batir de sus alas. Es la semilla del caos. El indicio del fin. La nota que disuena y resquebraja la sinfonía del terror que Phil ha convertido en la banda sonora de sus aisladas y hoscas existencias, a resguardo de sí mismo.
El piano
Campion se permite en El poder del perro una autorreferencia nada ingenua, en la forma del arribo de un piano de cola a la casa de los Burbank. El sencillo George se ha casado con la sencilla viuda Rose Gordon (Kirsten Dunst), uno de cuyos oficios ha sido tocar el instrumento en proyecciones fílmicas de esas primeras épocas silentes del cinematógrafo —otro alarmante signo de cambio indirectamente referido.

En El piano, un instrumento semejante es trabajosamente acarreado por entre los infectos pantanos neozelandeses por los empleados de George Baines —suerte de anti-Phil encarnado por Harvey Keitel, dada su condición de hombre rudo, curtido en el áspero entorno, pero dotado de cierta sensibilidad— para que la McGrath ocupe sus horas de cuasi esclavitud junto a su indócil hija Flora (Anna Paquin), luego de que su esposo —un anti-George de nombre Alisdair Stewart e interpretado por Sam Neill— la conminó al abandono del piano.
En El poder…, el invasor piano es bienvenido por el esposo para mitigar la incomodidad que Phil Burbank se ha encargado de cultivar con minuciosidad psicopática, y a la vez es flagrante testimonio de las variaciones radicales en la dramaturgia conservadora del lugar. Un piano es grande, incómodo y abarcador.

El piano requiere de varios hombretones para moverlo hasta el lugar destinado en la casa. Su delicadeza musical, sensorial, leve, es, sin embargo, densa, intensa y difícil para la fuerza bruta de los cowboys. Como el armatoste que cargan también los protagonistas del cortometraje Dos hombres y un armario (Dwaj ludzie z szafa, Roman Polanski, 1958) y perturba todos los espacios a donde se mueven.
Rose y Peter
Rose y su hijo Peter (Kodi Smit-McPhee) son verdaderos invasores, saboteadores, infidentes e insurrectos que llegan a la vida de Phil Burbank para cerrar definitivamente el cerco que el mundo y la historia han establecido alrededor de su fortaleza reaccionaria, estática.
El sitio se vuelve insoportable, así como la resistencia descarnada que despliega el cowboy, a la altura de los caballeros del wéstern de antaño, parapetados en un last stand tras las carretas en medio del desierto, listos a repeler el asalto de las hordas de los indios; los verdaderos norteamericanos, las verdaderas víctimas de la plaga colonizadora glorificada por la épica del cine y la literatura pulp.
Aunque Rose es casi despreciativa y duramente representada como un ser pusilánime, quebrado bajo el bullying rampante de Phil, su mera presencia es otra señal desastrosa del fin de los tiempos. Su fragilidad atormentada desestabiliza la armonía casi pura que el hombre ha creado para protegerse de sí mismo.

El joven Peter es una presencia más terrible aun, con su languidez casi femenil, que no esconde. Es un muchachito que hace flores de papel y es casi tan transparente como estas. A través de él casi pueden verse las duras montañas del fondo, monumentos a la «entereza» emponzoñada de Phil. Su poder es mayor que el de Rose y George, pues es el poder del espejo, del reflejo, de la proyección reveladora de lo que tanto se ha ocultado.
Como Plemons, Smit-McPhee construye igualmente su personaje casi en secreto. Desde el infrasonido. Desde las regiones luminosas del infrarrojo, imperceptibles para el ojo humano.
Bajo la atronadora y altisonante presencia del vaquero de Cumberbatch germina este personaje transparente pero sorpresivo, inesperado, feroz. Su camino va transcurriendo a través de los estratos que escapan a las vibraciones causadas por el galope gallardo de Phil. Entrambos se establece una suerte de carrera entre la liebre y la tortuga, ganada siempre por el subestimado quelonio.
Con el jovencito aspirante a cirujano —hijo de un médico suicida— se completa entonces el irónico y doloroso juego de víctimas en que termina ahogándose Phil Burbank, lastrado por el peso de su intolerancia hacia sí mismo y a todo lo que le recuerde y revele sus sacrílegas «debilidades» sexuales. El poder del perro es así una película también sobre la asfixia, sobre la incapacidad dialéctica para adaptarse, sobre la fragilidad de las hegemonías, verdaderas aberraciones de la naturaleza.