El dilema artístico de cualquier saga, sea cinematográfica o literaria, es precisamente el de la continuidad, no solo la obligación de mantener el ritmo dramático y narrativo, sino también el de consumar el debate, el deber, incluso el riesgo, de dar un salto adelante, potencialmente al vacío, que suponga deshacer o rehacer todo con tal de ir un paso más allá de lo esperado, lo previsible y lo recomendable. También estaría el problema de la estructura casi circular, el eterno ir y venir de una galería de personajes y situaciones ya conocidas pero que aún, y precisamente por ello, ameritaban ser reivindicados. Al final.
Francis Ford Coppola, dios padre de la banda de directores ítalo-norteamericanos que elevaron a la categoría de arte el drama familiar gangsteril, resucita con una suerte de corrección definitiva, esperemos que esta vez sea así, de la tercera parte de El Padrino, treinta años después de su estreno en 1990. Sin ser ni estar del todo bien acabada, en su momento, ni llegar ahora a las cúspides artísticas que supusieron sus predecesoras setenteras, la película mejora de manera evidente a partir de esos pequeños ajustes estéticos a lugar que dignifican un largometraje en lo absoluto menor, imperfecto e improvisado, debido a ciertos imprevistos.
No hay grandes desaguisados ni sorpresas en el acabado actual de la obra fílmica, porque los cambios básicos y más necesarios estaban a la vista y eran conocidos. Sobre todo los que podían ser subsanados en edición, desde el acortamiento y redondeo de la secuencia inaugural, la estructuración temporal de lo que podrían ser entendidos como tres capítulos o instantes, ahora convencionalmente lineales, sin viajes al pasado, la adición de algunas notas musicales aquí y allá, y la eliminación de ciertas escenas que no aportaban nada a la comprensión y potenciación del drama en ciernes. Finalmente, la resolución del conflicto, con el consecuente epílogo en lo absoluto épico, mucho más acorde con lo que dictaba la lógica argumental de la trilogía en su totalidad, que requería para su cierre magistral la muerte literal, primero en vida, de El Padrino, completamente olvidado, solitario, casi igual que su padre, Vito Andolini, de Corleone, del que aprendió y siguió sus consejos prácticos, pero también al que intentó continuar, emular y superar, abandonando, sin demasiada suerte, las actividades criminales de la familia y los inevitables coqueteos con el mundo de la mafia y la política organizadas, eso sí, para delinquir. En tal sentido la película no se recupera nunca, imposible hacerlo, del intento de hacer mucho más espectacular la violencia extrema, bien dosificada en las dos primeras partes y que aquí llega a desbocarse de manera poco creíble u orgánica.

Hablo de la secuencia de la aniquilación en masa de los grandes capos, ametrallados desde un helicóptero, más cercana, en su ejecución estética, de lo que podría ser un drama bélico de bajo presupuesto o a cualquier intrascendente película de acción, y no a lo que se espera que sea el cierre conclusivo, consagratorio, de una trilogía histórica. El otro aspecto que no se podría siquiera intentar mejorar en una nueva reedición era el de las supuestas malas actuaciones, en especial la de Sofía Coppola, interpretando a un personaje leve y vulnerable: la hija incestuosa de Michael Corleone. Considero necesario detenerme en este aspecto, porque siempre me ha parecido injusto condenar al director y el largometraje a causa de la decisión, quizás tomada a la carrera, de ofrecerle un personaje pensado para otra actriz no mucho más experimentada o mayor, pero sí francamente más talentosa: Winona Ryder. Sin embargo, disiento de los que adjudican siempre a ese factor, digamos que histriónico, el aparente fracaso de El Padrino III, que bien pudo demorar demasiado en ser filmado, eso tras el éxito arrollador de las dos primeras partes, rodadas más de quince años antes.
En lo esencial, sin dejar de ser el filme antológico que bien conocemos y disfrutamos, también podríamos verlo como la oferta y oportunidad indeclinable, bien aprovechada, de concederle un toque de distinción y una segunda vista, desprejuiciada y retrospectiva, a una película por demás clásica y conocida, que a pesar de todo lo dicho maduró bien, pero a la que no le ha venido nada mal cierto estiramiento quirúrgico tras largos años de añejamiento, a la espera de ser acabada para siempre, con uno de los falsos finales más brutales de la historia del cine, ese momento casi inolvidable que resuena en nuestra memoria afectiva: el grito, estertóreo y silenciado, luego audible, de Michael Corleone, mientras siente que le ha sido arrebatado todo lo que importa en esta vida.