La década más reciente ha significado un retorno cinematográfico hacia nuestro pasado colonial. Así, los últimos años han contribuido a ensanchar la filmografía cubana de ambientación decimonónica: José Martí: El ojo del canario (Fernando Pérez, 2011), Cuba libre (Jorge Luis Sánchez, 2016), Inocencia (Alejandro Gil, 2018), Insumisas (Laura Cazador y Fernando Pérez, 2018). Actualizando este catálogo fílmico, una propuesta renovada expande todavía más nuestra epopeya audiovisual.
La premisa argumental de El Mayor (2019) se funda sobre la biografía de Ignacio Agramonte y Loynaz (1841-1873), recreando los sucesos más significativos de su ministerio patriótico. Rigoberto López (1947-2019) dirige la película con esmero de pedagogo, favorece la vecindad entre el (des)montaje narrativo de la ficción y la voluntad didáctica del documental. Asimismo, el guion corre a cargo del propio director, en comunión creativa con el dramaturgo Eugenio Hernández Espinosa.

Los (sub)géneros, por su parte, edifican el andamiaje estético-temático del filme, sobrescriben sus cualidades de representación. Desde el empeño en clave biopic declarado por el título, pasando por el belicismo latente bajo el atrezo y los escenarios (vestuario, armamento, ambientación) hasta desembocar en la grandilocuencia épica del combate, de los planos generales que lo retratan, cualquier derivación del género histórico cabe en esta obra.
El Mayor presenta una estructura narrativa convencional, de factura aristotélica. La progresión continuada de los acontecimientos, así como los apuntes cronológicos que acotan cada salto temporal, asisten al espectador en su experiencia cinematográfica. Amparada en la sonoridad magnética de José María Vitier, el clima colonial de la isla va cobrando plenitud, vertiendo en una misma pieza la cadencia litúrgica del templo, el arrebato rítmico de la guerra. Ignacio Agramonte (Daniel Romero)[1] hace su primera aparición desde el púlpito universitario[2], rodeado de algunos colegas de oficio que más tarde lo secundarán en su incursión bélica.

El joven jurista se acerca a su futura señora en los compases iniciales del metraje, gusta de esa sonrisa camagüeyana que lo seduce. La relación de Amalia Simoni (Claudia Tomás Fuentes) con el patriota constituye la primera dualidad portadora de sentido, dupla de significantes que vertebra el discurso fílmico-sentimental de la obra. Rigoberto López enaltece el idilio, dialoga con cada instante del romance: el galanteo precursor, pleno de piropos, bailes y versos; la boda y el campamento, encuentros fortuitos, esporádicos; finalmente, la clandestinidad de la esposa, el prestigio militar del marido.
La pareja Agramonte-Amalia se descubre como devoción de seda, afinidad de causa y espíritu. Asimismo, encarna la fibra más íntima de Ignacio, ponderando la relevancia del ámbito familiar en el itinerario anímico del abogado-mambí, abogado-patriota. La reciprocidad amorosa deviene firmeza anticolonial, retroalimentación entre contextos «incompatibles»: por una parte, el hogar (la familia, ¿la paz?); por la otra, la guerra (la sangre, ¿la libertad?). Aquí, precisamente, interviene la otra dualidad simbólica de la película, conformadora de una retórica expresiva, aglutinante.

Carlos Manuel de Céspedes (Rafael Lahera) inaugura la disputa libertaria, prende la mecha de la rebelión. Bien aprehendida por la savia popular, la rivalidad de los dos principales jefes envueltos en los inicios de la Guerra Grande ―nicho de mitologías y fundaciones― ha franqueado el academicismo del cuaderno escolar, estableciéndose así en el imaginario colectivo. La oposición Agramonte-Céspedes implica un enfrentamiento antagónico, pero no excluyente. El empleo de la abogacía, en tanto vehículo para la reducción de las divergencias socioeconómicas vigentes en Cuba, aproximaba sus métodos e intereses. Aun así, sus respectivas concepciones de gobierno, irreconciliables en la práctica, contribuyeron a la indisposición bilateral.
El largometraje arroja luz sobre las divergencias etarias, políticas e ideológicas que persiguieron a estos patriotas durante buena parte de la contienda. Agramonte, espoleado por el brío de su juventud, reclamaba como indispensable la democracia prerrepublicana, junto a una consecuente división de poderes; Céspedes, asentado en el sosiego de su experiencia, respaldaba la necesidad de un mando único y transitorio. Con cada (des)encuentro entre ambos, Rigoberto López nos confirma lo inevitable (¿la necesidad?) del disenso, provechoso para la edificación ulterior de un Estado inclusivo.

En cuanto al apartado técnico, la película descuella por su exquisitez en las coreografías bélicas, el naturalismo de las heridas y la magnitud pantagruélica de las batallas. De hecho, El Mayor se instituye como la producción cubana más costosa de los últimos treinta años. Esto, sobre todo, viene dado por el uso de doscientos caballos y más de quinientos figurantes que tomaron parte en las escenas de machete y fusil. Potenciados por la fotografía del experimentado Ángel Alderete, los instantes de pugna independentista se muestran en su dimensión más romántica, mudando de planos y acentuando el énfasis dramático.
Rigoberto López ha saldado una deuda cinematográfica (¿histórica?) con el mambisado cubano. Su filme se aleja de autocomplacencias triunfalistas, expone los conflictos y contradicciones de una etapa: caudillismo, regionalismo, militarismo exacerbado e ineficacia del aparato civil. Por otra parte, la pasión erótico-afectiva encuentra su espacio, descubre su protagonismo en una relación de proporciones legendarias. Igualmente, El Mayor entraña un regocijo visual que corona su representación en las amplias tomas sobre las llanuras de Camagüey.

Aun así, estos valores recién aludidos no suprimen por completo algunas carencias artísticas de la pieza. A saber: excesiva linealidad en su propuesta narrativa, circunstancia que favorece el asentamiento de un tempo tardío, innecesariamente demorado; escasa caracterización de personajes, excepto por la tríada Agramonte-Amalia-Céspedes; poca profundidad en el abordaje del antagonista peninsular, descrito bajo caracteres (casi siempre) maniqueos; abuso en el empleo de situaciones bélicas, en detrimento de escenas más introspectivas, concebidas para revelar (parte de) la espiritualidad del sujeto.
En suma, sirva este acercamiento de homenaje póstumo a su director, fallecido poco antes de su estreno. En buena hora nos llega esta pieza, dispuesta para enriquecer la filmografía latinoamericana de perfil histórico.
[1] A quien se le acomodan con soltura los protagonistas históricos, verificables. Véase su interpretación de un Apóstol adolescente en José Martí: El ojo del canario.
[2] Durante su ejercicio final para recibir el título de licenciado en Derecho Civil y Canónico (1865).