«La música se va…
Tan solo queda un perfume fugaz a carne y seda…
¿Quién tus encantos desnudó a la brisa?».
Francisco Villaespesa
Tulipa (1967), de Manuel Octavio Gómez, es el primer filme cubano del período revolucionario cuyo argumento gira completamente en torno a los conflictos éticos de la desnudez femenina en el ámbito artístico. Sin embargo, ese impulso iconoclasta se ve frustrado por una excesiva carga moralizante e insuficientes escenas de desnudo, las cuales nunca llegan a ser explícitas.
Inspirada en la obra teatral Recuerdos de Tulipa (1962), de Manuel Reguera Saumell, esta adaptación cinematográfica nos acerca al dilema existencial de Tula (Idalia Anreus), una artista de circo —conocida en el pasado como La Reina del Sainete—, convertida ahora en una decadente bailarina exótica. Anunciada a viva voz como «La mujer de las mil revoluciones por minuto», «La sirena del Nilo» y «La flor del Caribe», Tulipa es la estrella de un «espectáculo solo para caballeros, amantes del arte y la belleza femenina», que comienza a las ocho de la noche.
Desplazada por los dueños del circo Ruperto y Sobrino(el poder masculino) a una carpa más pequeña y a un acto de menor categoría, la protagonista no solo sufre las humillaciones del público durante cada función, sino también de la autoridad policial, que se refiere a ella —de forma despectiva— como «Tulipa, la encuerusa» cuando intentan llevarse preso a Chucho (José Antonio Rodríguez) por fumar marihuana. Ante semejante ofensa ella responde enérgica: «Mi nombre es Gertrudis Fuentes. De profesión, artista». A lo que el guardia le contesta: «Mira, que ni diez quilos me ha costado verte encuera».
El circo ha sido históricamente un espacio marginal, pobre, de minorías y desclasados (un auténtico carnaval de otredades). De modo que aspirar allí a la dignidad y al respeto no es más que un anhelo pretencioso y risible. El mundo psicológico de Tula ya estaba en crisis antes de que Cheo Carvajal (Omar Valdés) trajera a su nueva amante —Beba (Daisy Granados)— a trabajar en el circo. Una veinteañera que sustituirá a la desnudista veterana en su acto, por lo que deberá aprender rápido su oficio.

Aunque por momentos parecen confabularse, en realidad son antagonistas, pues una dejará sin trabajo a la otra. A estos efectos, resulta memorable el discurso que le regala Tula a su suplente, remontándose al pasado mediante un nostálgico flashback:
«¿Quién eres tú para venir con tantos remilgos? Basura fue el acto que yo sustituí. Aquella partida de indecencias se acabaron, porque esta que está aquí llegó y paró. Yo me propuse que iban a tener arte de verdad, quisieran o no. (…) Y ya nadie se acuerda de lo que hacía aquella vieja chusma, que de milagro no estaba presa por indecente. Yo suspendí el coloquio con el público. Figúrate, si en mi vida privada jamás dije una mala palabra, mucho menos iba a usarla con el respetable. ¿Y quedarme en pelotas? De eso nada. Siempre dejé algo sugerente, una pluma, una flor, algo artístico. (…) Me he mantenido decente y eso es lo que no me perdonan. Que el público me grite oprobios. ¿Y a mí qué? Lo importante fueron las renovaciones que hice, danzas exóticas del Egipto y el Nilo, música de verdad. Yo fui la primera en Cuba que usó el abanico de plumas y cantó “Titina” mientras se desvestía».
Cito este fragmento de forma íntegra, porque resume la biografía del personaje, sus miedos, traumas y conquistas. A partir de ahí entendemos la razón por la que lucha: defender su valor como ser humano y como artista, estableciendo la diferencia entre vulgaridad y erotismo, inmediatez y cultura. Ella sabe que el obstáculo es la espuela del deseo, que la sugerencia es una marca de sofisticación y estilo. Su resistencia a mostrar el cuerpo completamente desnudo alcanza la vehemencia de un manifiesto estético, al punto de adelantarse a los planteamientos que hiciera una década después Stefan Morawski en su libro El arte y la obscenidad, cuando se refiere al «desnudo artístico».
Este poderoso monólogo —que es también una declaración de principios— lleva implícito su juicio de valor sobre la stripteaser a la que ella misma reemplazó (Camelia), de modo que su pasado la persigue. La llegada de Beba simboliza esa amenaza, un ciclo que se repite. Lo más importante para Tula es dejar claro que, independientemente de su profesión, ella está «acostumbrada a dormir sola» y es «prácticamente señorita», porque no tuvo relaciones con ningún otro hombre después de haber enviudado.
Ante semejante confesión es natural que solo encontremos breves instantes de un desnudo parcial (sugerido) durante la danza de los siete velos. Allí los senos son apreciados por el público masculino gracias a la transparencia del traje. Aunque la visibilidad del cuerpo se dificulta por la iluminación tan precaria, favorecida con la ambigüedad del contraluz. De modo que apenas se distingue la silueta del cuerpo disimulado por la tela. En este sentido, la película que prometía ser transgresora por la naturaleza del tema que sugiere, terminó siendo conservadora, un panfleto moralista.
De la creciente paradoja de esta nudista que no quiere desnudarse —si no es desde el escudo protector de la artisticidad— nace la lucha de una mujer empoderada que ejerce el derecho de decidir sobre su cuerpo, como acto de resistencia ante el dominio patriarcal que la objetualiza. Su perreta de estirpe tragicómica es un signo inequívoco de la ética revolucionaria de aquellos años, la cual intentaba erradicar cierto gusto burgués, para el cual la pornografía, la prostitución y las rumberas eran una fiebre muy común.
No obstante, hay situaciones que involucran a otros personajes y que nos ofrecen una idea contrastante sobre la moral de la época. Puedo mencionar, por ejemplo, la escena en que Cheo y Beba se besan apasionadamente cerca de la jaula del león, mientras él le explica, refiriéndose a la gente del circo: «Para nosotros la vida es una bachata que no se acaba». Una prueba de ello es su propio compromiso con María Belén (Alicia Bustamante). De modo que Beba está de acuerdo en ser la otra. O cuando Mongo, el hermano de Ruperto (Alejandro Lugo), le pregunta: «¿Tú no has estado en el teatro Shanghái de La Habana? Diez mujeres encueras, un sketch, una musiquita y ya está el negocio». Esta es una referencia al cine-teatro capitalino de espectáculos pornográficos.
También son relevantes los diálogos entre Tula y Tomasa (la mujer barbuda, interpretada por Teté Vergara), cuando la primera dice: «En cuanto mi esposo murió me cayeron encima como auras. O bailaba encuera o me botaban para la calle», a lo que la segunda contesta —con cariño y admiración—: «Y nadie lo hubiera hecho como tú, Tula. Desnuda, pero con la frente muy alta». O cuando en la boda de la hija de Tomasa, Tula le pide: «Déjame verte sin barba» y esta confiesa nerviosa: «Me siento tan rara, como si estuviera desnuda delante de la gente. Lo que estoy es harta de exhibirme». Mientras la desnudista concluye: «Pero tú les das el gusto de irte, mientras que a mí me botan».
Estas conversaciones son el colofón de una verdadera amistad entre ambas artistas, igualmente humilladas por el público y por los dueños del circo. Según ellas, hay muchas maneras de estar desnuda, ya sea afeitándose la barba para dejar que te vean como realmente eres o renunciando a tus principios y a tu dignidad como mujer en un entorno machista.
Después de esto, no hay que mencionar siquiera a las águilas volantes (trapecistas de torso descubierto que se abrazan en el aire como accidental juego homoerótico), pues como diría Tula, «cuando uno tiene moral, puede imponerse». Por esa misma razón, la película termina con su mirada desafiante a cámara, congelada en el tiempo y fiel a sus principios, aunque «vieja, triste y sola», como le había augurado la joven Beba, quien «se prostituye» para bailar otra rumba, como símbolo de una generación que hace concesiones a la dictadura cultural del falo.