Había realizado pequeñas apariciones en el cine, entre estas, en Yo la conocía bien (Io la conoscevo bene), dirigida en 1965 por Antonio Pietrangeli, cuando, un año después, su caracterización del pistolero Django en la película homónima de Sergio Corbucci aportó un personaje definitivo a la mitología del western spaghetti. Sin embargo, los espectadores cubanos lo descubrimos como el Lancelot del insufrible musical norteamericano Camelot (1967), de Joshua Logan, al lado de la gran actriz británica Vanessa Redgrave; luego, en Secuestro de una persona (Sequestro di persona, 1968), de Gianfranco Mingozzi y, especialmente, en El día de la violencia (Il giorno della civetta, 1968), a las órdenes de Damiano Damiani, cinta importantísima en una filmografía que desborda los 220 títulos rodados en más de cuarenta países. Para entonces, Franco Sparanero, nacido en San Próspero, Parma, el 23 de noviembre de 1941, ya figuraba en los créditos como Franco Nero. Con ese nombre recibió en 1968 el premio David di Donatello por su convincente actuación en El día de la violencia, como el joven policía que enfrenta los desmanes de la mafia en un caluroso y polvoriento pueblo siciliano, descrito como solo lo podía hacer el novelista Leonardo Sciascia.
Desconocíamos que el joven actor, descubierto por John Huston para La Biblia (The Bible, 1966) en el momento que los productores norteamericanos se lo disputaban tras su labor en Camelot, súbitamente decidió renunciar a su lucrativo contrato y retornar a Italia. No tardó mucho para que lo admiráramos junto a Catherine Deneuve como el pintor Horacio, concebido por el escritor español Benito Pérez Galdós en la versión fílmica de su novela epistolar Tristana, realizada por Luis Buñuel en 1969. Años después, el famoso actor que prefería rechazar unas tras otra las propuestas para compartir películas comerciales con estrellas del cine galo por negarse a hablar en francés, sería contratado para protagonizar El monje (Le moine, 1972), de Ado Kyrou, uno de los proyectos inconclusos buñuelianos. Al melodramatismo de La virgen y el gitano (The Virgin and the Gypsy, 1970), del británico Christopher Miles, le siguió la que se convertiría en uno de los más resonantes exponentes del thriller político: Confesión de un comisario al juez de instrucción (Confessioni di un Commissario di Polizia al Procuratore della Repubblica, 1971), conducido por Damiano Damiani. Franco Nero, en su papel de Traini, enfrentaba a un veterano profesional de la talla de Martin Balsam, sin quedar a la zaga. Su mezcla de apostura y talento posibilitó que lo escogieran cineastas del prestigio de Claude Chabrol, Elio Petri, Giuliano Montaldo, Carlo Lizzani y Marco Bellocchio.
Películas de géneros y repercusión tan disímiles como Los guapos (I guappi, 1973), de Pasquale Squitieri; El delito Matteotti (Il delitto Matteotti, 1973), de Florestano Vancini (para la cual se sometió a un tenaz maquillaje con tal de caracterizar al envejecido político socialista Giacomo Matteotti); Colmillo blanco (Zanna Bianca, 1973), de Lucio Fulci; El ciudadano se rebela (Il cittadino si ribella, 1974) y El día del cobra (Il giorno del Cobra,1980), dirigidas por Enzo G. Castellari; Corrupción en el Palacio de Justicia (Corruzione al palazzo di giustizia,1975), de Marcello Aliprandi; La muerte de un fiscal (Perché si uccide un magistrato,1975), de Damiano Damiani; Gente de respeto (Gente di rispetto,1975), realizada por el veterano Luigi Zampa; La salamandra (The Salamander, 1981), del austríaco Peter Zinner; Campanas rojas (1982) y Yo vi nacer un mundo nuevo (1983), díptico de Serguéi Bondarchuk; y Querelle (1982), a las órdenes de Rainer Werner Fassbinder —por apenas citar algunas de las estrenadas en Cuba—, consolidaron aun más su reputación internacional. Se añade un telefilme de Melville Shavelson en el que encarnó al legendario Rodolfo Valentino.
Multiplicado en productor y con algunas incursiones en la dirección, este notorio intérprete actuó en locaciones cubanas en la película Havana Kyrie (2019), dirigida por Paolo Consorti. En ella personifica a un afamado director orquestal, quien descubre que de la relación en el pasado con una bailarina tiene un hijo en la isla. Esta coproducción entre Opera Totale, RTV Comercial y Vedado Films es su primera experiencia de trabajo en Cuba, si bien se trata de su sexta visita. En noviembre de 2017, durante la edición 20 de la Semana de la Cultura Italiana, la Cinemateca de Cuba le rindió homenaje con una breve retrospectiva de su obra y la Asociación de Artistas de Cine, Radio y Televisión de la UNEAC le entregó el premio honorífico Tomás Gutiérrez Alea, como reconocimiento a su trayectoria, ocasión en que confesó su definición del cine:
«Si alguien me pregunta qué es el cine para mí, le respondería que es como una gran ciudad, donde viven personas de diversas razas y colores. Y cada una de estas personas tiene su casa, tiene sus sueños, por eso el cine seguirá existiendo para que la gente continúe soñando. Además, el cine quiere decir libertad, porque en los países donde no existe la libertad, no existe el cine. Esta es mi definición del cine. El cine me ha llevado a recorrer todo el mundo. He visitado más de cien países. Y siempre por la puerta principal».
Bastó la recurrente pregunta sobre cómo fueron los inicios de su carrera para que en la clase magistral que impartió a un nutrido público rememorara aquellos tiempos a lo largo de cuarenta y cinco minutos, durante los cuales aderezó sus recuerdos con jocosas anécdotas:
Cuando era pequeño, iban a preparar una obra de teatro para un acto de fin de curso, y cierto día en el aula, el maestro preguntó: «¿Quiénes de ustedes quieren participar en esta comedia?». Se trataba de la obra Los muchachos de la calle Pal. Era una comedia húngara muy popular, que trataba sobre los boy scouts. Levanté la mano y así fue como actué por primera vez. Recuerdo que en la primera escena en que aparecía yo debía saltar por una ventana. Y lo hice, pero mal y ahí terminó mi trabajo como actor. Después, con los años, cuando tenía trece, catorce, quince…. siempre en la escuela me siguió interesando participar en las pequeñas comedias para estudiantes. Yo vivía en Parma, una ciudad provinciana, y todos mis amigos se burlaban de mí. Y me decían en dialecto: «Pero qué vas a hacer, si vas a pasar toda tu vida aquí». Yo les respondía: «¡Un día van a ver!».
Allí viví hasta los dieciocho años y me divertía mucho bailando y cantando. Con un grupo de amigos fundamos un pequeño grupo musical al que llamamos The Hurricane. Yo cantaba todas las canciones de Frank Sinatra, Perry Como, Dean Martin… pero sin saber nada de inglés. Empezaba con la primera frase de una canción y después inventaba el resto. Actuábamos en esas salas de baile que existían en los pueblos pequeños, y recuerdo que nuestro pago era de 3 000 liras para todo el grupo. Era como un euro y medio de ahora. En una ocasión estábamos actuando en un lugar sin importancia cercano al mar, y yo cantaba. Había allí una pareja de norteamericanos, que en un momento determinado se acercaron y me preguntaron: «What the hell are you singing?».
A los dieciocho años y medio me trasladé a Milán, y encontré allí un trabajo como contador, que era de lo que me había graduado, aunque ya me había inscrito en la universidad para estudiar economía y comercio. En ese tiempo también me inscribí en la Escuela del Piccolo Teatro de Milán, dirigida por Giorgio Strehler. Yo quería hacer tantas cosas… y todas las hacía mal. Me acostaba siempre tarde, haciendo de todo por las noches, y al día siguiente tenía que levantarme muy temprano para ir a la oficina a trabajar. En las mañanas me ponía espejuelos oscuros de sol, me sentaba en el buró, y dormía. Una vez el jefe me despertó: «¿Qué estás haciendo?». «Estoy pensando», le respondí. En 1962, cuando tenía más o menos diecinueve años, en Milán estaban filmando una película titulada Pelle viva, de Giuseppe Fina, con Elsa Martinelli, y se corrió la voz de que estaban buscando extras para una escena que se rodaría una noche en la calle Metropolitana. Fuimos allí y el director preguntó: «¿Quién de ustedes puede decirnos un chiste bueno sobre la Metropolitana?». Todos se quedaron en silencio por temor a decir el chiste. Entonces me levanté y dije: «¡Yo!». Y así, con ese chiste, inicié mi carrera contándolo en la que fue mi primera película, a principios de los años sesenta.
Después tenía que irme al servicio militar, porque en aquel momento era obligatorio por un año y medio. Y como yo era hijo de un policía, mi padre quería que me convirtiera en oficial. Entré como soldado raso y me asignaron a un lugar cercano a Nápoles. Allí comencé a organizar espectáculos para los militares. Al cabo de tres meses, me enviaron a San Giorgio a Cremano, otro pueblo cerca de Nápoles, y pasé un curso de radiotelegrafista. Como no tenía una lira me inventé ganar algún dinero cortando el pelo a los soldados. Esto me permitía ir a Nápoles por las noches, donde frecuentaba un local llamado Blue Bird, al que llegaban todos los militares norteamericanos que desembarcaban. En el segundo piso de este lugar existían habitaciones reservadas para que ellos las utilizaran con las prostitutas napolitanas. Como yo no tenía dinero para comprarme ropa, y le había caído bien al dueño de aquel local, cierto día envió a uno de sus muchachos a una habitación donde estaban colgadas las ropas que pertenecían a estos marinos norteamericanos. Y mientras uno de ellos se acostaba con una joven, el muchacho se apoderó de su ropa, me la trajo, y desde ese momento estuve bien vestido. El episodio es tan divertido que en una ocasión la directora italiana Lina Wertmüller, a quien le había contado la historia, quiso incluirla en una película.
Pasados tres meses, tenía que unirme al regimiento en Roma, a donde quería ir porque quería hacer cine. Sin embargo, a un romano recomendado por amigos de amigos lo ubicaron en Roma y a mí en la frontera con Austria. Estaba desesperado. Como me habían otorgado diez días de vacaciones como premio, viajé en tren a Parma, donde vivía mi familia, y hablé con mi padre. Él me dijo que fuéramos a ver a Carliccio, un napolitano que era el capitán médico del ejército en Parma. Le conté mi historia y él escribió una carta, me la entregó y me dijo que debía retornar a Nápoles, buscar el modo de ir al hospital militar y entregar la carta a un queridísimo amigo suyo que trabajaba allí. Llegué de madrugada a Nápoles en el tren y llamé un taxi. Yo traía dos mil liras y le dije al chofer que le daría mil con la condición de que llegara al hospital sonando el claxon como si fuera una ambulancia, y así lo hizo. Al llegar, todos se acercaron para ver qué sucedía, y como sé algo de medicina, les dije que tenía un cólico nefrítico. Y, por supuesto, inmediatamente me ingresaron en el hospital, rodeado de camillas con militares enfermos. Tenía siempre en las manos aquella carta, y cuando pregunté por el capitán a quien debía entregarla, me respondieron que vendría a la mañana siguiente.
Pasé la noche con insomnio, y al amanecer me llevaron a un lugar donde comenzaron a enyesarme la pierna izquierda. ¡Se habían confundido con otro paciente! Como seguía con la carta, mientras me enyesaban llamé a un capitán que pasaba por el pasillo y se la entregué. La leyó y ordenó: «¡Deténganse! ¡Llévenlo a mi oficina!». Me llevaron y llamó a una enfermera para que me quitara el yeso. Finalmente nos quedamos solos y me preguntó cómo estaba su gran amigo Carliccio. «Aquí en la carta me está pidiendo que te ayude. ¿Qué cosa puedo hacer por ti?». Le conté la historia de que había querido ir a Roma y todo lo ocurrido. Entonces me dijo: «Levántate y sígueme». Me llevó a un local lleno de radiografías, se puso a revisarlas hasta que encontró una y me dijo: «Esta radiografía es tuya. Tú tendrás úlcera. Pero, hijo mío, por lo menos debes permanecer un mes en el hospital y después te daré el alta». Me quedé un mes ingresado allí y no voy a entrar en detalles, porque una monja se enamoró de mí, pero mi deseo más fuerte era irme de ese lugar. El médico me recetó tres meses más de convalecencia, y en ese tiempo aproveché y viajé a Roma con el propósito de comenzar mi trabajo como actor de cine. En los primeros tiempos me ganaba el dinero para comer como asistente de un fotógrafo que trabajaba en Via Margutta. Había alquilado una habitación en un séptimo piso de un edificio sin ascensor. Para comer en las noches ayudaba a unos vecinos que tenían un horno para elaborar pastas.
Fue en ese período que conocí a las cuatro personas más importantes de mi vida: Luigi Bassone, Camilo Bassone, Gianfranco Trasunto y Vittorio Storaro. Prácticamente, andando juntos, ellos me cambiaron la vida. Mientras trabajaba como asistente del fotógrafo en la calle, un día viene un amigo que era fotógrafo en los estudios del gran productor Dino De Laurentiis. Me preguntó si podía tomarme algunos primeros planos, y esas fotografías de mi rostro fueron a parar al escritorio del director John Huston, quien en ese momento buscaba intérpretes para los personajes de Caín y Abel de su película La Biblia. Después de dos o tres días, llamaron a mi amigo para decirle: «John Huston quiere ver al joven Francesco Sparanero». Me citaron con el gran John Huston en el Grand Hotel de Roma, donde me presenté en la enorme suite que ocupaba. Me abrieron la puerta y vi a Huston, con su barba blanca, rodeado de varias mujeres, y es que se preparaba para actuar como Noé en su película y todas esas mujeres eran sus asistentes. «Venga, venga aquí», me dicen. Él me miró y me dijo: «Desvístete». Me sorprendí un poco, porque estaban todas esas mujeres, pero comencé por quitarme una camiseta, luego me dijo que también los pantalones, me los quité y me quedé solo con el calzoncillo. Huston orientó que caminara aquí y allá, que diera una vuelta y finalmente me dijo: «Puedes irte».
Al cabo de unos días, porque no tenía teléfono siquiera para que me localizaran, me contactaron a través de mi amigo el fotógrafo, y el asistente de dirección de John Huston le dijo: «Pásame a Francesco, que quiero hablarle». Y en ese momento es que me informa: «Querido Francesco, John Huston te ha escogido para hacer el papel de Abel en La Biblia». ¡Yo estaba en el séptimo cielo! Pero tenía un gran problema: los tres meses de convalecencia habían terminado. Y me dije: «Mamma mia, si debo regresar al servicio militar no podré hacer nada». Tomo el tren, regreso a Parma, voy a donde el doctor Carliccio y le cuento que uno de los directores más grandes del mundo me ha seleccionado para protagonizar La Biblia, pero si tengo que continuar en el servicio militar, mejor me suicido. Entonces me dijo que siguiera todas sus instrucciones: «Te van a hacer una prueba con bario para determinar si la úlcera está presente o no. Pero no deben ver que en la mano llevas unos granos de café picados». Así lo hice, y al entrar en la habitación oscura me tragué esos granos y el radiólogo dijo: «La úlcera no se ha cicatrizado todavía». Y así me dieron otro certificado médico para extender mi convalecencia.
Corrí a Roma y allí comenzó mi vida como actor. Revistas y periódicos de todo el mundo hablaban del gran descubrimiento de John Huston. Me llevaron a los estudios para que conociera al jefe Di Laurentiis y lo primero que me dijo fue: «Tenemos que cambiarte el nombre, porque el tuyo no funciona en el cine». Y como los estudios estaban en la calle Castello Romano, dijo: «¡Y tu nombre será: Castello Romano!». Me negué rotundamente ante aquella propuesta, pero estaba allí un coproductor, que era un viejo funcionario de la compañía norteamericana Universal, y le dijo: «Dino: mándamelo a las oficinas, que ya encontraremos una solución». Y así empezó todo: «¿Cómo se apellida tu madre?», «Fraticcelli», «pues Francesco Fraticcelli», «no va bien», «podrías llamarte entonces Francesco Spano». Se buscaron varias soluciones que no nos gustaron hasta hallar al final que la mejor era «Franco Nero».
De Laurentiis me escribió una carta en la que decía que yo no podía actuar en ningún otro filme hasta que no se estrenara La Biblia. Pero al ver que La Biblia tardaba dos años en exhibirse y él no me pagaba, fui a ver a John Huston y le conté mi situación desesperada, sin dinero. Al leer la carta me dijo que lo acompañara a la oficina de Dino de Laurentiis. Él era muy pequeño y tenía una poltrona que le permitía llegar a la altura de su escritorio, todo lo contrario de Huston, que era altísimo, y le dijo: «¡Tú, pedazo de mierda!, ¿cómo vas a mantener a este joven sin pagarle nada?». Todas las productoras me querían porque era el gran descubrimiento de John Huston. Recuerdo que Dino hablaba un inglés macarrónico, terrible, y respondió que haría lo posible, pero prácticamente Huston lo obligó a cancelar aquella carta. Me llevó entonces a su oficina y me dijo: «Tú tienes un físico que te permite hacerlo todo. Debes aprender bien el inglés y yo seré tu profesor». A partir de ese día hablábamos en inglés, me daba pequeños textos para leer… hasta que me dio uno de esos discos que existían con grabaciones de textos de Shakespeare, recitados por John Gielgud, Laurence Olivier, Michael Redgrave, Ralph Richardson… ¡Todo Shakespeare! Y yo, poco a poco, a medida que escuchaba el disco y sin saber qué querían decir, iba aprendiendo fonéticamente cómo lo decían.
Yo le debo todo a John Huston. Porque desde ese momento empecé a trabajar sin respiro. De hecho, en ese período es que protagonizo Django. Lo de esta película es una historia divertida. Había dos o tres productores y el director Sergio Corbucci, y cada productor quería a un actor diferente, uno, al norteamericano Mark Damon, que había trabajado en muchos western spaghetti; y otro, a un actor español con nombre norteamericano que no recuerdo, pero Corbucci me había visto e insistió: «Yo lo quiero a él». Entonces, como ninguno de los actores propuestos era conocido, decidieron hacer lo siguiente: enviaron primeros planos de nosotros a la Euro International Film, de Giulio Sbarigia, una de las grandes distribuidoras. Se los mostraron para que escogieran la cara del protagonista del wéstern, y Sbarigia señaló la mía. Así fue como pude participar en Django.

Inmediatamente después actué en otro wéstern, Tiempo de masacre, de Lucio Fulci. Mientras la rodaba me llamó un agente para decirme que un director norteamericano que se encontraba en Londres quería verse conmigo. El cineasta era Joshua Logan, que había dirigido a Marilyn Monroe en Bus Stop y Sayonara con Marlon Brando. Era un gran director. John Huston había cenado esa noche con Logan, quien estaba preparando su versión del musical Camelot, que en el teatro en Broadway había sido un gran éxito con Richard Burton, Julie Andrews y Robert Goulet. Pero Logan quería actores nuevos y jóvenes para rodar su siguiente película. Huston le había sugerido dos: uno era el irlandés Richard Harris, que en La Biblia había interpretado el personaje de Caín, y el otro era Franco Nero, un actor italiano. Logan conocía el trabajo de Harris, porque lo había visto en la película This Sporting Life[1], sobre el rugby, pero no a Franco Nero. «Lo tienes que ver», le insistió John Huston.
Viajé a Londres a entrevistarme con él. En un punto de la conversación me dijo: «John tiene razón. Físicamente eres perfecto para encarnar a Lancelot, pero, hijo mío, esta va a ser la producción más costosa en la historia del cine norteamericano y no puedo arriesgarme contratando a un actor que no habla bien inglés. Y realmente tu inglés es todavía macarrónico. Me disculpas». Fui hacia la puerta, y me volví: «Pero señor Logan, yo conozco muy bien a Shakespeare en inglés». «Pero, ¿cómo es posible, si tú ni siquiera hablas bien el idioma?». Y comencé a declamar en un inglés perfecto uno de aquellos parlamentos de Shakespeare que me sabía de memoria. Entonces él comenzó a gritar de entusiasmo, porque estuve media hora recitando en impecable inglés: «¡Eres todo un actor inglés! ¡Un actor verdaderamente shakespereano!». Y así fue como me contrató para Camelot.
Luego del papel decisivo desempeñado por John Huston en su carrera, ¿puede recordar a partir de Django todo lo que generó su participación en el western spaghetti? Porque usted es uno de los mitos del género, aunque no se haya conocido en Cuba por esas películas, pues no llegaron entonces.
Con Django viajamos a España para rodar una escena de acción. El director de fotografía era Enzo Barboni, que siempre llevaba un guion bajo el brazo, y una noche, mientras caminábamos por la Gran Vía de Madrid, me explicó con su acento romano sobre un proyecto que tenía: «Quiero hacer una película en la que no haya muertos, que no se escuche ningún disparo, sino que se den muchos puñetazos». Se trataba de Me llaman Trinity. Le comenté que no sabía si cuando la rodaran yo estaría libre para trabajar en ella[2].
Viajé a Estados Unidos para participar en Camelot y creo que soy el único actor en el mundo que después de firmar con la Warner Brothers un contrato para cinco películas, al terminar la filmación decidió romperlo y regresar a Europa, mientras todos los demás soñaban con ir a Hollywood. Camelot era una producción financiada personalmente por Jack Warner, era su extravagancia, pero cuando mis amigos Vittorio Storaro y los Bassone me llamaron para pedirme que regresara, diciéndome que ya tenía un nombre muy conocido y que me necesitaban para hacer películas con ellos, fui a donde estaba Warner y le dije: «Jack, estoy melancólico. Echo de menos mi casa y debo regresar». «¡Pero, tú estás loco! Te tengo programado un filme que va a dirigir Sydney Pollack, y después Joshua Logan quiere rodar contigo Paint Your Wagon, otro musical… ¡Estás loco, podrías ser la gran estrella europea aquí en Estados Unidos!».
Un día, cuando filmaba una escena de Camelot, vino al set Clint Eastwood y me dijo: «Mírate, italiano, y vienes a actuar en la más grande producción norteamericana, mientras que yo todavía estoy haciendo western spaghetti...». Le dije entonces: «Muy pronto te convertirás en una estrella del cine norteamericano y yo estaré en Europa». Extrañamente, el destino quiso que Paint Your Wagon la filmara Joshua Logan con Clint Eastwood en mi lugar. El reparto original era James Stewart, Natalie Wood y yo en los papeles principales de aquel musical teatral: padre, hija y el amante de ella. Después, en el nuevo guion, lo cambiaron todo. Dos amigos, Lee Marvin y Clint Eastwood, los dos enamorados de la misma mujer, interpretada por Jean Seberg. Warner me miró e insistió: «Pienso que tú estás loco. Bueno, voy a romperte el contrato, porque dentro de cuatro meses vendo el estudio a la Seven Arts». Así fue como me liberé y pude desarrollar mi carrera en Europa.
¿Qué representa en su itinerario El día de la violencia?
Cuando me ofrecieron actuar en esta película dije que no. En aquel momento tenía tantas propuestas que no me alcanzaba el tiempo. Entonces, Vanessa Redgrave supo que me había negado y me dijo: «¡Tienes que hacerlo, y tienes que hacerlo ya!». Me obligó a hacer la película y estoy muy agradecido por eso. Se convirtió en un título de culto en Italia, la transmiten varias veces al año por la televisión y los oficiales obligan a los carabinieri a verla. Mi personaje del capitán Bellodi me hizo muy popular.

Entre los grandes directores de la historia con quien trabajó figura Luis Buñuel. ¿Recuerda anécdotas sobre su labor con él?
Tristana era una coproducción de España, Francia e Italia, y la productora italiana dijo: «Tenemos que aportar un actor famoso», porque por España estaba Fernando Rey y por Francia, Catherine Deneuve. El productor que representaba a la compañía Selena Cinematográfica propuso: «Nuestro actor más importante que puede interpretar el personaje del pintor es Franco Nero». Buñuel respondió: «Me gusta, me gusta». Y me marché a España. Mi primer encuentro con él fue muy simpático. Llegué, me lo presentaron y cuando escuchó mi nombre, dijo: «¡Franco, no! A partir de este momento usted será solamente Nero. Yo le llamaré Nero». Por supuesto, estaba en contra del dictador y se negaba a tener que pronunciar su nombre. Todo el tiempo me llamó así, por mi apellido. La primera imagen que tengo de él es la de un hombre con la mano alrededor de una oreja, porque no oía muy bien.
Una anécdota que no se me olvida y que narro con frecuencia por ser muy divertida ocurrió mientras se preparaba el rodaje de una secuencia en la plaza de Toledo. El equipo disponía las luces, los asistentes explicaban a los extras lo que tenían que hacer y Buñuel estaba muy nervioso. Le preguntaron: «Luis, ¿qué pasa?», y respondió: «¡Mi maleta! ¿Dónde está mi maleta?». Toda la gente interrumpió el trabajo que estaba haciendo para buscar aquella maleta, donde supuestamente estaba el guion con sus apuntes para la filmación. Finalmente apareció y cuando se la entregaron, como un niño, la agarró con los brazos y la apretó contra su pecho.
Entonces, Buñuel, despacio, se marchó con la maleta, tratando de que nadie lo viera. Se adentró por una pequeña calle que desembocaba en la plaza en busca de un sitio apartado y se sentó en un banco, mirando a todas partes. Yo lo había seguido sin que me viera, y cuando abrió la maleta, ¿qué había dentro? Pues un bocadillo de jamón y empezó a comérselo, luego sacó una botella pequeña de Coca Cola, pero con vino tinto. Entonces lo interrumpí: «Luis, ¿qué haces?» y él, sorprendido, exclamó: «¡Nero, yo tengo hambre! No se lo digas a nadie, porque la gente tiene que trabajar». «Está bien, está bien». Siguió comiendo y reímos con esa ocurrencia mientras regresamos a la plaza para comenzar la filmación. Era como un niño sorprendido en una travesura, un niño genial, como lo demostró hasta su última película, Ese oscuro objeto del deseo, al escoger dos actrices para interpretar el mismo personaje, porque no podía decidirse por ninguna de ellas.
Un período sobresaliente en su trayectoria en los años setenta es el del llamado «thriller político», en particular su trabajo con Damiano Damiani, además de una película tan notoria como El delito Matteotti, de Florestano Vancini. ¿Qué significó ser el rostro del thriller político italiano?
En aquella época todos los grandes realizadores italianos eran de izquierda: Elio Petri, Damiani, Vancini, Bellocchio…, todos. Ellos hacían filmes muy fuertes desde el punto de vista político. Hoy no es así, porque la televisión lo ha arruinado todo. En aquel momento no era tan decisiva la influencia de la televisión, y por eso era tan grande el éxito del cine. Tuve la suerte de trabajar con varios de esos grandes directores, y de intervenir en un cine que no puede morir. Son películas clásicas no solo en su género, sino en nuestro cine.
Un título destacado en su filmografía es Marcha triunfal, dirigido en 1976 por Marco Bellocchio. ¿La experiencia militar le sirvió para caracterizar su sarcástico personaje?
Yo viví mi infancia en un cuartel, y eso me ayudó para esa película. Bellocchio le había enviado el guion a mi agente en Roma, Paola Pegoraro, la mujer de Elio Petri. Ella lo leyó, y no solo no me lo entregó para que lo leyera, sino que informó a la productora: «No, Franco no interpretará jamás este guion». Una noche en que yo estaba en un bar, Bellocchio, que también estaba allí, me dijo de pronto: «¡Tonto, estúpido, te negaste a participar en mi película!». «¿Qué película?». «Pero si te envié el guion y te negaste». «¿Qué guion? Envíamelo personalmente». Pude leerlo entonces y le dije: «Esta es una película en la que quiero actuar». Y es que él no podía realizarla si no contaba con mi nombre en los créditos.
Desde el momento en que acepté, entraron compañías de Francia y Alemania como coproductoras. Francia aportó a la actriz Miou-Miou y al actor Patrick Dewaere y Alemania a un actor de ese país. Y, realmente, pudo producirse porque acepté participar en ella. Marcha triunfal es una película que amo. Recuerdo que, en una proyección en Los Ángeles a la que invitaron a grandes actores, entre ellos Jack Nicholson y Warren Beatty, al terminar la proyección aplaudieron por diez minutos. En una ocasión me encontré con Bellocchio, quien me dijo que esa fue su única película que hizo dinero.
¿Conserva algún recuerdo de la curiosa experiencia que fue su actuación en Profecía de un delito, a las órdenes de Claude Chabrol?
Me llamó Goffredo Lombardo, quien entonces era un gran productor y distribuidor, para decirme que existía en proyecto esta película de Chabrol. El productor era un joven tunecino, Tarak Ben Ammar, sobrino del presidente de ese país entonces, y querían viajar a Roma para conocerme personalmente. Después de leer el guion le comenté a Goffredo que era una mierda, una estupidez. «¿Cómo puede ser una mierda algo de Chabrol?», me dijo. De todas maneras, se realizó este encuentro. Chabrol era divertidísimo y hablaba solo de comer. Lo primero que preguntó fue que dónde estaban los mejores restaurantes de Roma y dónde se comía bien. Después de esa reunión llamé a Goffredo y le dije: «Mira, yo puedo hacer el filme, pero si no es un éxito no digas que fue culpa mía. Te lo estoy advirtiendo con anticipación». Viajamos a la isla de Yerba, en Túnez, para la filmación. Todos saben que los franceses son muy chovinistas y quieren que solo se hable francés en las películas. A lo largo de mi carrera muchas veces rechacé propuestas para actuar en coproducciones con estrellas francesas con el fin de lograr una fórmula comercial: Alain Delon-Franco Nero, Jean-Paul Belmondo-Franco Nero…, porque me imponían hablar francés. Siempre dije que no.
Empezamos a rodar la película en francés, y tuve que decirle: «Claude, me disculpas, pero no soy bueno con el francés». Me respondió que dijera mis diálogos en italiano, inglés o el idioma que quisiera, que después se doblaría. Él solo pensaba en terminar temprano para jugar al escaque e irse a cenar. Lo recuerdo como una persona muy divertida. La italiana Stefania Sandrelli, Jean Rochefort, un gran actor francés, y el alemán Gert Fröbe, actuaban también. Pero tal y como anuncié desde un principio, la película no proporcionó dinero alguno.
¿Cómo se integró al proyecto de personificar al periodista norteamericano John Reed en la superproducción Campanas rojas y Yo vi nacer un mundo nuevo, realizadas por el director soviético Serguéi Bondarchuk?
Yo había actuado a mediados de los años sesenta en un filme producido por Tito, el presidente de Yugoslavia, La batalla del río Neretva, una superproducción bélica a la que le dio todos los recursos. El director, Veljko Bulajić, era mediocre. Lograron un elenco increíble: Orson Welles, Yul Brynner, Curt Jürgens, Hardy Krüger…, al que me incorporé yo. Y en aquel reparto figuraba también un joven director soviético que acababa de obtener el premio Óscar por La guerra y la paz: Serguéi Bondarchuk. Interpretamos juntos varias escenas y me dijo: «Algún día yo tengo que rodar una película contigo».
Muchos años más tarde, cuando surgió el proyecto integrado por Campanas rojas, sobre la revolución mexicana, y Yo vi nacer un mundo nuevo, acerca de la revolución rusa, narrada por John Reed en Diez días que estremecieron al mundo, Bondarchuk dijo: «Quiero a Franco Nero». Le respondí que no debía hacerlo, porque John Reed era norteamericano y yo no, y entonces me dijo que si los norteamericanos venían a Europa a realizar sus superproducciones con actores franceses, ingleses y alemanes, por qué no podía hacerse al revés. Ese fue el período en que, de viaje a México, realicé una escala en La Habana, donde me quedé por unos días y compré un montón de tabaco que después regalé a los amigos. Me quedé fascinado por este pueblo y esta isla. Siempre me dije que había que regresar. Por eso estoy aquí y quiero intervenir aquí en un filme que se convierta en una verdadera producción internacional.
La historia de Campanas rojas es divertidísima, porque Bondarchuk, que no hablaba ni inglés ni italiano, quería a determinada actriz, pero al pedirla pronunció mal su nombre. Entonces Franco Cristaldi, que era un gran productor italiano, y el otro productor del filme, entendieron que la actriz era Ursula Andress y firmaron el contrato con ella. Comenzamos a rodar en México por un mes sin que apareciera aún la actriz, hasta que un día estábamos en el estudio y avisaron que había llegado. Él la mandó a buscar y entró Ursula Andress. A Bondarchuk se le puso la cara blanca y la miró muy fríamente. Ella se fue y Bondarchuk me confesó: «Franco, esa no es la actriz. Yo quería a Julie Andrews». Pero ya no podía volverse atrás.
¿Cómo lo eligió Fassbinder para el personaje del capitán del barco en Querelle?
Fassbinder ya había querido que actuara en Lili Marleen, pero no pude por estar contratado para otra película, y el personaje lo interpretó Giancarlo Giannini. Más tarde me envió el guion de Querelle. Yo lo leí y tenía mis dudas sobre si participar en el filme o no, hasta que un día me llamó el asistente de dirección de Fassbinder y me dijo: «Señor Nero, aquí tengo al señor Fassbinder que quiere hablarle». Me puse al teléfono y esperé tres o cuatro minutos sin escuchar nada. Aló, aló, nadie me respondía y ya estaba al colgar cuando el asistente me dijo que lo excusara, que el señor Fassbinder no había podido hablarme, porque lo habían llamado desde otro lugar y había tenido que irse. En cuanto llegué a Berlín para verlo, le primero que le dije a su asistente fue que me explicara lo ocurrido aquel día y me respondió que Fassbinder había estado todo el tiempo a su lado, tomando whisky con ginger ale, pero que comenzó a sudar, porque era tímido y tenía miedo de hablar conmigo. Al comenzar el rodaje le pregunté a Fassbinder cómo quería que interpretara el personaje y su respuesta fue: «Tú hazlo, y si luego existe algo que no me gusta, te lo digo». Y lo actué todo por mi cuenta, sin una palabra suya.
Un día me invitó a visitar su casa y allí vi que había cuarenta casetes de VHS de mis filmes. En otro momento se acercó a donde yo estaba sentado en un restaurante y me dijo que con Querelle pretendía realizar una trilogía conmigo, que incluiría además Rosa Luxemburgo y Le bleu du ciel. Llamó: «Camarero, traiga una servilleta», y en esta, con una pluma, escribió: «Yo, Rainer Werner Fassbinder, y Franco Nero, acuerdan rodar estos dos filmes. Yo como director y él como actor». Entonces firmamos los dos, cerró la servilleta y se la guardó en el bolsillo. Después murió, súbitamente. Lo que me divertía de él es que la música que escuchaba siempre en su auto eran canciones de Domenico Modugno. Era fanático de él. Cuando preparaba Querelle, intervino como actor en un filme de Wolf Gremm que se llama Kamikaze 1989. Y me preguntó por qué antes de iniciar nuestra película no iba con él a trabajar en ella. No teníamos mucho dinero y le pedí ser propietario de los derechos para Italia. Colaboré con ellos como actor. Recuerdo que mi extraño personaje tenía un ojo de un color y el otro, diferente.
En el rodaje de Querelle establecimos una hermosa relación de trabajo. Allí estuvo de visita el pintor Andy Warhol, quien después diseñó el cartel.
Usted siempre ha sido un gran seductor, dentro y fuera de la pantalla. ¿Cómo fue trabajar con tres actrices muy relevantes: Catherine Deneuve en Tristana, Claudia Cardinale en El día de la violencia y Los guapos, y Jeanne Moreau en Querelle?
Mi primer día de trabajo en Tristana —Catherine había empezado a filmar la película sin mí—, fui al departamento de maquillaje y ella estaba muy callada y distante, toda francesa, y le dije: «Catherine: yo quiero divertirme cuando trabajo, entonces, nos divertimos; vienes conmigo o si no me voy de la película y buscan a otro actor». También le dije que me gustaba ser amigo de los actores. Cambió su actitud radicalmente, desde ese mismo momento fue fantástica. Después, en los descansos del rodaje en Toledo y Madrid, salíamos por la noche a bailar y nos divertimos mucho, pero a Buñuel no le gustaba mucho Catherine Deneuve. Él tenía un humor muy negro y una vez que debíamos rodar una escena en que estábamos cerca de una ventana, me susurró: «Nero, ¡empújala! Será un accidente». Y nos echábamos a reír a escondidas de ella.
Con Claudia he actuado en seis o siete películas, la última hace solo tres años, ella en el papel de mi mujer, en Father, de Pasquale Squitieri, que era entonces su marido. Es una actriz muy humilde, que de joven era muy bella. Siempre me siento muy bien trabajando con ella. Y en cuanto a Jeanne Moreau, ¡gran profesional!, basta recordar su escena mientras canta en el bar de Querelle. Hace siete u ocho años me encontraba en una plaza de Roma y una señora que no conocía me dijo: «¡Chao, Franco!». Le dije «chao» sin saber quién era. Y era Jeanne Moreau, completamente cambiada, una viejecita…
Una última pregunta que puede responder o no: ¿qué significa Vanessa Redgrave en su vida?

Creo que ella es la más grande actriz del mundo. Algunas importantes actrices como Jane Fonda o Meryl Streep han declarado en entrevistas que decidieron dedicarse a esta profesión por Vanessa. Es una gran mujer, que toda la vida ha combatido a favor de los derechos humanos. Siempre ha estado de la parte de los pobres, y por eso me enseñó mucho. Es una mujer difícil, dificilísima, pero extraordinaria. Hace muchos años, cuando éramos jóvenes, tuvimos un gran amor. Tenemos nuestros hijos, nuestros nietos, y en los últimos veinte o treinta años se ha convertido en mi mejor amiga. Nos une una gran estima, no es más una atracción física, ya eso se acabó. Desde Camelot, yo he trabajado en diez películas con ella, y pienso que el próximo año vamos a actuar juntos en otra, con una directora sueca, basada en una gran novela, con solo dos personajes. Se llama Afternoon Encounter. Narra el encuentro de dos personajes en una tarde. Ojalá que podamos interpretarla, porque Vanessa no está muy bien físicamente, hace dos años estuvo a punto de morir, padece de enfisema pulmonar, la han operado del corazón…, pero sigue todavía muy vital y tiene ese proyecto. Ella ha tenido una vida en la que ha hecho todo lo que ha querido, incluso lo que le hizo daño, como fumar.
[1] Filme dirigido por Lindsay Anderson en 1963, estrenado en Cuba con el título El llanto de un ídolo.
[2] Título de estreno en Cuba de Lo chiamavano Trinità (1970), de E. B. Clucher (seudónimo de Barboni), que finalmente protagonizó Terence Hill (seudónimo de Mario Girotti).
Extraordinario reportaje de un mítico actor realizado por un profesional del cine,me quito el sombrero