Transcurrió el verano sin que reseñáramos los 45 años transcurridos desde aquel 3 de agosto de 1976 en que dejó de respirar Fritz Lang, nacido en Viena en 1890 como Friedrich Christian Anton Lang. Nadie que ame el cine puede ignorar a uno de sus máximos creadores, que abordó casi todos los géneros, en los cuales dejó —al igual que Howard Hawks— una huella imborrable al aportarles algunos de sus clásicos: desde la ciencia ficción —Metrópolis (1927)—, el cine negro —Solo se vive una vez (1937), La mujer del cuadro (1944), Los sobornados (1953)—, el cine de aventuras —Los contrabandistas de Moonfleet (1955) hasta el wéstern —La venganza de Frank James (1944), Rancho Notorious (1952)—, en el curso de una trayectoria que no solo abarcó el período silente y el sonoro, sino que tuvo etapas bien definidas en la cinematografía alemana y la norteamericana. Crear situaciones provocadoras de un conflicto entre personajes a los que el espectador otorgará su amistad o perseguirá con su odio, constituía, en su criterio, el secreto de la fabricación de buenas películas.

«Para parafrasear a Lincoln, el cine es el arte “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. En otros términos, el cine encuentra su origen en el pueblo, le debe su creación y responde a una gran parte de sus necesidades culturales», expresó Lang en uno de sus múltiples intentos por tratar de definir el séptimo arte. En otra oportunidad confesó: «El cine es para mí un vicio. Me atrae, le quiero infinitamente. He escrito en más de una ocasión que es el arte de nuestro siglo. Y debe ser un arte crítico». Para el director de la saga de Los nibelungos: «Cuando una cinta ha sido realizada con seriedad, con una gran honradez, no envejece. En cambio, lo que se ha hecho de manera aproximativa se hunde totalmente con el paso del tiempo».

Volver a apreciar sus películas al cabo de los años confirma esa suerte de declaración de principios: fue tal la seriedad y honradez para asumir su oficio, que ninguna ha envejecido; todo lo contrario. En cada una de ellas advertimos esa premisa de que la atmósfera y el decorado debían desempeñar un papel determinante, como factores dramáticos a los cuales siempre concedió la mayor importancia. Sus estudios de arquitectura le sirvieron a menudo para dibujar los esbozos escenográficos y colaborar estrechamente con el director de fotografía al encuadrarlos.
Lang, uno de los ilustres europeos que contribuyeron a la gloria de Hollywood, era de los que sentía la forma de una película antes de conocer sus detalles. Era capaz de concebirla, como también las ideas sobre una escena, la víspera del día que debía filmarla. «El buen director de cine es el que puede sacar del actor la esencia de su carácter —escribió—. No creo que un buen director sea el que imprime su personalidad a cada actor. No quiero ver a veinte pequeños Fritz Lang agitándose en la pantalla». Mostrar el corazón de las cosas, sin dejar de ser sencillo y sin dar rodeos, era otro de sus métodos de trabajo.

A lo largo de dos décadas se extiende la etapa norteamericana de su carrera, la cual abarcó un total de veintidós películas, desde Furia (1936) a Más allá de la duda (1956), cierre de este fructífero período. François Truffaut, en sus años como crítico, escribió sobre cómo las películas de Lang no tenían ni una sola arruga, gracias a su sobriedad extraordinaria, a su rigor y también a la sinceridad de su violencia: «Desde siempre, Fritz Lang arregla cuentas con la sociedad. Sus personajes principales se encuentran o fuera o al margen de la ley». El director de Los 400 golpes insiste en los cambios introducidos en su quehacer con la partida de Alemania tras el creciente avance del nazismo: «A partir de entonces, su obra, incluidos los wésterns y los thrillers, se resentirá de esa ruptura, y bien pronto el tema de la persecución vendrá a añadirse al de la venganza. […] Fritz Lang está obsesionado por los linchamientos, por los juicios sumarios, por la buena conciencia. Su pesimismo gana terreno en cada nueva película, por eso su obra». Y a este motivo atribuye que, en los últimos años de su período hollywoodense, la filmografía de este director —el más solitario e incomprendido de los cineastas de su tiempo— se convierta en la más amarga de la historia del cine.
Es persistente la obstinación del cineasta por reiterar una y otra vez como tema su propia forma de pensar: nadie puede juzgar a nadie, todos somos culpables o víctimas. Alguien sin rival como Fritz Lang en indagar en aterradores mundos de pesadilla, concibe un título capital: La mujer del cuadro (1944). Es uno de esos que ilustra la genialidad de este artífice infalible, a criterio del desaparecido crítico español Ángel Fernández-Santos: «Era de los que llevaba la perfección metida dentro de los ojos y, si no se le oponían obstáculos insalvables, la trasladaba a cada filme que hacía».

Daniel Taradash, su guionista en Rancho Notorious (1951), lo caracterizó como «un gran enamorado de la vida, en la que cree con entusiasmo, dotado de un sentido del humor al mismo tiempo bonachón y un poco malvado, que es muy profundo en él. […] Por encima de todo recuerdo al hombre. Un hombre amistoso, íntegro y fuerte, de una vitalidad como he visto pocas en mi vida profesional». A Marlene Dietrich, convertida en la cantante protectora de los forajidos, no le gustó demasiado trabajar con él, por más que lo deseó mucho tiempo. «Todo está construido en su cabeza, aun antes de que los actores intervengan, y no hace ninguna concesión», explicó en 1963. Robert Priestley, su director artístico, enumeró algunos rasgos de Lang: una capacidad de trabajo excepcional y un conocimiento raro del cine, del teatro y de la vida.
Un acercamiento a una cinta como Los contrabandistas de Moonfleet (1955), incluso considerada menor por algunos, ofrece una idea aproximada del descomunal talento langiano. «Ver las grandes obras de Lang ahora, precisamente ahora, es como asistir a la reinvención en su plenitud del cine, este arte que hoy (salvo islotes) tiene envilecidas sus calidades por la ley de las cantidades», opinó Fernández-Santos. Ese universo de sombras y noche, «llena de presagios y violencia, de ansiedad y muerte», según Peter Bogdanovich, está presente desde la llegada del muchacho huérfano al principio de la película hasta las secuencias finales, cuando su protector promete un reencuentro imposible.

Bogdanovich apunta en su libro Fritz Lang en América la notable coherencia que el director mantuvo a lo largo de los años, tanto en tema como perspectiva. Ejemplifica cómo la lucha contra el destino se prolonga desde Las tres luces (1921), su primer éxito en Alemania, hasta Más allá de la duda, su despedida profesional de Estados Unidos, para regresar entonces a una Alemania escindida y rodar allí sus tres últimas cintas: El tigre de Eschnapur (1958), La tumba india (1959) y El diabólico doctor Mabuse (1960). A Fritz Lang, uno de los grandes artistas, y no solo del siglo XX, quien falleció a la edad de 85 años en Beverly Hills, debemos no pocas piezas magistrales. En una oportunidad, afirmó acerca de su profesión:
«Un director debería conocer todo. Un director debería sentirse como en casa en un burdel —lo cual es muy fácil—, pero debería sentirse también a gusto en la bolsa —lo cual ya es un poco más difícil—. Debería saber cómo se comporta el duque de Edimburgo, cómo se comporta un obrero y cómo se comporta un gánster. Ahora bien, yo diría que es imposible aprender todo esto por experiencia, pero la segunda mejor solución es leer los periódicos; incluso si no son objetivos, se puede aprender a separar las cosas objetivas de las subjetivas».