Le he preguntado a Celestino por qué no se
«Celestino antes del alba». Reynaldo Arenas
revira contra la familia. Que si él quiere yo lo
ayudo. Le he dicho que, si quiere, yo podría
sacarle la estaca que abuelo le clavó en mitad del
pecho.
Clara Sola (Nathalie Álvarez Mesén, 2021) es una película pagana, de brujas, un filme sobre una fuerza de la naturaleza. Es un relato de rebelión, de emancipación, de liberación. Es un aquelarre sedicioso, un rito disidente, un hechizo disruptor, y a la vez una invitación al retorno a la naturaleza, a la rejerarquización del ser humano como segmento orgánico de un todo que lo trasciende y lo abraza, no como epítome de la creación destinado a someter.
La cinta costarricense, ópera prima de su directora, es también (y por ende) un manifiesto realista-mágico contra las filosofías de esterilidad y represión que los poderes imperiales occidentales han preconizado por el mundo, y que han tenido en la religión católica una de sus grandes armas ideológicas para establecer y consolidar su hegemonía política sobre gran parte del planeta, definiendo en gran medida sus últimos mil quinientos años de historia. La pax romana bajo el embozo de la piedad y la pureza inmaculadas hasta la aberración.
El cuerpo crucificado, mortificado, mutilado, casi descuartizado, de Cristo en la cruz, como imagen y símbolo fundamental del credo, implicó el destierro de Eros bajo el definitivo reinado de Tánatos. Decretó la proscripción del cuerpo y sus pulsiones. Determinó la degradación de la carne y su implicación decisiva en los procederes humanos. Somos alma y carne. No alma lastrada por la carne. Ni la carne debe ser lastrada por el alma.
Se avergonzó a la desnudez, se excomulgó la vida, la alegría, el deseo, el placer. Todo esto le es negado a la protagónica Clara (Wendy Chinchilla Araya), mujer sin edad que conoce el lenguaje de los animales, que intuye las claves de la naturaleza y adivina los nombres secretos de las cosas —los verdaderos, los que persisten agazapados bajo las otras nomenclaturas falsas, frívolas, que la cultura hegemónica les ha endilgado, consiguiendo solo prevalecer en la banal superficie.
Clara es una bruja, un espíritu sutil, y es sometida por su madre, la beata doña Fresia (Flor María Vargas Chaves), a los referidos principios de esterilidad y represión, simbolizados en gran medida por el culto mariano, que termina reduciendo el cuerpo a mero accesorio, a un efímero y transicional estado larvario, a un exoesqueleto desechable, que apenas resulta impedimento para alcanzar la verdadera iluminación que es por definición frígida, castrada.
La carne resulta desde esta perspectiva un estado burdo de la esencia celestial, así como toda la naturaleza: sus árboles, insectos y animales, creados con premura en pocos días por el Dios alfarero que modeló del barro los cuerpos humanos y puso toda la existencia a su servicio, dotándolos de un destino manifiesto, colonizador y coercitivo del cosmos.

Cada noche, doña Fresia empapa de chile los dedos de Clara para evitar que se masturbe e indague en sus centros de placer carnal, para impedir que explore sus paisajes corporales, que son proyección y derivación del entorno bucólico en que vive: punto de confluencia de fuerzas cósmicas, nodo de un sistema tan complejo como inabarcable para cualquier modelo humano del mundo.
El esencial Celestino de la «ópera prima» literaria de Reynaldo Arenas, Celestino antes del alba (Ediciones Unión, 1967), se la pasa escribiendo sobre el monte y sobre el mundo. Su abuelo lo persigue hacha en mano destruyendo su verso interminable e incontenible. Saja su testimonio sobre el universo en vano intento por controlarlo. Clara, protagonista de otra ópera prima, pero fílmica, se la pasa leyendo el monte y el mundo. Leyéndose a ella, a quienes la rodean, a lo que la circunda y engulle. Quizás adivina la escritura invisible de Celestino, que desde sus montes alucinantes se ha esparcido por toda la naturaleza, multiplicándose en cada ser de la creación. El verso definitivo.
Fresia, con el hacha simbólica y reaccionaria de la hegemonía conservadora, se dedica a quebrar los brazos de Clara, que se empeñan en expandirse, como ramas en indetenible bifurcación fractal, a través del mundo, interconectándose con el ignoto tejido de la naturaleza, como hacían las sacerdotisas, las curanderas y las chamanes de los matriarcados prehistóricos. Como hacían las brujas, que buscaban en los rincones más oscuros de los bosques la libertad que sus maridos y padres medievales les mutilaban desde sus nacimientos, cual ablación simbólica y más terrible que la del clítoris. Como la diosa madre y la madre tierra que eran adoradas antaño como grandes principios de todo, para ser luego suplantadas por las deidades patriarcales de la guerra, el rayo y el desenfreno polígamo.

Fresia le ha clavado una estaca en el pecho a su hija para contener su espíritu torrencial, para neutralizar una esencia que trasciende todos los modos y modelos reaccionarios, pues es más antigua y cósmica.
Rodeada de altares, velas, crucifijos e imágenes, Clara prefiere adivinar a Dios, o mejor, adivinarse como diosa en el insecto dorado al que nombra Ofir; en su yegua favorita, Yuca (Tormenta), bestia nívea a la que casi se le adivina el cuerno del unicornio o las alas de Pegaso —y deviene animal totémico cuyas suertes están ineluctablemente atadas a las de Clara.
La mujer mágica prefiere descubrirse como deidad en la tierra fértil con que boceta sobre su ingle vestida, censurada, aherrojada, un pubis de naturaleza hirsuta, un verdadero monte de Venus, en una de las secuencias más bellas que consiguen para la película la fotógrafa sueca Sophie Winqvist y la experimentada montadora belga Marie-Hélène Dozo —favorita de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, editora de sus dos películas galardonadas con la Palma de Oro, Rosetta (1999) y El niño (L’enfant, 2005), y de El niño de la bicicleta (Le gamin au vélo, 2011), reconocida también en Cannes con el Gran Premio del jurado.
Así, terminan resultando meros e innecesarios subrayados otros simbolismos más didácticos que Nathalie Álvarez Mesén (también coguionista, junto a María Camila Arias) añade para refrendar su discurso emancipador y feminista: el pelo suelto de Clara, que su madre se empeña en recoger en coercitivos moños o coletas; su obsesión por usar el vestido azul cosido para su quinceañera sobrina María (Ana Julia Porras Espinoza), en vez de las vestiduras pacatas, opacas, casi monacales que se le destinan para remarcar su pureza virginal de santa milagrera. Tales subrayados tienden a demarcar un leve corrimiento del manifiesto al panfleto, pero sin nunca llegar a escorar en los bancos de arena de la obviedad activista, gracias a la precisa y grácil fluidez del relato, y la agudeza del constructo dramático.

La secundariedad extrema que casi anula al resto de los personajes de la película, apenas esbozados como resortes, obstáculos y conceptos funcionales, pudiera asumirse igualmente como una decantación del relato hacia la prédica estereotipadora y libelista, pletórica de caricaturas y simplificaciones, no importa cuán nobles sean sus objetivos. Pero en este caso los personajes no son relegados, sino reubicados como segmentos de un paisaje en el que lo humano es solo un elemento, y así es como lo percibe Clara. El insecto Ofir y la yegua Yuca no son menos importantes que su sobrina o su madre, o que el río donde se sumerge para ser bautizada una y otra vez por la naturaleza omnipresente, y que esta sea bautizada a su vez por el contacto con el cuerpo de Clara. Clara se baña en el mundo y el mundo se baña en ella.
La de la mujer es la libertad del mundo allende los modelos culturales humanos. Es la del paraíso encontrado. Es la de una Lilith o una Eva sin Adán, que no devoran pecaminosamente el árbol de la ciencia del bien y el mal, sino que ellas mismas son el árbol. Clara es anima mundi y es axis mundi que se tuercen bajo las intensas presiones colonizadoras del patriarcal Occidente y su ideología monoteísta romanizada, tal como lo está la propia columna de la joven, a quien doña Fresia niega la posibilidad de ser operada por la medicina moderna. A la vez, su columna puede ser la de un Atlas en eteno via crucis con el mundo a cuestas. O puede ser la de un ángel cuyas alas han crecido hacia adentro.