Los espectadores contemporáneos se sorprenden cada vez menos ante el tránsito por la televisión de cineastas de reconocida fama. El principal referente es David Lynch, que en los años noventa convirtió Twin Peaks en una serie de culto. Martin Scorsese desarrolló Boardwalk Empire, y además de producirla se situó tras la cámara en un par de capítulos; Steven Spielberg, que dio sus primeros pasos en la televisión al dirigir algunos episodios de Colombo, produjo más tarde múltiples series, entre estas, Cuentos asombrosos y, años más después, auspició junto a su amigo Tom Hanks las series bélicas Band of Brothers y The Pacific. La polaca Agnieszka Holland dirigió episodios para The Wire, de David Simon, a razón de uno por temporada a partir de la tercera, así como la popular The Killing. La experiencia le resultó tan positiva que Holland continuó ligada a la HBO con series como Treme. El argentino Juan José Campanella, antes de obtener el Óscar por El secreto de sus ojos, asumió varios episodios de La ley y el orden, e incluso de Doctor House, y de la teleserie Vientos de agua. Frank Darabont, Neil Jordan, Walter Hill, Michael Apted, Barbet Schroeder, Quentin Tarantino, Michael Mann, James Cameron, Ridley Scott y Alexander Payne… por solo citar algunos, son otros creadores acreditados en teleseries.
¿Quiénes fueron los primeros en percatarse de las posibilidades de la televisión para determinados proyectos? Nos detendremos en apenas cinco realizadores en el devenir del séptimo arte que acudieron a la pequeña pantalla como extensión de sus inquietudes.
Ingmar Bergman (1918-2007)
El gran cineasta sueco fue uno de los primeros en valorar el alcance de la televisión. Inmediatamente después de rodar El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957), y en un breve descanso antes de concebir otra pieza magistral, Fresas silvestres (Smultronstället, 1957), realizó su primera incursión televisiva con Mr. Sleeman Is Coming (Herr Sleeman kommer), de 43 minutos de duración, estrenado el 18 de abril de 1957. Esta adaptación de un texto de Hjalmar Bergman contó con la actuación central de Bibi Andersson, una de sus actrices fetiches. Al año siguiente retoma la experiencia con La veneciana (Venetianskan), antes de filmar para la pantalla grande En el umbral de la vida (Nära livet, 1958). Gunnel Lindblom sería una de sus intérpretes. Rabies (1958) es otro telefilme, de nuevo con la Andersson. En el período 1957-1960, entre El séptimo sello y La fuente de la virgen, alterna la realización de filmes con destino a las salas con otros para la pequeña pantalla. Permanece apenas dos años sin rodar telefilmes hasta que, en 1963, luego de concluir Los comulgantes (Nattvardsgästerna) y El silencio (Tystnaden), concibe Ett drömspel, con la gran Ingrid Thulin en un personaje delineado por el dramaturgo August Strindberg, quien fuera objeto de atención por Bergman en Oväder (1960).

Luego de trasladar al medio televisivo en 1965 el Don Juan, de Molière, es que Bergman enfrenta un conjunto de telefilmes de mayor envergadura y resonancia internacional por ser estrenados también en salas cinematográficas. El primero es El rito (Riten, 1969), producido por Cinematograph AB, en torno a una pequeña compañía de teatro que ve cómo la censura sueca prohíbe su espectáculo. Los actores son convocados ante el juez de instrucción y, sorprendentemente, el juicio provoca comportamientos neuróticos tanto en los actores como en el propio magistrado. Fårödokument (1969) es el primer y muy exitoso documental de Bergman, quien sintió la necesidad de registrar la vida cotidiana en una isla del mar Báltico, donde queda muy impresionado por sus habitantes y construye una casa. Diez años después, Bergman filmó Fårödokument 1979, una segunda parte. La actualización es optimista, con varias notables yuxtaposiciones de «entonces y ahora». Los adolescentes infelices a punto de fugarse a Estocolmo en la primera película ahora están cómodos en la tranquila y aislada vida de Fårö. Al entretejer escenas de extraordinaria belleza con entrevistas y rigurosas secuencias que representan las tareas diarias, las costumbres y rituales del lugar, Bergman desarrolla un complejo y amoroso, aunque subestimado, retrato de su pequeña isla.
Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973) primero fue una miniserie de televisión de 283 minutos antes de ser reducida a un largometraje de 168 minutos con el mismo título para los cines. Parte del matrimonio formado por Johan, profesor de psicología (Erland Josephson), y Marianne, abogada (Liv Ullman), quienes reciben una noche en su casa la visita de sus amigos Peter y Katarina. Al poco tiempo, los invitados empiezan una fuerte discusión en la que los anfitriones intentan mediar sin éxito alguno. Cuando se queda sola la pareja protagónica empiezan a hablar de su matrimonio y de sus problemas. La flauta mágica (Trollflöjten, 1975) fue la adaptación televisiva de la ópera homónima de Mozart, en una producción nominada a los Globos de Oro y el premio César en la categoría de mejor película extranjera, así como al Óscar al mejor vestuario.
De la vida de las marionetas (Aus dem Leben der Marionetten, 1980) es una producción de una compañía de televisión de la República Federal de Alemania, que posibilitó los medios para que el gran director, en un oscuro período de su carrera, pudiera dirigir este guion original sobre un hombre que viola y estrangula a una prostituta. Del caso se ocupa un psicoanalista, pues el criminal ya le había confesado en su consulta el deseo de asesinar a su mujer. Una investigación policíaca narrada en forma semidocumental reconstruye el inquietante retrato del asesino, un hombre frustrado, sobre todo por el fracaso de su matrimonio, cuya única válvula de escape parece ser la violencia.

Bergman anunció Fanny y Alexander (1982) como su despedida del cine. Concebido como una serie televisiva de cinco capítulos —versión que el cineasta reconoció como la definitiva—, narra la historia de dos pequeños hermanos, cuya vida registra un viraje radical luego del matrimonio de su madre viuda con un diácono, quien disfruta imponiendo su férrea disciplina y sus principios morales. Entre otros numerosos galardones, la versión para cine de tres horas obtuvo el Óscar al mejor filme extranjero.
A pesar de que Bergman reiteró tras finalizarla que esa sería su última película, en realidad ese momento representó el comienzo de una muy fructífera etapa final, extendida a lo largo de dos décadas (1983-2003), que abarcaron una docena de telefilmes: Hustruskolan (1983), Tras el ensayo (Efter repetitionen, 1984), una nueva aproximación a Don Juan (1985), Los elegidos (De två saliga, 1986), sobre una novela de Ulla Isaksson; La Marquesa de Sade (Markisinnan de Sade, 1993), inspirada en la obra de Yukio Mishima; Backanterna (1993), revisión en clave operática de Las bacantes, de Eurípides; y Harald & Harald (1996), obra en un acto para tres personajes. Su guion para El último suspiro (Sista skriket. En lätt tintad moralitet, 1995), también una producción televisiva, imagina un encuentro de dos fuertes personalidades del cine en los inicios de la Svenk Filmindustri.
Casi octogenario, Bergman presentó otro de sus telefilmes, En presencia de un payaso (Larmar och gör sig till, 1997), en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes, que lo galardonó ese año con la Palma de las Palmas. Alrededor del séptimo arte gira el argumento del dramaturgo Per Olov Enquist para Creadores de imágenes (Bildmakarna, 2000), sensible tributo al realizador Victor Sjöström (su actor en Fresas silvestres), que antes escenificó el prolífico cineasta. «Cuanto ha hecho Bergman para la televisión no es cine para televisión, sino tele-cine»,[1] escribió en sus memorias Sven Nykvist, el fotógrafo que más trabajó con él. Con Saraband (2003) retoma a los personajes de Secretos de un matrimonio, treinta años después de divorciarse, y cierra su brillantísima trayectoria La sonata de los espectros (Spöksonaten), sobre el texto de Strindberg. Fue estrenado el 25 de diciembre de 2007, cinco meses después de su desaparición física, ocurrida en su Fårö, el 30 de julio, a los 89 años.
Mauro Bolognini (1922-2001)

El toscano Mauro Bolognini siempre permaneció fiel a su línea estilística, traducida en títulos tan relevantes como La noche brava (La notte brava, 1959), El bello Antonio (Il bell’Antonio, 1960), La viaccia (1961), Metello (1970), Líbera, amore mio! (1973) y Los herederos (L’eredità Ferramonti, 1976), una de sus obras más logradas. A lo largo de su carrera el realizador ofrece una visión personalísima a partir de disímiles fuentes literarias de autores (Pasolini, Moravia, Brancati, Pratesi, Svevo, Gautier…) que le posibilitan exponer crisis espirituales con una probada capacidad de estudio de los caracteres, rasgos fundamentales de este autor. Sus estudios de arquitectura antes de ingresar en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma se advierten en el preciosismo de sus películas, muy en especial en La verdadera historia de la dama de las camelias (La storia vera della signora della camelia, 1980), vigésima segunda adaptación fílmica sobre el mítico personaje de corta y sórdida existencia. Como casi todas las suyas, esta es una película acabada, hermosísima en el orden visual, de exquisiteces formales, ante todo en lo tocante a la esmerada recreación epocal.
Tales virtudes son extensivas a su labor en la televisión, iniciada con La cartuja de Parma (La certosa di Parma, 1982), inspirada en el clásico de Stendhal. Solo las dimensiones de una miniserie (en seis capítulos de cincuenta minutos) le permitió reproducir las aventuras, venturas y desventuras de un héroe romántico por excelencia, en una coproducción de Radiotelevisione Italiana, ITF, France 3, Tele München Fernseh Produktionsgesellschaft (TMG) y Zweites Deutsches Fernsehen (ZDF). Respetuoso en extremo de la letra y el espíritu, narra en todos sus pormenores la historia de Fabrizio del Dongo (Andrea Occhipinti) durante la época de dominio napoleónico en Italia. Su tía, la fascinante duquesa de Sanseverina (Marthe Keller), y su amante, el conde Mosca (Gian Maria Volonté), urden planes para impulsar la carrera de su adorado sobrino en la corte de Parma. Sin embargo, Fabrizio es arrestado por homicidio y su vida se verá siempre amenazada, aunque precisamente durante su cautiverio conocerá al gran amor de su vida. Georges Wilson, Lucía Bosé, Laura Betti y Ottavia Piccolo figuraron en el prestigioso reparto. Bolognini recurrió al muy reconocido escenógrafo Mario Chiari para la exigente selección de locaciones y la ambientación.

Seis años más tarde —tras rodar La veneciana y Adiós, Moscú—, Bolognini vuelve a acudir a la pequeña pantalla para aportar su propia versión de Los indiferentes (Gli indifferenti), novela homónima de Alberto Moravia, con la complicidad de dos profesionales de la talla del fotógrafo Ennio Guarnieri y el compositor Ennio Morricone. La historia de dos hermanos, Carla y Michele, pertenecientes a una familia arruinada de la burguesía romana e incapaces de afrontar la situación (ella se deja seducir por un hombre rico, amante de su madre), fue objeto de una estimable adaptación por Francesco Maselli en 1964. Laura Antonelli, Peter Fonda, Chris Campion, Liv Ullman y Sophie Ward asumieron los caracteres originalmente interpretados por una jovencísima Claudia Cardinale, el cubano Tomás Milián y los norteamericanos Rod Steiger, Shelley Winters y Paulette Goddard.
Culmina la filmografía de Bolognini la miniserie en cuatro capítulos La familia Ricordi (La famiglia Ricordi, 1995), recreación de la figura de Giovanni Ricordi, violinista italiano del siglo XIX y fundador de la compañía de impresión musical Casa Ricordi. Por allí desfilaron los más consagrados compositores, libretistas e intérpretes, algunos cuando aún eran aprendices: Francesco Maria Piave, Gioachino Rossini, Arrigo Boito, Gaetano Donizetti, Giuseppe Verdi, Giacomo Puccini, Vincenzo Bellini y Arturo Toscanini. El presupuesto disponible para una obra de esta magnitud, a tono con las precedentes de un creador como este, posibilitó poder contar en el reparto con Agostina Belli, Ángela Molina, Kim Rossi Stuart, Lino Capolicchio, Alain Cuny, Alessandro Gassman, Domiziana Giordano y Laura Morante, entre muchos otros.
Federico Fellini (1920-1993)
Para el más volcánico, paradójico y laureado de los directores italianos posteriores al neorrealismo, el cine se parecía mucho al circo. Y esta afirmación revela explícitamente un estilo tan suyo. Esa dimensión poética y subjetiva, en unión de un inconmensurable derroche de imaginación y sentido del espectáculo, no tardaron en conformar la etimología del vocablo «felliniano». La crítica y el público de todo el mundo aplaudieron el universo personalísimo del cineasta de Rímini, una suerte de rey Midas cinematográfico dotado de poderes ilimitados. Su obra es una genuina caja de Pandora de la cual surge una fantasía copiosa y una gran preocupación intelectual que no impidieron que sus filmes fueran grandes éxitos de taquilla.

La exuberante riqueza visual, contrapunteada casi hasta el final de su itinerario por las maravillosas melodías orquestadas por Nino Rota, lo sitúa como blanco de discusiones disímiles, elogios y detracciones en análoga proporción que le ubicaron por derecho propio en un elevado pedestal en la historia del cine como arte. Poseedor ya en su filmografía de genuinas obras de arte como La strada (1954), clásico por antonomasia, afianzaron su prestigio Almas sin conciencia (Il bidone, 1955), Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957) y en particular la internacionalmente exitosa La dulce vida (La dolce vita, 1960), esa visión tan suya de una elite decadente en plena autodestrucción, capaz de atraerle por igual escándalos y aclamaciones, y ganadora de la Palma de Oro en Cannes.
Después de realizar siete notorios largometrajes y el episodio «La tentación del doctor Antonio» de la cinta colectiva Boccaccio 70, Fellini consiguió la obra más ambiciosa de su filmografía y uno de los títulos más originales en la historia del cine: Ocho y medio (8 ½, 1962). En esta genial confesión autobiográfica e impúdica, su temperamento tempestuoso y su barroco sentido visual otorgaron vida a un retablo fantasmagórico poseedor de una libertad narrativa nunca antes entrevista y una brillantez formal indescriptible. Ensoñaciones y recuerdos confluyen en un título sin parangón desde la primera a la última secuencia, solo concebible por un creador en estado de gracia.
Fellini sucumbe a la tentación televisiva con el documental Block-notes di un regista (1969), en el cual habla sobre cómo hacer películas y sus procedimientos poco ortodoxos, al tiempo de buscar la inspiración en varios sitios. Los espectadores van con él al Coliseo de noche, dan un paseo por las catacumbas romanas de la Vía Apia, pasan por un matadero y realizan una visita a la casa del actor Marcello Mastroianni, su alter ego. Fellini también es visto en su propia oficina mientras entrevista a una serie de personas en busca de tipos físicos para convertirlos en personajes característicos de una película que prepara.

Plasma definitivamente su fascinación por el universo circense en el documental I clowns (1970), bellísimo homenaje al desprestigiado arte de los payasos. Dividido en varias partes, el telefilme incluye entrevistas con antiguos payasos muy famosos que fueron olvidados, escenas recreadas de la infancia del propio director, explicaciones sobre su obsesión por ese universo y un tributo a los propios payasos. Las excelentes críticas recibidas aclamaron su ingenio, su mensaje y el emocionante final de esta obra realizada para la Radio Televisión Italiana (RAI). Ocho años más tarde, la firma proporcionó al genial creador los medios para rodar Ensayo de orquesta (Prova d’orchestra, 1978), corrosiva y metafórica reflexión que suscitó las más dispares reacciones e interpretaciones en la crítica y el conmocionado público. En torno a esta experiencia, el cineasta confesó que realizó la película «con el único y enorme beneficio de la rapidez, una máquina productiva ágil, expedita, con menos lastre y pesadez, menos fosilizada, que te alivia el peso de la responsabilidad y permite así desenvolverte con mayor frescura, mayor espontaneidad»[2].
Rainer Werner Fassbinder (1945-1982)
Cuando el 10 de junio de 1982 fue descubierto en su apartamento de Múnich el cuerpo sin vida de Rainer Werner Fassbinder, el cineasta alemán acumulaba un total de 45 títulos (de estos, 14 telefilmes y una miniserie), dos guiones, actuaciones para otros realizadores en 18 películas, la dirección de 26 puestas teatrales y cuatro obras radiofónicas. Todo ello sin dejar de disfrutar con la mayor intensidad cada minuto de los 37 años que vivió, como si cada escenificación sobre las tablas o para una cámara de cine o televisión fuera la última.

El café (Das Kaffeehaus, 1970), sobre una obra de Carlo Goldoni, es su primer telefilme, producido por Bremer Ensemble, Westdeutscher Rundfunk (WDR) y Antiteater-Produktion, con tres de las actrices recurrentes en su obra fílmica: Margit Carstensen, Ingrid Caven y, sobre todo, Hanna Schygulla. La trama se sitúa durante el carnaval de una Venecia corrompida por el juego en el siglo XVIII, en un café devenido cuartel general de la maledicencia. Entusiasmado con el medio, Fassbinder rueda enseguida El viaje a Niklashausen (Die Niklashauser Fart, 1970), sobre un guion acerca de cómo el pasado afecta el presente, y sin pretender una reconstrucción histórica del 3 de mayo de 1476, cuando el pastor Hans Böhm afirmó haber visto a la Virgen María. Treinta mil campesinos creyeron que él era el nuevo Mesías y se agruparon a su alrededor. Para Pioneros en Ingolstadt (Pioniere in Ingolstadt, 1970) adapta una comedia de Marieluise Fleisser, con la Schygulla como protagonista, que vuelve a trabajar a sus órdenes ese mismo año en Rio das Mortes, otro de sus telefilmes.
La rapidez exigida por la televisión, lejos de amedrentarlo, entusiasma a Fassbinder, que sin abandonar el teatro y el cine continúa sus producciones, prestando especial atención a la literatura. Libertad de Bremer (Bremer Freiheit: Frau Geesche Gottfried – Ein bürgerliches Trauerspiel, 1972) es una estilizada versión televisiva de su propia obra teatral homónima; Ocho horas no hacen un día (Acht Stunden sind kein Tag, 1972-1973), miniserie en cinco capítulos, a partir de la vida cotidiana de una familia de clase obrera (anécdotas, idilios domésticos, ambiente de trabajo), describe la situación y los conflictos que reflejaban la realidad social alemana de los años setenta; El mundo al día (Welt am Draht, 1973) adapta en dos partes una novela de ciencia ficción de Daniel F. Galouye; Paso de caza (Wildwechsel, 1973) es la traslación de una obra de Franz Xaver Kroetz; Nora Helmer (1974), sobre el clásico Casa de muñecas, del dramaturgo Henrik Ibsen; Martha (1974) toma como referente un relato del norteamericano Cornell Woolrich; Miedo al miedo (Angst vor der Angst, 1975) transpone una novela de Asta Scheib. Concibió Como un pájaro encima del alambre (Wie ein Vogel auf dem Draht, 1975) para el lucimiento de la actriz Brigitte Mira, quien, mientras interpreta canciones de cabaret y baladas de amor de los años cuarenta y cincuenta, bebe y habla sobre sus maridos. El título proviene de la canción de Leonard Cohen, que cierra el espectáculo y el telefilme. Solo quiero que me ames (Ich will doch nur, dass ihr mich liebt, 1976) la filmó en 16 mm a lo largo de veinticinco días en Múnich y sus alrededores.
Mujeres en Nueva York (Frauen in New York), una de sus raras comedias, inspirada en la famosa pieza The Women, de Clare Boothe, y La mujer del ferroviario (Bolwieser), traslación del argumento concebido por el novelista Oskar Maria Graf, son dos telefilmes que acomete en 1977. Ese año no realiza ninguna película para la pantalla grande. Tras este paréntesis, luego de intervenir en el documental Alemania en otoño (Deutschland im Herbst, 1978), dirige para el cine cuatro títulos notorios: Desesperación (Despair, 1978), En un año con trece lunas (In einem Jahr mit 13 Monden, 1978), El matrimonio de Maria Braun (Die Ehe der Maria Braun, 1979), confirmación internacional de su reputación y punto altísimo en su carrera, y La tercera generación (Die Dritte Generation, 1979).

Apenas sin descansar, con el frenético ritmo que le caracterizaba, emprende su más ambiciosa producción televisiva: Berlin Alexanderplatz (1980), serie de catorce episodios en 16 mm, basada en la novela homónima de Alfred Döblin. Sigue el trayecto de Franz Biberkopf, un exconvicto que acaba de salir de la cárcel, incapaz de afrontar la miseria de su vida y la indiferencia y crueldad de la sociedad que lo rodea. Fassbinder halla en la trama el estímulo para, a través de la historia de un hombre, narrar la de un continente que, a principios del siglo XX, buscaba una redención que nunca llegaría. En esta coproducción germano-italiana, con la participación de Bavaria Film, Westdeutscher Rundfunk (WDR) y la RAI, el cineasta no prescindió de dos de sus colaboradores habituales: el compositor Peer Raben y el fotógrafo Xaver Schwarzenberger, como tampoco de varios de sus intérpretes de siempre: Hanna Schygulla, Brigitte Mira, Barbara Sukowa y Volker Spengler, entre muchísimos otros, que contribuyeron a gestar este magno fresco de toda una época. La separan apenas dos años de su testamento fílmico Querelle (1982), rabioso acercamiento a una novela de Jean Genet, filmada íntegramente en estudio.
Andrzej Wajda (1926-2016)
1968 es sumamente importante en la carrera del notorio cineasta polaco, que alcanzara gran repercusión en todo el mundo una década antes con Cenizas y diamantes (Popiół i diament, 1958). Señala la realización de Todo para vender (Wszystko na sprzedaż), consagrado a la memoria del desaparecido actor Zbigniew Cybulski, protagonista de Cenizas y diamantes. No es una biografía ni la presentación de secuencias escogidas de sus treinta y cinco películas; la muerte de Cybulski promueve una reflexión de Wajda acerca de la relación existente entre la ficción y la realidad, entre la vida y la interpretación. Esta suerte de mordaz homenaje al séptimo arte a partir de la historia del actor del cuento polaco de El amor a los veinte años, que tras su muerte estúpida debe ser sustituido por un doble para terminar una película en filmación, significó un punto de giro importante en la trayectoria artística del realizador. Ese mismo año, Wajda incursiona por vez primera en la televisión con Layer Cake (Przekladaniec), de apenas 35 minutos, sobre un guion original del escritor Stanisław Lem (el de Solaris). Su plasmación de la historia de un conductor de autos de carreras sometido a tantos trasplantes que ya no puede ser reconocido le sirve para ratificar que se halla ante un medio expresivo de gran potencia y alcance.

Posteriormente acepta una propuesta de la firma ZDF de Alemania Occidental para rodar el telefilme Pilatos y los demás (Pilatus und andere – Ein Film für Karfreitag, 1972), adaptación personalísima de una novela del ruso Mijaíl Bulgákov que hurga acerca de la posición de Pilatos y los restantes apóstoles en el juicio de Jesús. Daniel Olbrychski, su nuevo actor fetiche, descubierto por él en Todo para vender, figura junto al protagonista de Pilatos y los demás, Andrzej Łapicki, en un reparto que incluye también al portentoso Wojciech Pszoniak (La tierra prometida, Dantón), y en el cual Wajda se reservó una aparición especial.
Veintiocho años después de ese trabajo para la televisión, y luego de aportar unos tras otros filmes de gran impacto, Wajda retorna con La condena de Franciszek Klos (Wyrok na Franciszka Klosa, 2000), su traslación del argumento de una novela de Stanisława Rembeka, que relata el destino de un hombre, quien para acatar obedientemente las órdenes de los nazis persigue a los judíos y a los conspiradores polacos. Sin embargo, nadie sabe a ciencia cierta si está completamente desprovisto de compasión.

La proliferación in crescendo de series televisivas que invaden inmisericordemente la programación de los canales en todo el mundo ha generado el término «seriefilia», intento por adaptar el definitorio de la cinefilia. El siglo de Lumière quedó atrás, y a dos décadas del comienzo del XXI, pugnan por la supremacía con su nivel cualitativo, y cada vez más tienden a desdibujarse hasta hacer desaparecer por completo las fronteras entre cine y televisión. Enfrentados a esta encrucijada, amerita retomar una declaración siempre lúcida del inconmensurable Fellini:
«¿Trabajar para la televisión? Quiere decir entrar en ese mar de imágenes indistintas, sobrepuestas en un magma que se anula solo, sustituyéndose hasta cuantitativamente a la realidad. Se tiene la desagradable sensación de contribuir al anegamiento catastrófico de imágenes que la televisión nos hace soportar en cada minuto del día y de la noche, y a la anulación progresiva de cada línea de separación entre lo real y lo representado, una especie de «desrealización» a la que ha sido llevado nuestro modo de mirar; dos espejos que se enfrentan, repitiéndose, en una infinita monotonía y vacuidad. No es una cuestión de estilo o de estética. No sé cuál debería ser el lenguaje a adoptar para un filme televisivo»[3].
[1] Sven Nykvist: Culto a la luz, Ediciones del Imán: Asociación Española de Autores de Fotografía Cinematográfica (AEC), Madrid, 1998, p. 105.
[2] Giovanni Grazzini: Conversaciones con Fellini. Algún día haré una bella historia de amor, Editorial Gedisa, S. A., Barcelona, 1994, p. 133.
[3] Ibid, p. 132.