Hay historias que no toleran los colores, que solo pueden y deben ser filmadas en blanco y negro. Hay películas que conmueven sin caer en sentimentalismos domingueros. Hay planos tan sugerentes, matices tan bien narrados, ironías fotográficas tan bien definidas, que deberían imprimirse en hojas enormes para empapelar ciudades. Hay filmes en los que, más que un guion perfectamente delineado o una historia sofocante, hay la evocación de ese verso de Noel Nicola: «Quería esconder mi alma, pero se me ve, ya no hay misterio, el misterio se me fue».
Belfast (Kenneth Branagh, 2021) y C´mon C´mon (Mike Mills, 2021) son categóricos ejemplos de lo anterior, y son, en tal sentido, dos de las películas recientes que exponen, con fuerza, y sin que haya alevosía en la afirmación, la belleza del cine, que parece a ratos discurrir entre tanto marasmo comercial y chismes en torno a la industria cinematográfica.
Belfast recuerda a C´mon C´mon y C´mon C´mon recuerda a Belfast. La infancia, la memoria, unos niños que preguntan, situaciones familiares complejas, épocas convulsas y ¿cómo imaginas que será el futuro?, esa pregunta siempre durísima, son elementos que permiten establecer un paralelismo entre ambas, al ser películas que parten de raíces similares y se desarrollan a partir de líneas comunes, de la percepción de dos niños con la innegable capacidad de conmover.
I
La memoria se dirime entre ser una actitud personal o un sentir colectivo, entre las formas directamente proporcionales en las que lo personal puede llegar a transformar o apropiarse de lo colectivo y, a su vez, según ese sentir colectivo influye sobre los recuerdos personales y las vivencias que de una época se almacenan. La memoria privilegia lo subjetivo sobre lo objetivo, lo emocional sobre lo racional, lo que uno cree recordar sobre lo que realmente sucedió. Es así que Belfast tiene su combustible argumental en lo subjetivo, lo emocional, lo que recuerda su director y guionista en medio de todos los sucesos que estremecieron la ciudad.

La película construye un relato sentimental que no pone su atención en el conflicto en sí, que no se detiene en explicaciones políticas ni religiosas de lo que sucede en la ciudad, sino que coloca su centro narrativo en las consecuencias que dicho conflicto genera en una familia, por lo que, en algunos momentos del filme, a pesar de tener muy claro lo que sucede en la familia, se distorsiona y puede no comprenderse lo que sucede en la ciudad.
La relación de Buddy (el muy expresivo niño protagonista) con su contexto, con sus padres, con sus abuelos, con sus vecinos, con el amor, con la religión, con la violencia, con la feroz dicotomía entre irse a Londres o quedarse en Belfast, son elementos que confluyen en la evocación permanente sobre la que se mueve el filme. En su poco más de hora y media de metraje no es difícil percibir la influencia de la multipremiada Roma, de Alfonso Cuarón, al beber ambas de la misma fuente narrativa, los recuerdos de sus directores y la necesidad de construir un retrato de la infancia en ciudades atravesadas por momentos convulsos.
Hay en Belfast tres elementos que marcan con audacia la narración: el caos generado por la violencia y el odio religioso, el dilema entre irse o quedarse y la fascinación de Buddy con el cine. La magnífica actuación del niño y la vehemencia de su rostro constituyen los alicientes principales de una puesta en escena que tiene su hondura en las sensaciones y sentimientos que busca transmitir. En este sentido, hay dos aspectos medulares sobre los que se mueve el desarrollo de Buddy, aspectos que son también medulares en el desarrollo de cualquier niño de nueve años. Las influencias que recibe de una amiga un poco mayor, con la que, en un momento cuasi surrealista, conversa sobre cómo diferenciar a los católicos de los protestantes, es un elemento que demuestra una de las verdades que transmite Belfast: los niños son tan maleables que toman forma a partir de las influencias que reciben. El otro de los aspectos medulares en el desarrollo de Buddy es el descubrimiento del amor y la ternura con la que pretende enamorar a una niña de su aula («Papá, ¿crees que esa chica y yo tengamos futuro? ¿Sabías que es católica?», le pregunta el niño al padre en un momento de la película en el que son claramente visibles los cambios que los odios religiosos han provocado en su manera de percibir la realidad).

La forma en la que Buddy percibe su contexto, y cómo lo colectivo hace mella en el relato personal de su infancia, son las esencias de Belfast. La violencia es fotografiada desde la subjetividad del niño, coreografiada perfectamente, convirtiendo las escenas de caos en momentos de visualidad hermosa que no dejan de ser un rostro amable de los enfrentamientos que sacudieron la ciudad a finales de la década de los sesenta del siglo pasado. Belfast no es un relato frío ni intrascendente, pero tampoco es una narración apasionante ni con giros dramáticos que no sean previsibles desde el inicio. Es un gran término medio, con diálogos a veces punzantes, a veces construidos desde la inocencia infantil en una ciudad dividida, y casi siempre escritos desde la actitud testimonial emprendida por el autor.
La insistencia del padre para abandonar la ciudad («Papi, ¿tendremos que dejar Belfast?», pregunta Buddy), y la voluntad de la madre para quedarse, aferrándose al lugar que les pertenece, a la calle en la que siempre han vivido, al entorno de satisfacción que encuentran en Belfast a pesar de la depauperación y los odios, permiten apreciar el verdadero conflicto de la trama, la tensión generada por la violencia, la incertidumbre de cara al futuro, y un niño que, a pesar del berrinche, se convierte en uno de los tantos que se aleja de la ciudad sin querer hacerlo, que se marcha sin abandonar, que huye de la violencia y del caos, que pone su cuerpo, como hicieron muchos, a disposición de una de las frases más contundentes de la película, dicha en un diálogo entre la madre y una amiga: «¿Cómo podría dejar Belfast?», pregunta la madre. «No te preocupes, en Irlanda nacimos para irnos», responde la amiga, y todo está dicho, solo queda explotar el conflicto y llevar a los personajes al punto de no retorno, en el que tomar la decisión de irse o quedarse sea impostergable.
II
Hay en C´mon C´mon, en las preguntas iniciales que pretenden y logran sacar al espectador del letargo y hacerlo entrar de lleno en la historia del filme, una pregunta que lo vincula con la trama de Belfast: ¿Alguna vez piensas qué pudieron haber hecho los adultos para asegurar que tomáramos el sendero correcto? Y la respuesta es también ideal para referirse al conflicto de Buddy: Más que nada, haber prestado atención a lo que pasaba a su alrededor, porque me parece que ese es el gran problema de todo.

Si bien ese prestar atención a lo que pasaba a su alrededor es uno de los hilos narrativos de Belfast, C´mon C´mon parte de una construcción más intimista, en la que el contexto no interesa tanto como los giros en los que se va desentrañando la relación entre un tío ausente y un sobrino que acumula más de una rareza. A partir de una situación familiar compleja, que obliga a la madre a abandonar la ciudad, el tío y el sobrino, casi desconocidos, son colocados ante la obligación de convivir. La complicidad que se va generando entre ellos, entre un Joaquin Phoenix que interpreta un personaje muy diferente de su Joker memorable y un niño difícil, perspicaz y muy hablador que hace preguntas incómodas, es la raíz argumental de C´mon C´mon.
A través de cautivadores retratos de ciudades muchas veces filmadas, a través de los matices del blanco y negro, la película logra que Los Ángeles y Nueva York se rindan con elegancia ante una cámara que capta en ellas imágenes tan sugerentes y visualmente atractivas como necesarias para el desarrollo de la trama. Con un niño que brilla por su actuación, un tío que busca y más de una vez logra generar empatía con los comportamientos excéntricos en los que el niño se siente cómodo, con los sonidos que Johnny y Jesse, tío y sobrino, graban en recorridos por las ciudades, con la fascinación que dichos sonidos generan en un niño inteligente, ágil y fácilmente excitable, C´mon C´mon es una película íntima, inspiradora, reflexiva, tierna y visceral, en la que se entremezclan el cine, la literatura, la psicología y los pódcast en los que trabaja el tío. Es así que se edifica un relato ideal para comprender la paternidad, una película memorable que acepta ser vista varias veces sin que decaiga la emoción.

A través de escenas que rozan lo documental, C´mon C´mon emprende una búsqueda de la esencia de ciudades con las que muchos sueñan, una reflexión sobre lo que de ellas se dice y lo que realmente son, una exploración en torno a la idea de futuro, los miedos y anhelos que manejan los jóvenes en cada una de ellas y, por más adjetivos que se le cuelguen, o por mucho que uno intente describir lo que en la película sucede o brindar una opinión quirúrgica al respecto, nada podrá superar esa mano en el hombro que antecede al consejo: «Tienes que verla para que estas palabras tengan sentido». Uno puede no ver Belfast y entender lo que en ella sucede, incluso es sencillo que alguien te la cuente, pero para entender C´mon C´mon, para sentirla en todo su esplendor, para percatarse del gran error de los Óscar al ni siquiera nominarla, no valen reseñas ni críticas especializadas ni rápidas lecturas de Wikipedia. Es, entonces, un filme más emotivo y tenaz que Belfast, una experiencia que logra la profundidad que es en aquella un barniz. C´mon C´mon es la sensación de encontrarse ante una completa y compleja revisión del yo, ante la necesidad de quedarse sumergido en la belleza del blanco y negro, ante la sacudida para responder a la siempre difícil pregunta: ¿cómo imaginas que será el futuro?
Muy bueno. Felicito al escritor.