«Los amigos del barrio pueden desaparecer, pero los dinosaurios van a desaparecer», canta Charly García en una canción que se ha vuelto mítica, una de esas canciones que son el reflejo de una época y que deben escucharse como testimonio fiable del sentir de una nación.
Hay países que tienen nichos narrativos seguros, de los que emergen historias trascendentales, que ganan elogios, aplausos y premios. Así sucede con Argentina y la dictadura cívico-militar que ocupó el gobierno de la república entre 1976 y 1983. Son varias las historias que el cine ha contado sobre la Argentina de la dictadura y los hechos violentos que convirtieron a los milicos y los desaparecidos en la normalidad en la que se sumió el país. Fueron La historia oficial (Luis Puenzo, 1985) y La noche de los lápices (Héctor Olivera, 1986) las obras que abrieron una senda para narrar, visibilizar y denunciar los horrores de la dictadura, y así, de paso, entregar a la cinematografía varias películas de culto, entre las que, de una larga lista, Tangos, el exilio de Gardel (Fernando Solanas, 1985), Garage Olimpo (Marco Bechis, 1999) y Crónica de una fuga (Adrián Caetano, 2006) son filmes de obligada mención.
I
Azor (Andreas Fontana, 2021) es, en este sentido, el largometraje más reciente en abordar el tema. Esta coproducción suizo-argentina, que participó en la sección Encuentros, del Festival de Berlín, y en Horizontes Latinos, de San Sebastián, convierte la dictadura en el telón de fondo, el marco temporal en el que sucede la acción, algo de lo que se habla, pero no se ve. Y en ella están sumidos todos los personajes, sin que la palabra dictadura sea mencionada ni una sola vez, y, salvo algún que otro diálogo o escena suelta, no hay desaparecidos ni milicos ni rebeldes.

Es el punto de vista, el lugar desde el cual se sitúa el guionista, lo que marca la diferencia entre Azor y el resto de las películas que existen sobre la dictadura. Es un agente externo, que nada tiene que ver con lo que sucede en el país, el eje central de la trama, por lo que es una historia argentina, con personajes argentinos, pero contada desde una visión europea del asunto. Es por eso tal vez que la argentinidad no fluye en la película, y que, cuando hay intentos de que emerja, resultan terriblemente forzados.
Contada en cinco actos y hablada en tres idiomas, español, francés e inglés, Azor es un relato eficiente sobre los negocios de esos dinosaurios a los que Charly García les presagia la desaparición. La película narra la historia de Yvan De Wiel, un banquero suizo que llega a Argentina acompañado de su esposa para afianzar los negocios del banco que dirige luego de la desaparición de su socio sin razón aparente. Es este, su socio y pilar del banco en Argentina, un personaje elíptico cuya presencia acompaña en todo momento al protagonista y lo hace dudar de sí mismo y de sus capacidades para empatizar con los clientes. «Tenía razón tu padre, el miedo te hace mediocre», le dice su esposa para ahondar en la incertidumbre del banquero y convertir esta frase en el leitmotiv del personaje.
En lo adelante, siendo la columna vertebral de una película que no logra despojarse de los aburrimientos inherentes al mundo de la banca, el suizo se irá relacionando con personajes locales que conforman un ecosistema corrupto que se teje desde, por y para el poder económico y eclesiástico de una Argentina adormilada por la dictadura.

Azor da para más, su historia merece más, pero es tan plana, tan correcta, que no alcanza el esplendor ni se hace extraordinaria. Con un par de insulsos e irresueltos misterios, algunos murmullos que parecen tomar fuerza, pero que nunca explotan, una narración ambigua y una atmósfera ensombrecida, reflejo de un país en penumbras, Azor quiere ser perturbadora, pero la verdad es que después de varias películas, series, cuentos, ensayos y novelas sobre la dictadura argentina y su homóloga chilena, poco logra en ese sentido.
El guion, y por tanto el desarrollo del filme, pierde tiempo en elementos que no conducen a nada, y lo verdaderamente jugoso, cuando la trama cobra sentido y se vuelve interesante, es resuelto en pocos minutos de metraje. Es una historia que luciría el triple si hubiese sido contada de otra forma, dándole espacio y atención a los arcos narrativos que más lo merecen. Es así que lo mejor de la película no es lo que sucede en la hora y cuarenta minutos de pantalla, sino lo que ocurriría tras el fundido a negro del final. Es ahí, en el mimetismo del protagonista con el contexto, donde arrancaría verdaderamente esta historia, por lo que debe asumirse el filme como la antesala de una gran película que tal vez no veamos nunca.
II
Es un contexto sucio, que permea la trama y el desarrollo de sus protagonistas, pero que, como un caballo que puede fácilmente desbocarse, tiene todo el tiempo la brida corta. Ese es tal vez el punto de mayor ambivalencia y una flaqueza en la concepción de una película que teme de sí misma y se escuda en ambigüedades para no dar rienda suelta a la trama de corrupción que tiene entre las manos.
No son pocas las obras cinematográficas que han abordado con tino el tema de la corrupción, y en este sentido Azor parece a ratos una versión sosa de Ozark, la potente serie de Netflix que también tiene la corrupción como punto central de la trama. Lo que en Ozark son giros extraordinarios de guion, personajes inolvidables, cliffhangers y una verdadera profundización en la corrupción del sistema político estadounidense, en Azor son diálogos insulsos y un retrato epidérmico de un sistema completamente podrido.
Pero hay, más allá de estos elementos, dos ventanas a través de las cuales se comunican ambas producciones, y que son también dos de los aciertos de Azor. La relación de confianza que se establece dentro del matrimonio es la base sobre la cual se erigen las dudas, certezas, miedos y valentías del hombre protagonista, que es quien debe, al final de la jornada, por imposición social y por mantener las apariencias y las relaciones de poder, ejercer el dominio y la autoridad de cara a los clientes, aunque dentro del matrimonio la toma de decisiones no funcione de forma autoritaria y haya una línea de Azor, dicha por Inés, la esposa del banquero, que ilustra esta situación de la mejor manera: «Entre mi esposo y yo formamos una sola persona… él».

El otro de los puntos de contacto entre Ozark y Azor es imprescindible para el desarrollo de ambas producciones, es transversal a cada uno de los arcos narrativos y, aunque ambas procuren explotarlo de formas diferentes, hay, más allá de cuestiones estéticas y de estilo, una raíz común sin la cual no podrían funcionar ninguna de las dos historias. El silencio como elemento central de ambas tramas, como método y vehículo principal para concatenar las acciones del protagonista y hacerlo eficiente en el manejo de la red de corrupción en la que se sumerge cada vez más.
Hay en Azor, también en Ozark, un contexto que amordaza al matrimonio protagonista, y que, una vez dentro y con reglas que son siempre volátiles, no les está permitido decir que no. Es la ley del no oír, no ver, no hablar y solo hacer: lavar dinero y activos, sacar del país los bienes de los desaparecidos, aprovecharse de la situación, ser cómplice indirecto de la violencia y sobre todo mantener esa especie de omertá que aplica para todas las dictaduras y es eficiente en círculos de corrupción: no hacer demasiadas preguntas, si es posible no hacer ninguna, y limitarse a cumplir con la parte de la cadena que le ha sido encargada.
III
El 24 de marzo de 2022, la sección cultural de Infobae publicó, coincidiendo con el estreno de Azor en Argentina, una entrevista a Andreas Fontana en la que el director habló sobre su relación familiar con la película y las vivencias de su abuelo como banquero suizo en Argentina. Esas vivencias inspiraron Azor, y hay una frase que así lo evidencia: «Mi abuelo no hace mención a la dictadura ni a lo que pasa en el país en sus escritos, y me parece tremendo. Ese silencio es lo que quería contar».

Con aciertos y desaciertos, la película narra esos silencios y demuestra una vez más las tantas historias que quedan por contar sobre la dictadura. Demuestra también que el poder de los dinosaurios, aunque sea ahora subrepticio y lleno de máscaras y sombras, no ha desaparecido y late en los subterfugios de la sociedad argentina. Esa sociedad que sigue buscando en la literatura y el cine los asideros para el ¡nunca más!, para exponer las perversidades de los dinosaurios y hacer de la memoria la mejor bandera para obligarlos a desaparecer.