El duelo como camino espinoso que va desde la negación atormentada hasta la aceptación abrasadora reside en el epicentro de la obra fílmica del director costarricense Ariel Escalante, también guionista y editor, egresado de la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) de San Antonio de los Baños en esta última disciplina.
Sus dos largometrajes de ficción, El sonido de las cosas (2016) y Domingo y la niebla (2022), perfilan además la nueva faz del corpus fílmico contemporáneo de la nación centroamericana, cada vez más pujante y llamativo, que experimenta un significativo crescendo hacia su afianzamiento como jalón sólido en la cartografía cinematográfica del subcontinente.

Las historias de la joven enfermera Claudia (Liliana Biamonte) y el viejo campesino Domingo (Carlos Ureña) orbitan alrededor de uno de los procesos o experiencias más complejos por los que atraviesa un ser humano: asumir la ausencia repentina de un ser querido. No hay manera sosegada de asimilar la muerte. Ambos han sufrido mutilaciones afectivas irreversibles: ella ha perdido a su prima Silvia, con la que había tocado cumbres insospechadas del cariño; él ha visto morir a su esposa, quien lo atormenta y a la vez lo sostiene en la soledad con un amor persistente más allá de la extinción de la carne.
Ambos personajes bregan contra la opresión insoportable de la ausencia que los inunda y difumina sus respectivos cosmos con su invisible densidad. Ambos alzan parapetos frente a la inevitabilidad, en abierta rebelión contra el tiempo, la historia y el movimiento del propio universo. El duelo es de muchas maneras la más traumática percepción de la dialéctica indetenible de la existencia y de su eterna esencia transitoria.

Cuando fenece el coprotagonista de la vida de alguien —la realidad es la única película coral donde todos somos, al unísono, héroes y antagonistas, estrellas y figurantes—, la consciencia de la finitud irrumpe en escena con demoledora y climática potencia, revelando que todas las historias son meros rehenes del principio y el final.
Claudia y Domingo bracean en una marisma de azoro y vértigo, encandilados por súbita luz, bajo la que tendrán que ver la vida a partir del momento en que mueren sus principales asideros en el mundo. Se han convertido en supervivientes de un mundo que les resulta demasiado grande y vacío. Ven todo bajo nuevas luces y sombras. Es una edad de refundaciones violentas.
Aunque ambas películas coinciden en tema y concepto, sus grandes diferencias formales las posicionan como extremos contrastantes y complementarios, entre los cuales pendulan las intenciones discursivas de Escalante, quien consigue (de manera consciente o no) articular una suerte de arco generacional o sinfonía de las edades del ser humano frente a la muerte.
El sonido de las cosas, estrenada en el Festival de Cine de Moscú en 2016, está protagonizada por Claudia, una mujer en la temprana adultez, de clase media, que existe en un contexto urbano. La muerte de su prima Silvia puede significar el fin de la juventud y el doloroso rito iniciático que le permitirá redescubrirse como sujeto psicosocial y comenzar a recorrer el resto de su vida.
Su historia es una suerte de bildungsroman tardía que redunda en la consolidación y el fortalecimiento de la heroína. La pérdida para ella es la liberación del último cabo que la ataba al pasado. En la película, la muerte acusa comienzo, es obstáculo generoso tras el que se ocultan nuevas dimensiones de la vida, nuevas edades, nuevas aventuras. La joven muda de piel, nutre su arsenal de experiencias para recorrer un camino que se le insinúa largo y afortunado. Asimilarla como parte ineluctable de la vida es un acto definitivo de maduración.

El relato transcurre en contextos nítidos, aireados. Es una película luminosa, que subraya el definitivo saldo positivo de la peripecia por la que atraviesa Claudia. El salto que tendrá que dar es hacia un territorio muelle, fértil, generoso. En el sentido clásico del término, este filme es una comedia, mientras que Domingo y la niebla —que llevó a Escalante y al cine costarricense hasta los predios del Festival de Cannes, como parte de su sección Una Cierta Mirada (Un Certain Regard) en la 75 edición del evento—, es una tragedia en todo rigor.
Esta se alza como antítesis de la primera. Está protagonizada por Domingo, un hombre viejo, desgastado, para quien la vida ya solo puede significar final. La muerte de su esposa es el último gran suceso que removerá su existencia. Vive en un turbio contexto rural, de claustrofóbica atmósfera y sofocantes sombras. La noche prima como gran escenario y como tono de una historia marcada por la resiliencia inútil, por la obcecación estéril.
Su territorio es misterioso, lleno de recodos con desembocaduras ocultas. Las sombras encubren y también sugieren pliegues bizarros en el modelo de realidad plausible más común, y con sus brazos espectrales empujan a la película hacia el redil de lo sobrenatural. El director de fotografía Nicolás Wong transita de la luminosidad urbana lograda en El sonido de las cosas hacia el tenebrismo, casi gótico, del paraje solitario y húmedo donde vive el anciano.

La esposa fallecida es un fantasma que en forma de niebla lo visita. Él la aguarda con puntualidad y se niega a marcharse de su casa, ante el riesgo de que ella no dé con su nuevo paradero.
Si para Claudia su prima era un signo del pasado a trascender, la esposa de Domingo le anuncia su inminente tránsito hacia el mundo de los espíritus desencarnados. El hecho de que el hombre permanezca en contacto con la mujer pudiera incluso interpretarse como la primera etapa de su transición a la sobrevida. Solo quien esté muy cerca de la muerte comienza a percibir el más allá con ojos ya listos para regresar al polvo y la ceniza. El sueño se vuelve más coherente y palpable que la vigilia.

En Domingo se ha iniciado un proceso transmutatorio irreversible. Bajo esta lógica, el duelo no sería más que la asimilación de su inminente paso al nuevo estado del ser. La esposa-niebla es una guía importante en este último viaje. Sin saberlo al principio, el campesino está guardando duelo también por sí mismo. Quizás su decisión de no moverse de la casa donde fue más feliz está motivada por la incipiente consciencia de lo inevitable que sobreviene, y no por las visitas de la niebla.
La dualidad de la muerte se adivina en este posible díptico fílmico sobre el duelo que ha concebido Escalante con El sonido de las cosas y Domingo y la niebla. La muerte como centinela de la vida en sus inicios y finales, como fuerza dialéctica y constante universal. Y el duelo como aprendizaje obligatorio.