La voz humana (2020) no solo constituye el primer filme de Pedro Almodóvar hablado en inglés, sino también su cortometraje más reciente, antecedido por una docena de ficciones de poca duración (algunas en blanco y negro, rodadas con cámara Super-8 o en 16 mm y sonido directo), prácticamente olvidadas por el público: entre ellas Homenaje (1975), Salomé (1978) y Tráiler para amantes de lo prohibido (1985). De modo que parece nostalgia de viejo zorro que nos vuelva a narrar desde la síntesis, aunque alejado de su repertorio musical-paródico y la estética punk de los setenta.
Inspirada libremente en el monólogo teatral del mismo nombre —escrito en 1928 por el prolífico autor francés Jean Cocteau—, La voz humana actualiza el clásico en tiempos de pandemia, justo cuando el ser humano se ha visto más aislado y solo que nunca, momento crítico en que los cines perdieron su audiencia habitual. Por lo que este repentino alarde de estilo, además de condensar las obsesiones temáticas y formales del director manchego, quien —me atrevo a afirmar— ha partido siempre del mismo relato para dar cuerpo a la mayoría de sus películas, es una reflexión catártica sobre las privaciones de la vida en cuarentena.

Después de varios amagos por adaptar dicha pieza al cine, como en La ley del deseo (1987) o Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), por fin —antes de retirarse, si es que eso llega a suceder algún día— encontró la oportunidad ideal de rendirle culto. De ahí que recurriera al teatro filmado como táctica para pagar su deuda largamente postergada, no sin que la puesta en pantalla resulte un evidente y premeditado retozo metafílmico. Una mujer se cansa de esperar por su examante, con quien ha mantenido una relación de cuatro años, pero este se marchó para casarse con otra y nunca ha regresado a buscar sus pertenencias.

Esa mujer (personaje femenino sin nombre propio) es Tilda Swinton. La misma actriz de aspecto andrógino y futurista, estrella del cine independiente y ganadora de un Óscar, que Almodóvar ha convertido de pronto en maniquí de Balenciaga, en una Penélope suicida que no se vale de teléfonos rojos para desgranar su discurso existencialista, sino de AirPods modernísimos que acentúan la naturaleza interior de su monólogo, su locura y su rabia, mientras silencia la voz de su contraparte masculina (a saber, Agustín Almodóvar), personaje ausente y sobre todo inaudible para el público.

Después de arremeter a hachazos contra el traje de su hombre (dispuesto meticulosamente sobre la cama) en un rapto de ira, y de tomarse trece pastillas ordenadas por colores —prueba definitiva del trastorno obsesivo-compulsivo de Pedro Almodóvar— en un simulacro de suicidio, el personaje confiesa: «Yo tenía la esperanza de que alguien me encontrara. Quería que tú me encontraras bonita. Muerta, pero bonita. Era solo una idea. No he hecho nada estos días más que esperar», procurando una muerte falsa (improbable) para obtener una reconciliación a base de lástima.
No sospechaba la inocente de María Isabel —allá por 2004, cuando ganó el concurso de Eurovisión con apenas nueve años— que el título de su canción «Antes muerta que sencilla», en lugar de aportar otra conquista al feminismo iberoamericano del siglo XXI se convertiría en excusa de una mujer manipuladora y neurótica para recuperar el amor de su vida. De forma que ella ve el acicalamiento como arma de seducción última o como disfraz para disimular su honda frustración. Descojonada por dentro, pero divina por fuera.

Por suerte para Tilda, su nuevo director la coloca frente al espejo, como hiciera con Juana, aquel personaje de Rossy de Palma en Kika (1993), a pintarse los labios de carmín y a hacer pucheros. La Swinton jamás lució más femenina y arrebatadora en toda su carrera. A estos efectos, se hace notable el frecuente cambio de vestuario de la actriz —no ya como juego teatral solamente, sino como afirmación de la autoestima quebrada de su personaje—; guardarropa alucinante, escogido por la diseñadora Sonia Grande (colaboradora habitual de Almodóvar) para acentuar los altibajos emocionales de esta heroína trágica.

El artífice de Dolor y gloria (2019) se apoyó esta vez en trajes y accesorios de diseñadores como Balenciaga, Gvasalia, Dries Van Noten, Channel y Cartier para adornar a su protagonista con coturnos y miriñaque de estirpe clásica, y todo el fulgor de la pasarela. A lo cual se suma la exquisitez de los decorados pop, color sándwich (rojo, verde y amarillo mostaza), que de forma subliminal informan al espectador de la fugacidad del cortometraje, cual producto de fast food. Mientras las reproducciones de pinturas de Artemisia Gentileschi y Giorgio de Chirico refuerzan —con estéticas dispares— esa narrativa de la pérdida, el abandono y el desamor.
Esta es una obra esencialmente fetichista y retiniana, una pieza de artesanía cinematográfica. Pues, más allá de la exclusividad del terciopelo o el cashmir, cada objeto-cuerpo integrado al set o utilizado por la actriz en su cadena de acciones físicas delata su concienzuda planificación visual, expresiva y dramática. Por ejemplo, la mascota del novio infiel es un perro bellísimo que, además de servir como soporte emocional a esta hembra despechada, hace función de alter ego. Cuando ella explica en su monólogo «El perro solo te busca a ti. Te necesita y no entiende lo que pasa», en realidad habla de su propio dolor.

Para concluir, La voz humana es un filme sobre la falsedad de las apariencias. Esta dama acorralada por la organicidad de la Swinton y el perfeccionismo de Almodóvar quiere ser «una mujer práctica, en el amor y en la vida», pero solo alcanza a ser pura fibra, encarnando la convulsión y el fracaso. El descontrol de sus emociones desemboca siempre en melodrama. Por eso cuando le da candela a su departamento y observamos que este era solo un set fabricado para la función o la película, los espectadores nos quedamos tiesos como maniquíes en nevera. El acto que hemos visto —durante treinta minutos— era solo eso, una representación.
Es decir, que hemos sido testigos de un proceso teatral, simulacro o juego de ambigüedades que obliga a discernir entre realidad y ficción, verdad y mentira, profundidad y superficie. El espacio vacío y sin espectadores nos deja con más dudas que certezas. En ese minuto nos cuestionamos si el personaje sufría sinceramente o la actriz interpretaba bien a una actriz —catalogada por la prensa como «una mezcla de locura y melancolía»— mientras nosotros somos apenas una turba de idiotas sentimentales y frívolos del otro lado del teléfono. Asumimos entonces que Almodóvar es una máquina de ingenio o que Anna Magnani, Ingrid Bergman y Sophia Loren fueron unas cobardes.