«En mis películas no existe el miedo al ridículo», ha dicho Léos Carax alguna vez. El miedo al ridículo es lo que ha matado el cine que estamos viviendo hoy. Los festivales y las pantallas del mundo nos atiborran año tras año con películas «correctas» que repiten lo que antes ha funcionado, y no nos queda más que aplaudir la ejecución virtuosa de este buen gusto adquirido.
Léos Carax, en cambio, intenta reinventar continuamente el cine, y reinventarse a sí mismo con respecto a su cine anterior. Incluso dentro de cada película parece no conformarse nunca con lo que ya ha «funcionado», y necesita inventar algo nuevo para la próxima escena, para el próximo plano. Su obra ha estado siempre enamorada del cine mismo, siempre explotando las posibilidades y límites del dispositivo cinematográfico, como si lo hubiera acabado de descubrir. Usa motivos pop y tramas genéricas para anclar a los espectadores en su compleja expresión autoral, como lo evidencia el título de su primera película: Boy Meets Girl (1984).

Sus personajes son un alter ego hiperbólico de sí mismo, románticos hasta la histeria, arrebatados existencialistas y poetas punk alucinados, con la energía rebelde de Artaud y Céline. Sus ideas de dirección insisten en juegos autorreflexivos y paradojas de la representación, como si un artista no pudiera expresarse si no es reflexionando sobre la forma misma de expresarse. Aunque es heredero directo del cine de Godard, se distancia del Godard que ha dicho «no se trata de una imagen justa, sino de justo una imagen» cuando le interesa hacer de sus películas objetos de belleza estética, casi elegantes. Pero su idea de la belleza es posmoderna: en lugar de ocultarle al espectador que está ante una representación (como lo supone el cine clásico y el cine más «correcto»), disfruta de romper la ilusión y poner al artificio en primer plano.
En esta continua reinvención se corre el riesgo de hacer combinaciones fallidas, como en toda experimentación. De ahí que sus películas a veces tengan desniveles y salidas de tono en medio de ideas brillantes, o que encontremos en su filmografía una pieza como Pola X (1999), decepcionante incluso para sus admiradores. Pero el riesgo también se recompensa. Su obra maestra, Holy Motors (2012), es posiblemente la mejor película de ficción que se ha hecho en este milenio.En Holy Motors ya no se necesita anclar al espectador en ninguna trama plausible. La película es un monstruo inconcebible para la razón que desbarata los límites entre lo real y su representación. Nos perdemos en rupturas ontológicas hasta terminar sospechando, como Beckett, que «nada es más real que nada», o que nada puede ser si no es a la vez real y ficticio.

Después de Holy Motors, Carax, adicto a la adrenalina, no se podía permitir nada esperado, mucho menos algo previamente aprobado por el buen gusto. Cuando los hermanos Ron y Russell Mael, directores del grupo pop-rock experimental Sparks, le presentaron la idea para hacer una película musical con quince canciones, Carax les propuso en su lugar una película que fuera una única larguísima canción. Después de casi una década buscando financiamiento, Carax y los Mael lograron producir Annette. Un «musical de género fantástico» (según las palabras del realizador), una ópera rock con la ironía posmoderna de los Sparks, plagada de juegos autorreflexivos, con las estrellas Marion Cotillard y Adam Driver como protagónicos, y sin ningún miedo al ridículo.
Annette abrió Cannes después de que el festival estuviera suspendido por los desastres de la pandemia, y la apertura funcionó a la perfección, con su eufórico prólogo metaficcional que parecía atravesar la pantalla y decirle al mundo «empecemos de una vez». En Cannes, la película ganó el premio a mejor dirección, y después de este premio la recepción especializada de Annette ha estado dividida entre los que opinan que la película es una obra maestra que ha quedado para la historia del cine y los que la consideran innecesariamente larga, fallida, y simplemente mala.
¿Qué pasa con Annette? Sus riesgos retan los límites de la sensibilidad. El espectador se confunde tanto que decide suspender el juicio si quiere esforzarse por seguir inmerso. Pero… ¿inmerso en qué exactamente? Si en sus otras películas Carax usaba el relato para aterrizar a los espectadores en los embrollos de su expresión autoral, aquí la trama no es una excusa, sino un estorbo. Un melodrama maniqueísta, simple y predecible como una telenovela, con una moraleja final correcta. Los personajes están construidos como arquetipos: Henry McHenry, el Simio de Dios, comediante inmoral que destruye y «mata» a su público; Ann Defrasnoux, soprano que ama, salva y muere por todos en escena; el Acompañante (ni siquiera tiene nombre), el «otro» de la relación de amor, compositor talentoso desplazado e ignorado; y Annette, que es literalmente una marioneta milagrosa, explotada por sus padres, por los adultos y por los espectadores. Ningún problema hasta aquí con este catálogo de «personajes», pero se vuelven inorgánicos y se desarman cuando se salen de tono y toman decisiones contradictorias: a veces a un nivel caricaturesco (Henry explotando monetariamente el milagro de la voz de Annette) y a veces con una complejidad más humana (Henry reconociendo que si amaba a Ann lo mejor hubiera sido separarse de ella antes de destruirse juntos).

Los retos de Annette no acaban en esto. Las letras de las canciones se basan en repetir incansablemente líneas tan vacías y redundantes que solo pueden entenderse como provocaciones a la paciencia. Es difícil saborear la ironía que puede haber en esta decisión cuando la música toma las letras tan en serio, a veces con melodías pop demasiado empalagosas y, como mismo dice la letra, «en constante clave menor».
Pero entre estas dos horas cenagosas e inasibles, con toda la sobreabundancia y redundancia de signos carnavalescos que la conforman, hay zonas brillantes, tanto por parte del guion y la música de los hermanos Mael como en la dirección de Léos Carax. Por esto la película se vuelve tan confusa para la percepción y para el juicio, y el premio de Cannes no es inmerecido. La puesta en escena es elegante y sorprendente, con los juegos autorreflexivos y sus rupturas de la representación a los que nos tiene acostumbrados Léos Carax, a veces llegando a una gran complejidad y belleza. El estilo de Sparks, en medio de sus redundancias musicales y sus letras banales, tiene algo altamente original y placentero: una autoconsciencia brechtiana que asume recursos anticuados del teatro de forma irónica, provocando las escenas más memorables de la película, y muy atrevidas para el escenario actual del cine.

Estoy pensando, por ejemplo, en los magníficos momentos escritos para el Acompañante, interpretados por Simon Helberg. Es quizás lo más novedoso y lo más disfrutable de la película. Recordemos esa escena en que el Acompañante dirige la orquesta mientras habla a los espectadores y tiene que interrumpir su soliloquio para conducir los momentos climácicos de la música que acompaña sus sentimientos internos, en un perfecto plano secuencia en que la interpretación de Helberg está cronometrada perfectamente para identificarnos tanto como distanciarnos, para hacernos reír tanto como llorar, expresando su dolor durante unos segundos y rompiendo de pronto la cuarta pared para aliviarnos de su drama. Sin embargo, momentos de gran ingenio como estos, que abundan en la película, no tienen relación con la supuesta premisa de la trama principal. Esta escena tan perfecta no tiene nada que ver con el supuesto «querer decir» de la historia que se cuenta, a no ser que esté hablando de que los verdaderos talentos están condenados a ser personajes secundarios.

En otros momentos importantes de la trama, las decisiones de dirección parecen perezosas o disfuncionales. Un ejemplo es ese momento en que Henry reconoce durante su juicio final que si amaba a Ann debía alejarse de ella. Este clímax musical se cierra con la aparición de un espectro, una sirena de la venganza. Una parodia, quizás, de muchos caracteres de la historia de la ópera, pero nada efectiva para una película contemporánea. La escena, tan importante para la trama, se vuelve ridícula en este juego. Un riesgo que fracasa.
El problema no es que dudemos de que los Sparks y Léos Carax puedan entregarnos un espectáculo sublime e inteligente, sino el sabor amargo que sentimos ante la sospecha de que están tratando de engañarnos con lo que la película en su totalidad está supuestamente «queriendo decir». Las películas de Carax nunca han «querido decir» nada en específico. Carax ha estado siempre más allá del bien y del mal, clamando en voz alta una actitud ante la vida que parece gritar aforismos de Nietzsche y Artaud. Sus personajes retan la moral establecida, sus ideas rompen las convenciones sociales de la realidad. Pero cuando la espina dorsal de la película es un relato moralista en contra de la violencia de género, hay algo sospechoso. El relato de Annette es un mea culpa consciente de la era Me Too.

Este moralismo no hubiera resultado tan incómodo treinta años atrás, pero hoy parece sospechosamente conveniente, incluso tardío para Léos Carax, cuyas películas han sido siempre sexistas. Consciente de esta tardanza, la película asume esa culpa y la imposibilidad del perdón. Pero esta autoindulgencia también resulta incómoda para un espectador contemporáneo, sobre todo cuando obliga a mirar la violencia a través del prisma del culpable machista, como si estuviera provocándonos a identificarnos con él. La sorprendente frase final de Henry McHenry dirigida a los espectadores: «Stop watching me», parece reconocer que al fin el cine ha destronado a este héroe machista de los papeles protagónicos. Lástima que sea la última línea de la película y no la primera.
Annette tiene momentos de estudio para una escuela, momentos que quedarán en la historia del cine: los performances de Henry McHenry, la decisión de usar una marioneta para un personaje real, los recursos anticuados del cine silente. Muchas de estas ideas de dirección son más elocuentes de lo que todo el relato, los diálogos y las canciones de la película pueden ser. Pero estas ideas y estos juegos ingeniosos están desconectados de la moraleja que intenta inyectar la historia. ¿No hubiera sido mejor abandonar la pretensión de una trama cerrada? ¿No hubiera sido mejor olvidar el mea culpa y simplemente hacer una película sobre la representación, sobre la música, sobre el espectáculo, sobre lo real y su ficción, y no forzar el tema hacia un conflicto de violencia de género, en el cual sus autores no parecen tener nada más que decir que lo que ya un espectador contemporáneo conoce y reconoce?

Tengo mi teoría «ridícula» sobre esto. Carax ha reconocido que su método de creación es «caótico», que tiene estas innovadoras ideas para cine regadas en su cabeza y que debe organizarlas en la estructura de un relato coherente antes de filmar. El problema de Annette está en este esfuerzo inútil por contar un relato con un «querer decir» discernible. Cuando Carax se ve obligado a poner en escena un guion previamente escrito, con un sentido y su premisa cerrada, entonces sus ideas no enriquecen este relato, sino que redundan y lo empobrecen. Si tuviera siempre oportunidad de hacer películas sin ningún relato específico, como Holy Motors, entonces su genio fuera insuperable. Léos Carax es un animal de cine que necesita seguir haciendo esa obra que taladra la realidad. Pero ya no necesitamos ninguna otra fábula moralista que sea representada por un director ingenioso. Si el cine sigue así, seguirá moribundo.