El cine español anterior a la década de los ochenta ofreció generalmente una visión homogénea del erotismo, acorde con la imagen estereotipada que el franquismo había acuñado del país, una estampa «vendible» al turista principalmente nórdico basada en una falsa identidad cerrada y exclusivista, un mapa que no contemplaba a moros, judíos, protestantes, vascos, gallegos, et al.
Desde los años cuarenta, el régimen del caudillo había diseñado una iconografía donde el torero, el legionario, la tonadillera (emblema esta última de una Andalucía también mítica, «desarabizada» y ajena a la realidad) significaban literalmente la hispanidad; tendencia que en los sesenta varió poco, esencialmente.
Mientras la contracultura hippie se imponía en occidente, la censura se tornaba más férrea en una España que, paradójicamente, mientras se abría al turismo, decidió apretar las clavijas de una moral ajena a lateralidades y alternativas que trascendieran un ideal católico decadente, sobre el cual se erigía el aparato político.
Casta, hipócrita, aparencial como todas las dictaduras, la de Franco y sus secuaces refrendaban cine anémico, pedestre, burdamente anticomunista, que no daba margen a la expresión inteligente y madura. Es cierto que hubo excepciones en casos esenciales del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, esa pareja feliz que formaron Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, o una cinta «de culto» llamada La gata (1956), de Margarita Alexandre, con Aurora Bautista (considerada la primera película real y deliberadamente erótica del cine español), pero el panorama estaba copado por el cupletismo a lo Sara Montiel, la comedia banal y las películas con niños, que llevaron a las lapidarias Conversaciones de Salamanca en 1955.
1 La vida sigue igual
En los años sesenta, ya decíamos, siguió la rima. La comedia, fuera «a la italiana» —como tanto abundó— o «a la española», mostraba un protagonista insatisfecho sexualmente, hijo legítimo de la censura. No era posible siquiera un desnudo parcial, y mucho menos un acercamiento mínimamente serio (cualquiera que fuera el género en que se enmarcara la obra) a los problemas eróticos.
Los títulos mismos expresan tal situación: No desearás la mujer de tu prójimo (1968), No desearás al vecino del quinto (1970), No desearás a la mujer del vecino (1971); No somos de piedra (1968), El triangulito (1970). Y eso que la década había comenzado con un soberano escándalo: Viridiana (1961),de don Luis Buñuel, un afilado estudio acerca de la miseria social y humana mediante las coordenadas del deseo reprimido, particularmente desde el prisma femenino, clase media, religión: tríada que permitía un medular análisis dentro de una historia aparentemente trivial. La cinta resultó extraordinaria y paradigmática, la crítica feroz del Vaticano la retiró de los carteles españoles durante 16 años (mientras se convertía en objeto de culto en el resto de Europa): su carácter excepcional confirmaba la regla.
De menor alcance, Diferente (1961), de Luis María Delgado, haciendo honor a su título, abordaba el tema de la homosexualidad, y manquedades aparte, descuella como otra rara avis en el encajonado panorama de los sesenta. Lo mismo puede decirse del llamado «nuevo cine español» (Picazo, Eceiza, Camus, Olea, Angelino Fons y por supuesto Saura) y la aun más minoritaria Escuela de Barcelona (muy influenciada por la nueva ola, que si bien propiciaron tratamientos más serios, más realistas y más dignos artísticamente de las diversas esferas de la realidad —incluyendo el erotismo—, no encontraron, al menos en ese momento, un arraigo mayor en la crítica y el público.
Los setenta (sobre todo en su primera mitad) conocen ciertos cambios estéticos y tonales, pero ello no implica ni con mucho un sondeo profundo en los temas elegidos. Aunque los mejores realizadores de una u otra tendencia, convencionales o iconoclastas, siguen haciendo un cine respetable (Buñuel, Berlanga, Saura), predomina sobre todo una molesta retórica intelectualista, un psicologismo cargante, la incidencia en contextos rurales, la preeminencia de los géneros históricos o biográficos, junto con la «comedia tontica», el cupletismo y los musicales.
En 1975, último año de la extensa dictadura, se comienza a vislumbrar la próxima democracia con algunos títulos que consiguen burlar (o torear un poco) la aún férrea censura, gracias en buena medida al apoyo de la prensa: Furtivos, de José Luis Borau, es un ejemplo representativo. Con el primer gobierno de Carlos Arias Navarro se promulga un nuevo «Código de censura» (el anterior estaba vigente desde 1963), que admitía en su artículo 9 el «desnudo justificado»: La trastienda, de Jorge Grau, muestra el primer desnudo frontal: María José Cantudo frente a un espejo, apoyada en el marco de una puerta y engullendo una simbólica manzana.
Con la transición política, que lleva a las primeras elecciones legislativas en 1977 y a la Tercera República, surge un tipo de «comedia madrileña», donde abundaban las parejas separadas o a punto de hacerlo que se entremezclaban, interiores naturales, copiosos diálogos, sonido directo: Tigres de papel, de Fernando Colomo, es un ejemplo. Era otra cara del intelectualismo y el blablablá de los setenta, en el fondo, expresión de un cine vacío y alejado de la realidad.
El destape sexual, la era del desenfado que sobrevendrá con los ochenta, se anuncia en cintas como Mamá cumple cien años (1979), de Carlos Saura, metáfora de una España que renace de sus cenizas y se lanza a conquistar, entre otros, su patrimonio erótico.
2 La Movida: reapropiaciones, estética camp, posmodernidad
Madrid fue el escenario del renacimiento, mientras el meridiano indicaba que había llegado la octava década del siglo. Desde fines de los setenta la brújula marcaba un inminente proceso democrático. La nueva constitución coincidía con abruptos cambios mundiales: las conquistas del movimiento feminista y del Gay and Lesbian Movement (hoy LGTBIQ), la embestida punk de (nuevos) «jóvenes airados», encuentran un rápido eco en España, concretamente en su capital: el gobierno socialista de Tierno Galván impulsa el «nuevo madrileñismo», un tornado radical con aires urbanos, desestabilizadores, iconoclastas…
Es la Movida, que haciendo justicia a su nombre, se proyecta con la pluralidad del ciempiés y la energía del águila: un movimiento que concilia las clases, que penetra la música, la plástica, la literatura y el cine, que oxigena la sociedad toda, porque recibe de ella la respiración y el flujo.
Pero no solo genera sus propios signos, sus mitos (la agresividad y extravagancia de la moda, el hard rock, el «realismo de letrina», la explosión de colores vivos y chillones), sino que se apropia de sus antiguos significados y sentidos, aplicándole otros nuevos, radicalmente distintos (a veces hasta opuestos), muy acordes con la estética del camp.
Los artistas de la Movida integran una vanguardia que da a la pandereta, la tonadilla, el cura y la monja, la gitana, el torero y otros elementos conformadores de la «españolada» un tratamiento renovado(r).
«Liberar aquellas formas del significado forjado por el discurso franquista —escribe Alejandro Yarza—supuso un gesto político, en tanto esa reapropiación paródica subvertía unos códigos ideológicos que pretendían fijar la identidad nacional».
Artistas españoles como El Hortelano, Ocaña, Ceesepe, Pérez Villalta, fueron algunos de los más destacados subvertidores de la vieja retórica franquista. También, un antiguo empleado de la telefónica devenido cineasta, oriundo, como Alonso Quijano, de La Mancha: Pedro Almodóvar.

3 Nadie es perfecto… todo es natural
Siguiendo la línea inclusiva, aglutinadora de la Movida, y en consonancia con la teoría queer —aunque sin filiaciones expresas con esta ni con nada— el nuevo realizador considera que, en materia sexual, todo vale, todo es legítimo, nada es contra natura ni inmoral, ni por tanto, censurable. Se trata de un espíritu iluminador, una mente sin fronteras, un artista capaz de trascender el movimiento sociocultural donde se inserta y de donde procede, porque en muchos casos, debemos reconocer, la Movida fue pura moda.
En buena medida, porque don Pedro, tan capitalino como esa eclosión, no escamotea cierto orgullo por su procedencia rural, aun cuando esto llegue (mal) disimulado en los estuches de la ironía o la franca burla. Por otra parte, e incluso con la depuración que va adquiriendo su estilo, las coordenadas de la poética almodovariana de entonces se mantienen en los noventa y saltan al nuevo milenio con la fidelidad y la pureza de los primeros filmes. A él le interesa el ser humano, tan complejo como es, mas válgale Dios atacarlo o censurarlo: trata de entenderlo, incluso de justificarlo, pero lejos de normativas o camisas de fuerza. Bastante censura tuvo el cine, la sociedad toda, diría él, para seguir arrastrando tales rémoras. Y análogo desenfado tiene casi siempre su cámara.
Acerquémonos entonces a algunas peculiaridades del erotismo —con sus múltiples variantes— y su tratamiento en ese cine. Concretamente: otredades sexuales, la mujer y la relación del amor con la muerte.
4 Ciertas lateralidades
No interesan mucho a Almodóvar las tendencias dentro de la proyección erótica. Tan natural le resultan, digamos, la homosexualidad y el travestismo, que no se detiene a explicar, a cuestionar(se) génesis psicosociales, motivaciones o porqués: lo que sí le seduce es lo que hay detrás, en el fondo de esas identidades, generalmente silenciadas o anatematizadas por tanto cine precedente.
Así, la aventura homo de Laberinto de pasiones (1982), el triángulo masculino en La ley del deseo (1987), la pasión de la madre superiora por la cantante refugiada en el convento de Entre tinieblas (1983) y la tortuosa relación de la actriz y la drogadicta en Todo sobre mi madre (1999) son, peculiaridades a un lado, recreadas como otros enlaces, de signo hetero o bisexual, en distintos filmes: siempre destacando la riqueza ontológica, psicológica, social, no su presunta rareza.
El travesti es otra figura que le atrae poderosamente al manchego, desde que sigue a uno de ellos en las secuencias iniciales de Laberinto… El director rechaza la identificación mecánica del transformista con la proyección esencialmente gay de quien invierte su imagen actuando en un cabaret o simplemente paseando por las calles. Llega incluso más lejos, focalizando actitudes hetero en algunos de ellos (Tacones lejanos, 1991; Todo sobre mi madre), lo cual, aunque pudiera rozar la hipérbole, persigue desestabilizar prejuicios, bombardear convenciones.
Una transexual desempeña un decisivo rol dramático dentro de La ley del deseo: Tina, hermana del protagonista; sin olvidar el guiño que significa en Tacones… conferir a alguien que lo es en la vida real (la actriz Bibi Ándersen) el personaje de una lesbiana. Así juega Pedro con los roles tradicionales, con las modalidades eróticas, recordándonos a cada momento que el hombre y la mujer, tan diversos y contradictorios, son en el fondo muy semejantes, muy sujetos a análogos sentimientos y pasiones.
No debe olvidarse, sin embargo, la posición que estos seres tenían en el cine pasado, el rincón a que los condenaba la cultura dominante, por lo cual Almodóvar realiza también una operación de rescate, que implica la absoluta legitimación, al conferirles, a más de un tratamiento normal (nunca los ve como bichos raros o patológicos), un espacio importante dentro de los relatos.
Ello sintoniza no solo con la teoría queer, sino con la lectura posmoderna de este cineasta, que incluye la recuperación cultural de minorías (otrora subestimadas, condenadas, silenciadas por la perspectiva centrista), donde descuellan la mujer y estas otredades eróticas. En tal diálogo con un pasado que sabe perfectible, recuperable, el manchego erige una mímesis que han entendido muy bien algunos estudiosos. Por ejemplo, Paul Julian Smith:
La mímica —escribe él— sugiere la reproducción (posmoderna) del material encontrado, el reconocimiento de que no podemos seguir adelante sin procesar el pasado. Pero tiene también una inflexión específicamente homosexual: para las lesbianas y los gays, situados oblicuamente en relación con una cultura dominante que no habla a nuestra experiencia, la mímica es una característica constante de nuestra vida en un contorno hostil, y de nuestra resistencia a ese entorno.
5 Mujeres al borde
La mujer, no solo como importante presencia social, sino tal actante erótico, es la protagonista del cine almodovariano. Si bien los últimos filmes del autor han potenciado al hombre, más de un crítico llegó a señalar el desdibujamiento que, en pro de su «media naranja», sufría aquel.
Desde la inicial Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), Almodóvar invita a mujeres encadenadas por la historia, la sociedad, el padre, el esposo, los hijos, en franco despegue, en una fuga hacia la redención. Existe una vocación marcada en pulverizar tanto el matrimonio como la familia tradicionales, abogando por uniones, llamémosle, «de nuevo tipo», aun cuando tales rupturas siempre impliquen dolorosas cicatrices: la paliza (si bien orgásmica) recibida por Luci de parte del marido, que no tolera su intento de vida libre (Pepi…), el triángulo que llegan a formar el padre Constantino, sor Víbora y el tigre, disolviendo, subvirtiendo los roles familiares convencionales (Entre tinieblas) y las cuerdas literales —y simbólicas— que apuntan a un tipo de relación que evoluciona, pero despojada del modelo burgués (Átame, 1989), son algunas de ellas.
El singular universo erótico de la mujer, que tanto atrae —podemos decir, obsesiona— al realizador, está siempre conectado con la tradición, en una de las paradojas de este cine, tan iconoclasta y removedor, y sin embargo, tan atávico. De ahí la asunción, lo mismo del kitsch —esa cultura de masas que para Umberto Eco significa «tanta cultura»—, el bolero y los fantasmas del viejo cine, que de los ancestros de la tragedia griega, incidiendo en la poética almodovariana.
Lo cierto es que las represiones, las ataduras, el asfixiante contexto y, y por añadidura, el perenne afán liberador y desautomatizante, configuran los perfiles dramáticos de grandes damas en su cine, sea Gloria (¿Qué he hecho yo para merecer esto?, 1984), Pepa Marcos (Mujeres al borde de un ataque de nervios, 1988), la madre superiora (Entre tinieblas), Kika, del filme homónimo, o Helena (Carne trémula, 1997).A veces esa lucha de tales contrarios, u otros, se expresa en díadas de personajes (madre-hija en Tacones lejanos, protagonista-vecina en ¿Qué he hecho yo…?, Kika-criada en Kika, María-Eva en Matador (1986), Clara-Helena en Carne trémula) o en curiosos puzles que conforman la coralidad (Pepi, Luci…, Mujeres al borde…, Todo sobre mi madre, Los amantes pasajeros), pero siempre mediante un erotismo femenino encadenado, que se libera en medio de un ambiente hostil y cerrado, diseñado para la no realización, que el cineasta abre, o al menos entreabre, con una fuerte voluntad para que así ocurra en la vida.
6 Eros y Tánatos
De siempre ligada al erotismo, la muerte es una (in)variante del cine almodovariano. Para abordar el tema, resulta imprescindible detenerse en dos filmes paradigmáticos que resultan, a juicio de este crítico, sus dos obras maestras: Matador y Carne trémula.
Si bien aparece la muerte —de modo referencial o motivacional— en ciertos filmes un tanto más graves (lo que Nuria Vidal ha llamado su «período negro»), como Entre tinieblas o ¿Qué he hecho yo…?, no es hasta Matador que se torna verdadero sujeto. Como escribe la estudiosa, en ese filme «la muerte no es solo parte de la narrativa, sino la llave de ella, en el sentido de placer y autodestrucción».
El filme parte de la tradición taurina española, en otro de esos ejercicios de recuperación y reciclaje que tanto caracterizan el cine de este autor. María Candelaria y Diego se elevan bien por encima de la pareja convencional (representada por Eva y Diego). Aquellos se complementan, se identifican, pertenecen, como no tardan en reconocer, al mismo clan: «Estamos destinados el uno para el otro, y nadie, ni siquiera nosotros, podemos evitarlo», le dice él a ella, mientras ella le espeta a la novia de él: «Diego pertenece a otra especie, la mía».

En esa semejanza (basada en la libido autodestructiva, la muerte como cima de la consumación, la asunción de esta como un misterio de iniciados) debe percibirse también una metáfora de la homosexualidad, como mismo hay una constante insistencia en el placer morboso que implica el rito de la tauromaquia: Eros y Tánatos una vez más entrelazados en un acto que se remonta al freudiano tabú de los ancestros: «Este sacrificio —escribe Alejandro Yarza— debe ser entendido como una celebración de la vida a través de la muerte, como en los sacrificios religiosos primitivos: la celebración de la continuidad a través de la eliminación de unos seres discontinuos».
La inversión de roles, o más bien, la ósmosis (María y Diego como víctimas-victimarios), que indican la homogeneidad o, cuanto menos, la complementariedad («en cada criminal hay una parte femenina» y «en cada asesina hay una parte masculina», dialogan ellos) deviene esa violencia que participa de la pasión como elemento fundamental.
Ese acto incluye la representación: la muerte orgásmica como puesta en escena; no olvidemos que Ángel, Eva, los policías y otros personajes acuden a la misma como espectadores, lo cual arranca al inspector una frase concluyente: «Nunca había visto a nadie tan feliz», desenlace relacionado directamente con la secuencia final de La ley del deseo. La muerte (fruto del amor, salida única de este, conclusión irreversible de la pasión) como espectáculo.
Ahora bien, si en Matador el tono oscila admirablemente entre la literalidad y la metáfora, entre la seriedad y la parodia, Carne trémula, más de diez años después, entroniza el ítem de la muerte en relación con el erotismo de la manera más asumida. Ya sabemos que la parodia posmoderna introduce también una diferencia crítica con el modelo, mas sin ocultar el juego, de ahí que, en Matador, toda una serie de claves (la tormenta romántica durante la violación, el eclipse final, la recurrencia de la Luna evocando las divinidades representadas por el toro) indiquen que no hay que tomarse demasiado a pecho la diégesis, tal aparenta (o aparenta aparentar) Almodóvar.
Carne…, sin embargo, aun cuando sea imposible descartar del todo algún que otro guiño a este cine, proyecta la tragedia desde una perspectiva casi literal: la muerte de Clara y Sancho, a diferencia de la que tiene lugar entre María y Diego en el filme anteriormente analizado, no implica la epifanía del placer; todo lo contrario, significa la frustración, la imposibilidad de arreglar una relación acabada (que se mantiene apenas sobre las débiles columnas de la culpa y la lástima), y en el caso de Clara, la de llevar a un feliz término la suya con Víctor.
El signo de la incompletez y el vacío estampa a casi todas las parejas del filme (Helena y David, recordemos, no pueden tener hijos), de modo que la muerte —aún con el final feliz incluido, precisamente, un nuevo nacimiento, como al inicio— es aquí culminación bruta, aniquilación fatal, irrealización del deseo.
7 De tú a tú con la muerte
Sin embargo, una obra donde estos dos complementos, Eros y Tánatos, se relacionan de una manera especial, es la célebre Hable con ella (2002). Pudiera decirse incluso que, agotadas las relaciones eróticas en vida, que incluyen (o concluyen con) la muerte, ahora el amor llega tan lejos que estas ligaduras son pos mortem, mas no en un sentido tradicional o alegórico, sino con una lateralidad pasmosa y fuera de lo común: seres, mujeres en este caso, que están muertas en vida, y siguen recibiendo el amor de sus hombres.
Benigno es ese enfermero ambiguo y «flojo», solo aparentemente (de nuevo las apariencias engañando, despistando) contratado por el padre de una bella estudiante de ballet que lleva días (que se transforman en meses) comatosa. Benigno llega a amar tanto el objeto de su cuidado, que no solo le habla como si estuviera despierta, sino que la posee, enloquece y muere por esa mujer que adora.
Vemos entonces cómo la muerte protagoniza un ciclo que incluye de manera turbulenta el amor y la vida, pero como ingredientes o subconjuntos: es quien protagoniza y señorea, por lo cual el título del filme se antoja también metafórico: también es ella, la muerte, el objeto del diálogo, amén del sujeto dramático del filme.
La otra historia, la del periodista argentino y la torera, carece de la fuerza y el desarrollo de esta, que a la verdad encierra tanta energía y tanto morbo que, literalmente, la devora, y confiere a la cinta la condición de resumen y emblema de las preocupaciones almodovarianas en el tema: la muerte como generadora de vida, como impulso de la libido, como motu de relaciones singulares, amén del estímulo que se propicia en el filme a la comunicación en la pareja. Esa elocuencia del hombre ante la mujer callada (otra inversión de roles respecto a lo habitual) incita, más allá del diálogo literal, a la comprensión, la compenetración y el diálogo en el más amplio sentido.
Si el caso de los personajes que encarnan Rosario Flores y Darío Grandinetti tiene algún peso específico en la historia, es para acercar un ítem inédito (o al menos poco abordado; pienso ahora que también lo es en Carne trémula): la solidaridad masculina. Anclado desde sus inicios en los gineceos, los vínculos femeninos, Almodóvar traza aquí otra hermosa historia (paralela), donde la muerte también, y el eros, ambos compartidos (los dos hombres sufren la pérdida de sendas mujeres), generan sólidos e indestructibles vínculos entre ambos protagonistas.
De modo que Eros y Tánatos siguen de la mano, pero por atajos y sendas intransitadas, o al menos de forma no habituales en el trayecto de Almodóvar, el cual nos regala en este título otra rara avis que a la vez matiza y aporta nuevas coordenadas en su poética y su peculiar erótica.
8 La piel (inter)cambiable
Si bien el tema de la transexualidad ha adquirido en los últimos años cierto auge, a tono con el protagonismo logrado por esta identidad dentro de la sociedad actual, cuando el manchego comenzó su carrera apenas se hablaba de este asunto, de modo que, como hemos estudiado aquí, fueron pioneros sus abordajes en filmes como Laberinto de pasiones o La ley del deseo, por solo mencionar algunos de ellos.
Sin embargo, en su filme La piel que habito (2012), la intervención quirúrgica para cambiar de sexo no obedece a un caso voluntario, como ocurría en aquellos, indicando una reasignación. Esta vez el joven convertido en mujer es el fruto de una venganza y una obsesión: el cirujano Robert ha perdido a su mujer quemada y decide recrearla (en sui géneris clonación) en el cuerpo del violador de su hija adolescente, de modo que secuestra a aquella con tales objetivos.

Luego, la Vero que fue Vicente, tiene la posibilidad en su nueva «piel» de conquistar a la joven lesbiana con quien trabajaba, situación hipotética con la que, en declarado «final abierto» termina el filme. Teoría queer a pulso, o quizá mejor, persistente lección almodovariana: somos cuerpos deseantes, cualquiera que sea su apariencia, y más allá de clasificaciones, de géneros y roles, de tendencias y etiquetas; ese amasijo de tejidos y sensaciones, incluyendo cerebro y… corazón, parece dar la primera y la última palabra en materia de acoples con otros, parecidos o no, mas siempre complementarios.
De cualquier manera, este Almodóvar, tras ciertas recaídas en sus títulos más recientes, vuelve a sus mejores momentos.
9 Al borde de otro ataque de nervios (aunque esta vez, no solo mujeres)
Un grupo de personas de las más diversas tendencias eróticas, profesiones y condiciones sociales viaja en un avión español rumbo a México con distintos fines, pero hay problemas en el vuelo y deben hacer un aterrizaje forzoso, de modo que la tripulación hace lo posible porque los pasajeros no entren en pánico…
Almodóvar se ocupa en tono de comedia del anterior caso, que parodia el subgénero de aviones encaminados a la catástrofe, para hacer de las suyas en un filme conectado con la ligereza y sí, la frivolidad asumida en sus inicios (Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón; Laberinto de pasiones…) y continuada luego, aunque se «espesaran» un tanto las narraciones en títulos siguientes (Mujeres al borde de un ataque de nervios, Tacones lejanos…). Los amantes pasajeros (2013) alude a la dualidad desde su título, donde ambos términos pueden ser lo mismo sustantivos que adjetivos.
Coralidad en el sujeto, diversidad sexual y personajes extrovertidos y singulares han sido tres constantes en esas y otras muestras de la obra almodovariana, que vuelve aquí en un divertido trayecto que no carece de chistes fallidos y algunas situaciones forzadas, pero con el que se pasa de maravillas asistiendo a secretos poco a poco revelados, identidades sui géneris y esos casos y cosas que siguen ocurriéndosele al controvertido cineasta manchego para goce de sus muchos admiradores y motivo de maledicencia o irritación de quienes no lo son tanto.
Una trinidad de azafatos gais (beato, alcohólico y libidinoso) que nos deparan, junto a los angustiados viajantes, un simpático bailable; un dúo de capitanes de vuelo (bisexual uno, el otro homo no asumido… hasta cierto momento), una vidente virgen (también solo al principio), una diva que dice poseer «secretos de estado», un asesino a sueldo mexicano, una pareja en luna de miel, en la que ella, remedando aquella de Mujeres…, duerme todo el tiempo por culpa de un cóctel de somníferos —aunque haga hasta el amor en ese estado—, un padre que reclama a su «hija pródiga» y que a la vez es un estafador reclamado por la justicia, son algunos de los pintorescos pasajeros a bordo de esa nave (y al borde de otro ataque de nervios) que sobrevuela sin lograr un espacio donde aterrizar, mientras por un teléfono, que revela también las voces en tierra, se comunican con otros que ofrecen no menos motivos de risa y asombro.
Aquella inicial —y recurrente—convicción de que en materia sexual casi todo es normal, natural, y por ello legítimo, vuelve a este reciente Almodóvar que, ciertamente, no aporta nada nuevo, pero tampoco decepciona, y nos invita a celebrar la vida, el deseo y las relaciones humanas con ese optimismo y esa joie de vivre que signa su poética aun en sus momentos más serios.
10 La gloria que duele
Muchos de estos temas y otros más se encuentran condensados, desarrollados, en Dolor y gloria (2019),que supone el cierre de una trilogía de la que también forman parte La ley del deseo (1987) y La mala educación (2004), protagonizadas por personajes masculinos que son directores de cine y en las que el tema central son el deseo y la creación ficcionada; piezas excepcionales dentro de una poética que ha puesto a la mujer con sus variedades y variaciones en el centro de su interés conceptual.

No necesariamente sería su adiós a la pantalla grande (ya ha anunciado varios proyectos, entre ellos, el más inminente, una historia concebida especialmente para su amiga y actriz fetiche, Penélope Cruz), pero sí resumen y recuento, fe de vida y obra.
Según ha explicado el propio realizador, se trata de un proyecto que «habla de la creación, cinematográfica y teatral, y de la imposibilidad de separar la creación de la propia vida», un filme que a nivel de recepción ha disparado las habituales polaridades respecto a la obra almodovariana: se ama con delirio o se detesta con saña, se ha considerado la mejor y la peor de sus películas, y pienso que ambas posiciones resultan a la postre excesivas.
En lo que aquí analizamos, la presencia del erotismo como omnipresencia y motor impulsor de todo, incluyendo por supuesto la creación artística, no solo aparece, sino que significa, a mi juicio, lo mejor justamente de una pieza en realidad irregular, sobrestimada y donde el autor no logra el nivel de síntesis, contundencia y redondez estética de momentos y hasta etapas anteriores. Pues, aunque el relato en sí mismo revela una densidad ontológica, filosófica y estética admirables en su condición de ars poetica y puesta autofictiva, a nivel narrativo pueden apreciarse grietas en la excesiva duración y desarrollo de varios episodios y segmentos, un tratamiento algo plano de la diégesis y cierta autocomplacencia en las soluciones dramáticas que no revelan precisamente la sutileza y los matices de sus mejores títulos.
Ahora, entre los indudables logros están los segmentos que tratan justamente el tema del eterno deseo: desde el descubrimiento del narrador-protagonista niño de la atracción revolucionaria y decisiva por el propio sexo hasta el retorno de un amante esencial en su vida, estos momentos nos devuelven al mejor Almodóvar: int(m)enso, poético, preciso: ya sea en el shock definitorio de la infancia o en la nostalgia evocadora y creativa del rencuentro desde la madurez, hallamos al artista que domina la cámara en sus secretos más recónditos, que narra con eficacia y puntería, que sabe y logra atrapar al espectador en las redes de la emoción y la convicción.
11 Todo lo que usted quería saber…
Desde Pepi, Luci… hasta Dolor y gloria, el cine de Pedro Almodóvar traza una parábola donde, entre otros muchos supraenunciados, el erotismo, en su amplitud y otredades, exhibe jerarquías, matices y evoluciones, pero es omnipresente, de modo que puede conocerse mucho sobre el ser humano en general, en momentos muy concretos de su historia, y de la historia de España, incluyendo su variedad y diversidad de seres humanos.
Infinito es Almodóvar, como lo son su poética, sus demonios, su obra, y por tanto una puerta perenemente abierta al estudio y la investigación, que en su caso siempre van unidos al deleite y el hedonismo.
Es un cine libre, volátil, solo tiranizado por la ley del deseo.