«En la vida y en el arte […]
lo que importa es un final inevitable».
Enoch Soames. Max Beerbohm
A propósito de una reedición en 1965 de la icónica Antología de la literatura fantástica compilada por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, este último escribió en una posdata anexa al prólogo original de 1940: «A un anhelo del hombre, menos obsesivo, más permanente a lo largo de la vida y de la historia, corresponde el cuento fantástico: al inmarcesible anhelo de oír cuentos; lo satisface mejor que ninguno, porque es el cuento de cuentos, el de las colecciones orientales y antiguas y, como decía Palmerín de Inglaterra, el fruto de oro de la imaginación».
Si se aplican estas aseveraciones al campo fílmico, se entendería mejor por qué la primera película narrativa de la historia del cine, El hada de las coles (La fée aux choux, 1896), dirigida por la francesa Alice Guy, es un relato fantástico que adapta un sencillo cuento para niños sobre un hada que hace emanar bebés de estos vegetales, cual variante de la más famosa cigüeña parisina. Otro de los primeros realizadores, George Meliés, dedicó casi toda su filmografía a relatos fantásticos, fantasmagóricos, diabólicos, mágicos. Incluso sus incursiones en la ciencia ficción acusan una perspectiva más alucinante que científica.
En los inicios —que devendrán luego esencias y fundamentos— de todo arte humano está la maravilla, la sorpresa, la mitopoética, lo imposible devenido posible, la magia, el desafío de las leyes de la realidad, la elucubración de mundos y la validación de los absurdos. El cinematógrafo no escapó para nada a ese principio imaginativo, y no renunció entonces ni ahora, deviniendo resonancia de las leyendas gestadas en la oralidad, la literatura, las artes visuales y demás manifestaciones precedentes.

En lo fantástico halló terreno fértil uno de los más grandes, influyentes y vitales movimientos fílmicos de todos los tiempos: el cine expresionista alemán, en tanto uno de sus cimeros creadores, Fritz Lang (1890-1976), encontró su consagración artística con una película como La muerte cansada o Las tres luces (Der müde Tod), estrenada mundialmente en Berlín el 6 de octubre de 1921. Es una historia sobre el poder trascendental de la fatalidad y la definición de la condición humana a partir su brega contra lo ineluctable. A lo irrevocable del destino predeterminado —representado en la cinta por la propia Muerte (Bernhard Goetzke)— se contrapone la pujanza del albedrío —simbolizado en la fiel y empecinada amante Lil Dagover— proponiendo, desde una perspectiva humanista y a la vez trágica, al individuo como dueño de sus sinos, único redactor de sus hados, desafiador trágico del universo.
Termina convirtiéndose así esta obra en gran alegoría del albedrío y la fuerza de voluntad, así como en uno de las primeras grandes herederas del cine prístino de Guy, Meliés y Segundo de Chomón, a la vez que precursora de posteriores obras maestras (ya sonoras), como la inglesa El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1940), de Michael Powell, o la francesa La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, 1946), de Jean Cocteau. De hecho, para la primera versión hollywoodense y muda de El ladrón… (Raoul Walsh, 1924), su protagonista Douglas Fairbanks compró los derechos de Las tres luces (así no se estrenara en Estados Unidos, lo que no ocurrió hasta 1924) para «copiar» los efectos especiales y ópticos.

Precisamente, muy en consecuencia con lo apuntado por Bioy Casares, Lang ubica los diferentes actos, segmentos o capítulos de su historia en contextos afines a «las colecciones orientales y antiguas» de narraciones fabulares. Desde una estructura segmentada, dramática y epocalmente, quizás tomada de la precedente y narrativamente más compleja Intolerancia (David W. Griffith, 1916), Lang lanza a su heroína a buscar a través de la historia, en diferentes tiempos y naciones, como la Venecia medieval, la Arabia y la China legendarias, la manera de resucitar a su amante recién fallecido.

La Muerte ofrece a la joven la posibilidad de demostrar que puede quebrar la predestinación, la inevitabilidad planificada del deceso de su pareja, haciéndola encarnar una y otra vez en diferentes mujeres: una noble veneciana, una princesa árabe y una doncella china, quienes enfrentarán diversos obstáculos para consagrarse al amor del mismo hombre, movido igualmente a encarnar en otros tantos héroes. La mujer se empeña en perseguir y lograr el final feliz a un cuento que no es de hadas, sino de muerte. Una historia de sombras que bregan por ser luminosas.
Tres velas encendidas representarán cada uno de los capítulos. Tres luces que se irán agotando y apagando a medida que cada encarnación culmine en el fenecimiento del amado, subrayando el poder suprahumano de las fuerzas del destino, cuyo mensajero es una Muerte igualmente agotada de ser el facilitador de tan aciago proceso de transición. El mensajero de la desencarnación, el primer rostro que las personas ven luego de que todo acabó. El principio del fin, y el portero de una dimensión desconocida.
El rol inquietantemente asumido por el actor Bernhard Göetzke remite no a una Muerte villana opuesta a la felicidad de la pareja como pertinaz antagonista, sino más como un resignado y melancólico Virgilio que guía a la amante por el selvático camino que la conduce hacia el pasado de la humanidad, a través de las posibles encarnaciones previas. Transita desde los círculos exteriores de este «infierno» de peripecias tautológicas: los «tiempos históricos» de la Venecia medieval, infectada de intrigas cortesanas, envenenamientos y conspiraciones; hasta los círculos más recónditos de los «tiempos míticos» de una China antiquísima donde la magia impera, las alfombras vuelan, los seres se transmutan en estatuas y tigres, y los hechiceros sabios hacen aparecer ejércitos en miniatura para el deleite de los caprichosos emperadores, hijos del cielo.

En contraste con la expresividad facial y gestual característica de las épocas silentes del cine, y del expresionismo propiamente dicho, Göetzke ofrece una interpretación inusualmente parca, contenida, hierática, casi estatuaria. Su rostro severo, afilado y anguloso, como tallado en madera o en la piedra de una catedral gótica, parece haber agotado ya su capacidad expresiva tras eones de vagar por el mundo como un ser del borde. Su solemnidad distante quizás sea una protección contra el dolor y la agonía perenne en que existe. Es un ser del trauma, la resignación y la desesperanza. La traducción literal del título en alemán declara que está cansado, pero quizás no solo de su trabajo, sino de su rol pasivo, de ser en gran medida un espectador que no puede permitirse ayudar a los seres humanos. Es un sabio encadenado, un maestro eterno amordazado. Un observador constreñido.
¿Está muerta la Muerte? ¿Está viva? ¿O habita una dimensión intermedia entre el cielo y el infierno, dado que no es su responsabilidad juzgar a los occisos por sus actos, sino apenas supervisar su última exhalación y viabilizar la transición hacia sus respectivos nichos compensatorios de sus existencias?
En la historia de Lang, la Muerte se permite rebelar, violar casi temerariamente sus propias e inconmovibles ordenanzas, convirtiéndose en el maestro que orientará a la coprotagonista en su tortuoso camino de la heroína a través del tiempo y el espacio. En una muestra inesperada de piedad y albedrío, este ser, cuyo destino eterno es tan inexorable como el de los seres humanos perecederos, viola las leyes metafísicas que lo rigen, y cual Prometeo tenebroso, antiheroico, se permite conceder a alguien la posibilidad del dominio sobre su destino.

El triste e irrevocable final de cada historia —todas conducen a la muerte del amado por diferentes motivos— da al traste con la rebelión de la Muerte y de la joven. La Muerte idea una última estratagema para que el amor de la mujer triunfe. Le solicita intercambiar vidas. Traerle otro ser que sustituya al amante en su camino hacia el otro lado. Gana, por su tesón, la posibilidad real de triunfar, pero a un coste que considera impagable.
Haciendo gala de su libre albedrío, la mujer escoge voluntariamente no resucitar a su pareja si implica el sacrificio del otro, y Las tres luces termina ofreciendo una conclusión consecuente, como faz sosegada de la felicidad. El amor terrenal, circunstancial, momentáneo, es sustituido por el amor eterno, trascendental, misterioso, mágico, mítico. El amor se revela tan inevitable como la muerte. Eros y Tánatos en balance, en armonía. La Muerte y los amantes marchan hacia la luz. Hay felicidad después del fin, aunque no sea un happy ending.