Revista Cine Cubano
Sin resultados
Ver todos los resultados
  • Quiénes somos
  • Actualidad
  • Cine cubano
  • Críticas
  • Ensayo y pensamiento
  • Revista Impresa
Revista Cine Cubano
Sin resultados
Ver todos los resultados
Revista Cine Cubano
Sin resultados
Ver todos los resultados

Signos e imágenes entre la semiótica, la estética y la teoría del arte. Una ojeada desde hoy a hechos significantes e imaginales (I)

José Rojas BezPorJosé Rojas Bez
julio 22, 2025
En Ensayo y pensamiento
Tiempo de Lectura: 25 minutos
A A
0
Signos e imágenes entre la semiótica, la estética y la teoría del arte. Una ojeada desde hoy a hechos significantes e imaginales (I)
Compartir en Facebook Compartir en TwitterCompartir en Pinterest
Sobre seres humanos, culturas, signos, experiencia estética y artes

Desde los primeros enfrentamientos del ser humano con la naturaleza comenzó a instaurarse el caudal simbólico y significante de la humanidad. Sin embargo, aunque este caudal simbólico comenzó a enriquecerse considerablemente desde los más antiguos tiempos del desarrollo de la conciencia, las creencias y las instituciones sociales (como atestiguan los más antiguos enterramientos y el arte rupestre), pasaron muchos siglos antes de que hubiese reflexiones coherentes y sostenidas con abundancia sobre dicho cúmulo de signos y estructuras significantes.

Las primeras reflexiones, al menos entre las que han superado el olvido de los tiempos, nacieron en correspondencia con las estaciones, las actividades agrícolas y de cacería, además de los rituales míticos. También, en alguna medida, con los gestos, expresiones y otros elementos corporales y de la conducta humana, sin que puedan ignorarse las enfermedades y ciertas reacciones emocionales.

Rememórese el caudal simbólico asociado a los rituales egipcios en los escritos e imágenes legados en sus féretros, tumbas, papiros y otros soportes. Recuérdense los signos míticos y bélicos que llenan la literatura homérica y la Teogonía de Hesíodo, también los campestres, ecológicos y existenciales a los que tanta atención prestó este autor en Los trabajos y los días. Nadie ignora que una profesión tan actual y reputada como la medicina hereda muchos de sus signos sobre la salud, las enfermedades, la vida y la muerte, de los escritos de Hipócrates, en el siglo IV a. C., y luego, en el siglo II d. C., de Galeno, cuyo nombre no es en balde sinónimo de esta profesión, que tampoco deja de tener antecedentes en otras regiones.

Siempre el ser humano produjo, manipuló y se interesó en los signos hasta el punto en que —cuando fueron progresando y madurando los saberes y disciplinas sobre la existencia, instituciones y modos de vivir y sentir humanos— un connotado antropólogo y filósofo, Ernst Cassirer, pudo hablar con muchos argumentos, especialmente en su Antropología filosófica, sobre el ser humano como ser simbólico. Siguiendo tales argumentos, al hecho de producir, manipular e interesarse por los signos —muchos lo han comprobado luego— ha de añadirse el carácter reflexivo: el producirse, ser producido, por los signos. De modo que a las posibles caracterizaciones del ser humano como Homo faber, Homo sapiens y Homo ludens, entre otras, resplandecería con suprema complejidad la que lo vincula indisolublemente al universo simbólico.

Aun así, a pesar del trabajo de filósofos y científicos del siglo XVIII en adelante, como John Locke (en sus Ensayos, IV, 21) y J. H. Lambert (en su Nuevo Organon), la atención más intensa y generalizada sobre los signos esperó hasta comienzos del siglo XX, pero en especial su segunda mitad, cuando una disciplina que algunos llamamos «semiótica» y otros prefieren llamar «semiología» se instauró con vitalidad, difusión universal y un considerable jalón de logros.

Antes, hubo de ganar mayor fuerza otra disciplina, que en alguna medida le antecede y prepara ciertas líneas de problemas y reflexiones de hoy día, la lingüística, que cuenta entre sus más insignes promotores a Ferdinand de Saussure, por ello mismo, también uno de los padres de la semiótica.

Pero aquí no se trata de una historia de la lingüística ni de la semiótica, ni se pretende alcanzar hasta el agotamiento ningún problema fundamental de esta. Se propone una ojeada desde hoy a ciertos aspectos de la semiótica, en especial a algunos relacionados con la estética y la teoría del arte. Luego de haber apenas referido ciertos hitos históricos y nombres que rememoran cuán antigua y compleja es la reflexión sobre los signos, enfocamos ya nuestra mirada sobre uno de sus grandes padres, Charles Sanders Peirce, quien, luego de sentar fundamentos y pistas incólumes, sigue iluminando zonas de esta y otras disciplinas.

Demolición del absolutismo dualista: una deuda con Peirce

No en balde la historia de la filosofía, en general del pensamiento, nunca ha podido avanzar en base a los pensadores de una u otra tendencia sola. Por mucho que lo quieran las más tendenciosas y burdas exposiciones, dejan de ser historia y dejan de ser incluso pensamiento si no se detienen en al menos algún debate, planteamiento de problema o logro de rivales declarados.

Eso vale mucho para Charles Sanders Peirce, a quien nadie puede escatimarle, aduciendo su radical pragmatismo y otras consideraciones, su contribución al desmoronamiento de una gran atadura arrastrada hasta el siglo XIX, aquel pensamiento dualista que, negándose a sucumbir, subyacía no solo en el corpus de la dialéctica hegeliana —un parcial remedio de síntesis de dos contrarios—, sino también de muchos discípulos suyos, dualismo del cual es tan difícil desprenderse que aún hoy parece consustancial a nuestro pensar y sentir: ser-no ser, obra-no obra, arte-no arte, significado-significante, que persiste incluso en la lingüística de Saussure y otros posteriores.

Siendo imposible aquí y ahora cualquier pretensión de explorar el corpus general de las teorías de Peirce, científico, lógico y filósofo, nos remitimos de inmediato a su teoría de los signos, específicamente a su concepción del signo: «Un signo es un objeto que está, por un lado, en relación con un objeto, y por el otro, en relación con un intérprete, de manera tal como para llevar al intérprete hacia una relación con el objeto que corresponde a su propia relación con el objeto». En otras líneas: «Algo que está para alguien en lugar de algo, bajo un aspecto o capacidad»[1].

Hay que percatarse bien y en primera instancia de que se trata de tres y no dos factores: una relación triádica. Asimismo, que se considera muy explícitamente la circunstancia o condiciones.

Mirando de un equívoco modo excesivo, pudiesen verse cuatro y no tres factores: el signo (o representamen), el elemento sustituido (u objeto), el alguien que percibe (interpretante) y la circunstancia, pero, mejor mirada, la circunstancia queda asimilada o identificada con quien percibe, un ser real, social, cultural, humano y, por ende, lleno de condicionamientos que incluyen esa circunstancia particular y, sobra decirlo, siempre desde determinado aspecto y no desde todas las cualidades posibles del objeto (lo cual sería imposible).

En los procesos de significación no puede ignorarse de ninguna manera a este ser que percibe, con sus cualidades como ser histórico y a la vez actualizado como individuo en su «momento cultural», en el «aquí y ahora». Todo signo implica un proceso ―acto de significación― que a su vez conlleva un modo de actualizar en determinada circunstancia la percepción de ese signo (escrito, pronunciado, visual, sonoro, audiovisual) que está en lugar de un objeto que se asume mentalmente mediante dicho signo.

Peirce, en armonía con su profesión filosófica pragmático idealista, llega en ocasiones a dar un tono quizá demasiado generatriz o primario al signo respecto al interpretante: «Un signo o representamen es un primero que está en relación triádica con un segundo llamado su objeto, como para ser capaz de determinar a un tercero, llamado su interpretante, a asumir con su objeto la misma relación triádica en la que él está con el mismo objeto»[2].

Pero no cabe duda de que, si bien son los seres humanos los factores más influyentes en la generación del signo (como de todo pensamiento e idea), este «más» es comparativo y no excluyente; también lo ideal ejerce sus fuerzas sobre la conformación del ser humano: recíprocamente, los signos (es decir, el universo simbólico) ejercen determinaciones sobre los seres humanos y las sociedades. La historia y la cultura pesan sobre el ser y la existencia de quienes nacen y se desenvuelven en ellas.

Resulta imposible no percatarse de la importancia de la ruptura de Peirce con toda concepción mecanicista, absolutizadora e incluso tonta, por el estilo de «el signo es siempre un signo y siempre es así», «el signo es siempre signo de esto», «el pensador o interpretante crea el signo como y cuando le da la gana». Rebate al viejo dualismo (a-b), potenciando la consideración de los seres actuantes, de los receptores, a la vez que del universo simbólico, la cultura y todas las condiciones o circunstancias en que los humanos se desenvuelven.

A esta concepción triádica también se debe la perpetuación de la categorización de los signos en índice (el contacto físico), icono (la semejanza sensorio-conceptual) y símbolo (las determinaciones de los significados culturales), que ha querido ser vulnerada por algunos especialistas, pero sin éxito, al menos en lo práctico y cotidiano, tríada cuya permanencia requeriría un análisis muy detallado, tanto como sobre las posibilidades de una semiótica no humana[3].

Ya que se ha pronunciado el término «receptores» como sinónimo del de «interpretante», hagamos notar cuánto debe a las teorías de Peirce una de las disciplinas más ricas y fructíferas del siglo XX, la teoría de la recepción.

Sobre signos, teorías, ciencias y disciplinas

Nos remitimos de inmediato a la posible justeza del término «ciencia del signo».

En primer lugar, no dudamos rechazar el signo como objeto de la supuesta «ciencia de la semiótica». Asumiendo cierta savia del espíritu no solo de Peirce, sino también de un gran cúmulo de experiencias a todo lo largo del siglo XX, preferimos referirnos a una «disciplina de los procesos de significación». Sí, desplazar la perspectiva desde el signo, como supuesto objeto dado de una vez, hacia los modos o procesos en que este se produce, sin los que serían inexistentes. En verdad, no se intenta eliminar ni guerrear contra la perspectiva del signo como objeto de la semiótica a favor de los procesos de significación. Pero sí preferir esta última.

Por ejemplo, no se trataría del estudio del blanco como signo de la pureza, sino de cómo en determinada circunstancia para determinados receptores (interpretantes) se constituye en signo de pureza (si se trata de occidentales) o en signo de luto (si se trata de algunos orientales). Asimismo, la semiótica no se enfocaría sobre el signo de la rata (supuestamente ya dado como tal), sino en los procesos y significaciones variables para distintos receptores (culturas): perspectiva mucho más rica y precisa de los vaivenes y valores del signo rata en sus diversas ocasiones, con la comprensión de por qué los occidentales nunca llamarían con respeto a un año y personalidades suyas como signo de la rata, mientras los chinos y los japoneses, entre otros, lo hacen con dignidad.

Existe también la consideración de la semiótica como una ciencia, lo cual no asumimos personalmente. Se ha instaurado ―sobre todo a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, por pensamientos débiles y otros condicionamientos― la manía de llamarle «ciencia» a todo lo que se quiera prestigiar. Si son estudios serios, fructíferos y admirables, pues que sean y se llamen «ciencia». Se trasluce aquí un prejuicio, hay muchísimas disciplinas y actividades valiosísimas y magníficas que no son ciencias propiamente dichas, partiendo de un objeto definido y común, lenguajes y problemas dados, etcétera.

La semiótica se caracteriza por ingentes posibilidades de puntos de vista, interpretaciones personales de fenómenos, diversidad terminológica, tolerancias al falsacionismo, incluso las variaciones referidas y otras más de su objeto, entre otras características que mueven a considerarla como una disciplina con sólidos fundamentos, pero no propiamente una ciencia.

Sin constreñirnos a sus reflexiones, diríamos algo semejante a lo expuesto por Paolo Fabbri: «Lo que a mí me interesa es reconstruir la consolidación de la semiótica como disciplina, es decir, como plano de consistencia teórica que asume cierto número de enunciados en una época determinada»[4].

Tampoco se trata de guerrear contra su consideración como ciencia, que aceptamos como posible. Toda ciencia es una disciplina, aunque no viceversa. Llamar disciplina a la semiótica no contradice a quienes la llaman ciencia, aunque sí advierte, al menos subyacentemente, sobre los aludidos peros y relatividades.

En fin, entendemos la semiótica y nos referiremos a ella como «disciplina que investiga los procesos de significación».

El carácter virtual del signo

Con antecedentes en los sistemas de pensamiento de Leibniz y de Nietzsche y luego sucesores en el perspectivismo desarrollado a lo largo del siglo XX; en la filosofía de Peirce y específicamente en sus reflexiones sobre el signo se implica lo que puede llamarse «el carácter virtual» de los signos y procesos de significación, entendiendo «virtual» en su prístino y filosófico sentido de «potencia»: no lo inexistente ni tampoco lo ilusorio, sino lo no actualizado o fáctico aún, como la energía potencial, valga el paralelo, que puede manifestarse como cinética, calórica o luminosa, potencia que puede devenir en diversas manifestaciones.

Nada extraña esta virtualidad, dada incluso en las más consolidadas realidades sociales, si se analiza la actual sociedad de la comunicación (recordando a Habermas y Luhmann, entre otros), y las múltiples perspectivas abiertas por la cibernética para los enlaces interpersonales, donde cada uno está como posibilidad en cada punto del planeta; y se aprovechan las consideraciones de Berger y Luckmann sobre la «construcción social de la realidad» y de Searle sobre la «construcción de la realidad social»[5].

Gilles Deleuze, Félix Guattari, John Pfeiffer y Howard Rheingold, entre muchos más, se han afanado en develar las antiguas y las constantes virtualidades donde se inscriben quizás en primer orden las imágenes del arte, pero, a fin de cuentas, de todo el universo humano[6].

Sin deambular por parajes tan filosóficos y sociológicos, concentrando la reflexión sobre el signo y los procesos de significación, se aprecia cómo todos estos emergen marcados por dicha potencialidad, que depende tanto del objeto significado como del interpretante. Desde otra perspectiva, todo proceso de significación constituye una actualización (o diversas) de una potencialidad dada en la correlación entre los objetos (fenómenos en general) y el interpretante. Así como no existe el signo absoluto, tampoco el significado absoluto.

Tal condición puede ser negativa en algunas disciplinas (aquejadas por la incomprensión, la no claridad o el ruido), por ejemplo, en las interrelaciones cotidianas y los discursos informativo-periodísticos. La ambigüedad y la imprecisión pueden ser especialmente negativas en los discursos científicos, por lo cual las ciencias llegan al buen extremo, en su caso, de establecer especies de lenguajes o al menos estructuras significantes muy propias, de lo cual son ejemplos las conocidas fórmulas y ecuaciones, entre otros procedimientos.

Pero la virtualidad implícita en los procesos de significación suele ser, por el contrario, no solo tolerada o admitida, sino incluso muy deseada y buscada, altamente estimada en las artes (bajo los conceptos positivos de la polisemia, las connotaciones y las libertades de interpretaciones personales). Cobra altos valores positivos en la experiencia estética (como modo sensible y, por ende, siempre personal de aprehensión de los fenómenos) y en la experiencia artística, como modo particular e intensificado de la experiencia estética.

Lo estético, la experiencia estética

No procede aquí una larga disquisición histórica sobre los fenómenos y estudios estéticos, ni sobre los marcados avatares del propio término desde sus esbozos antiguos y medievales hasta cristalizar en tiempos de la Ilustración —sobre todo Baumgarten y Kant, pero no solo ellos— como problema y propuestas fundamentales, y su devenir hasta hoy. Abundan las historias de la estética.

Sí conviene asentar bien tres aspectos básicos de lo estético.

En primer lugar, su precisión y definición, lo estético como el modo humano particularmente sensible de aprehensión de los fenómenos universales.

En segundo lugar, aunque ya lógicamente implícito en esa concepción, su carácter comparativo o distintivo respecto a otros modos de vivir, experimentar y adquirir saberes sobre el universo, por ejemplo, con relación a las ciencias (modo intensivamente racional: el conocimiento estructurado y corroborado) y a la tecnología (modo fundamentalmente práctico: construir y fabricar para solucionar problemas o demandas de la vida cotidiana y la sociedad).

Se trata de gradaciones, no de absolutos: en lo estético está lo práctico y lo cognoscitivo (no hay experiencia humana sin acciones, conceptos e ideas); en lo tecnológico se aprecia lo estético (diseño, por ejemplo). Pero lo estético se caracteriza por la intensidad y alta cualidad de lo sensible y las emociones.

Y en tercer lugar, también implícito en la definición, se trata de un modo específicamente humano, un alto logro de la humanización, sin precedentes en el mundo animal, y mucho menos vegetal o mineral. Los animales adquieren conocimientos o (para evitar disputas con concepciones sobre el conocimiento) alcanzan un aprendizaje, y fabrican nidos, diques y otras construcciones e instrumentos, por muy rudimentarios que puedan resultar.

Pero ninguno muestra el más mínimo precedente sobre esos modos de sentir y contemplar en concordancia con esas complejas estructuraciones mentales y sentimentales desarrolladas histórica, cultural y socialmente que constituyen lo bello, lo trágico, lo cómico y lo sublime, entre otras.

Tal privilegio de lo específicamente humano solo es compartido con la fe religiosa (la atención, tensión y direccionamiento a lo ultraterreno, al otro o lo otro suprahumano), sin precedentes animales, a menos que se consideren en ellos ciertos atisbos de esperanza (la espera) y caridad (el sacrificio por la prole o la manada). Pero no es tema que haya de desplegarse aquí.

Lo estético queda distinguido como sensible y específicamente humano.

Otra característica fundamental cualifica lo estético: los signos emergentes, toda la estructura significante o, mejor, las imágenes implicadas por y en dicha experiencia valen por sí mismas, nunca son simple mediación para un significado ni reducidas a lo puramente instrumental; y las connotaciones posibles (las buscadas y las no previstas) son tan deseables o toleradas como las denotaciones o referencias específicas.

No siempre suele ser bien comprendido y a veces ni siquiera vislumbrado que todo efecto y todo significado es subsidiario de tal estructura significante: la experiencia estética se encauza no solo mediante sino hacia lo sensible, hacia la estructura significante; con y desde ella hacia el mundo experimentado.

La imagen

Se impone aquí considerar la existencia y valor de las imágenes porque, de una u otra manera y en fin de cuentas, la experiencia sensible no se realiza tanto en relación con los signos o la estructura significante, sino mejor aún con las imágenes asociadas a la estructura de signos.

La imagen, uno de esos fenómenos de difícil y controvertible definición, puede definirse como «la representación (visual, sonora o audiovisual) de determinado objeto o fenómeno producida en nuestra mente por la interacción de los estímulos de dicho objeto o fenómeno con nuestra psiquis». Para evitar el concepto de representación, puede definirse también como «un complejo de percepciones, emociones y sentimientos producido en la psiquis por la interacción dinámica entre la conciencia, psiquis o mente en general y los objetos sensibles»[7].

Su concepción no carece de inconvenientes. Al hablar de la música: ¿qué es la imagen musical si no se considera un concepto metafórico o extrapolado? ¿Se produce de forma similar a la imagen literaria, indirectamente, por evocaciones mentales, o incluso de modo mucho más sensorial, en virtud del sonido, menos abstracto y convencionalizado que el signo verbal?

En la balanza de la estructura de signos en un lado y la imagen en el otro se aprecia mayor riqueza en las propiedades y perspectivas de la imagen.

Desde la perspectiva semiótica, la experiencia estética general (por ende, la particular creación artística) se observa constituida por procesos de virtualización-potenciación de significados, mediante una imprescindible estructura significante y un mundo de imágenes asociado.

Pero sin la percepción, valoración y disfrute de la estructura significante, o mejor, de las imágenes en sí mismas, no hay experiencia estética y, por ende, no hay experiencia artística. Puede incluso no buscarse mayor significado que la propia estructura significante y sus imágenes; que la totalidad de la obra se identifique con sus signos e imágenes, en suma autorreferencialidad.

Pero imágenes válidas en sí mismas y no solo para denotar y connotar significados, característica vislumbrada a lo largo de los siglos, con un clímax inicial desde fines del siglo XVIII y la finalidad sin fin analizada y postulada por Kant, pero potenciada desde el arte del siglo XX y su alta valoración de la «autorreferencialidad»[8].

Ha habido confusiones o velámenes al respecto cuando se experimenta el arte naturalista o realista y se cree ver «mensajes» o significaciones totalmente distinguibles de las «formas». Tal equívoco se corrige al experimentar el arte abstracto o las obras sinfónicas y de cámara no programáticas. ¿Cuál es el mensaje de los caprichos de Paganini o de Blanco sobre blanco, de Malévich? Ante todo, la propia estructura de sonidos y la propia estructura de luces y sombras. Las connotaciones (conceptuales, las memorias sentimentales, por ejemplo) que surjan son posibilitadas por la recepción sensible y de lo sensible.

Referentes reales o no, la experiencia estética siempre se fundamenta en lo sensible —el signo, la estructura significante, la imagen—, que son su significado más inmediato (lo primero dado en la relación de lo sensible con el receptor), y los demás significados se producen a partir de dichos signos e imágenes, mediando siempre los condicionamientos del interpretante o receptor.

Postulando una definición del arte

Las consideraciones sobre lo estético derivan a menudo, con mucha lógica, hacia un campo particular y muy intenso (aunque quizás no el más extenso o frecuente si consideramos los objetos, diseños y todo el entorno cotidiano) de las experiencias estéticas: el arte, cuya definición ha sido extremadamente controvertida, incluso hasta llegarse a postular su imposibilidad o hasta la afirmación de que arte es todo lo que llamemos arte[9].

Nadie ignora las dificultades de aprehender un fenómeno que se ha comportado tan variable en su conjunto y sobre todo en sus manifestaciones singulares, o sea, obra tras obra. Pero la dificultad de aprehender la generalidad del arte en base a una especie de inventario de sus diferentes obras u otro recurso similar no ha de cegar para otras perspectivas, como la de entenderlo sobre una base correlacional y funcional: sus correlaciones históricas, culturales y sociales, así como sus funciones primordiales.

Puede postularse una definición del arte como el modo de actividad humana institucionalizado en mayor o menor medida en correspondencia con el privilegio de la experiencia estética.

Aquí se señalan sus correlaciones socioculturales como modo de actividad humana, sus vínculos con instituciones y sus apegos a la función estética, aunque parece no considerar qué es una obra de arte, cómo está constituida, pues enfoca la mirada hacia lo general, lo sociocultural y lo funcional.

Conviene, de todos modos, inquirir algunos detalles de estos aspectos.

Para una ontología del arte y la obra de arte

Después de mucho tiempo de investigaciones sobre los signos y procesos significantes —con muchos resultados sobre el papel del interpretante (receptor) y el carácter virtual de la experiencia estética— se ha alcanzado a ver que eso llamado «obra de arte» (objeto, acción o situación, fuese cual fuese con tal de que se asuma como arte), lejos de tener un talante material en sí misma, queda conformada por un mundo de imágenes dadas a partir de la estructura de signos. Su «corporalidad» queda constituida por su estructura de signos, y fundado en este, con mayor riqueza, su «mundo de imágenes» o «modelo imaginal».

Tal estructura de signos y mundo de imágenes es lo que constituye la obra de arte, su ser, y lo que permite hablar de una ontología de la obra de arte[10].

Los materialistas más radicales no tienen por qué enarcar las cejas aquí. Pueden explicarse dicha «configuración imaginal, no material» como resultado de la interacción de los receptores con una fuente de estímulos sensibles (donde puede hallarse una materialidad de la obra).

Todo fenómeno artístico, como todo fenómeno estético, es siempre un proceso de recepción en el que se genera un corpus de imágenes, un mundo imaginal, tanto en la música y las artes escénicas como en la pintura, la arquitectura y demás artes, incluyendo el cine. Con ejemplos más concretos, es lo que hace comunes a una sinfonía de Beethoven y una canción de Lecuona para hablar del mismo arte musical. Pero también es lo común entre un nocturno de Chopin y el Partenón, así como entre estos y 2001: odisea del espacio.

El ser de toda obra de arte viene constituido por una estructura de signos, y con ella por un modelo imaginal. Glosando a un eminente filósofo, a pesar de nuestras discrepancias con sus teorías: en el arte, sí, el ser es el percibir.

Ello no niega, quedó apuntado, que se necesiten sustratos materiales. Así, el mundo imaginal pictórico se apoya en paredes (en el fresco), lienzos y otros materiales (en óleos y acrílicos), pinceles y espátulas. Sin estos u otros muchos materiales no se puede crear arte pictórico. La música necesita instrumentos a veces tan pesados como los grandes pianos u órganos y a veces basta el aparato sonoro humano, pero siempre columnas de aire vibrando. La arquitectura necesita bloques de piedra, hormigón, metales, cristales u otros elementos.

Estas construcciones, partituras, instrumentos, lienzos y pigmentos llegan no a ser (confusión conceptual), sino a propiciar obras de arte gracias a sus posibilidades para las experiencias sensibles de quienes las contemplen, pero también porque existen receptores (historia, sociedad y cultura, en lo cual insistiremos luego) que las experimenten estéticamente.

En un mundo de ciegos no podría haber arte pictórico ni ninguna de las artes visuales, en un mundo de sordos no podría haber arte musical y en un mundo de ciegos o de sordos no podría haber arte audiovisual, se ven o se oyen elementos, pero no se «audiove» ninguno.

Por ello no existen obras pictóricas ni arte visual alguno realizado mediante luces ultravioletas e infrarrojas. Estas pudieran estar incluso presentes en los materiales constitutivos, las fuentes de sensaciones, pero no formarían parte de la obra (quizás salvo raros experimentos con equipos o procedimientos equivalentes). Lo mismo pudiera decirse de obras musicales con relación a las ondas sonoras fuera del umbral de audición humana.

Ayuda en esta reflexión percatarnos de que una obra pictórica situada al lado de otra (la misma pared, la misma temperatura) puede resultar (para la recepción) cálida y dinámica, mientras la otra, fría y estática.

Tampoco puede concebirse la obra de arte como un ser absoluto, inmutable para toda recepción. Cuenta con un ser o aspecto ontológico, pero dado por su estructura significante, y con ella su mundo de imágenes, que emergen en el enfrentamiento de los receptores con esa fuente de sensaciones que suele llamarse obra. Nunca idéntica del todo para cada uno o en cada ocasión. Siempre es un acto de experiencia.

La música y las artes escénicas son buenos ejemplos. Un concierto de Chopin es «el mismo», pero no es absolutamente idéntico ejecutado por un pianista que por otro: cuenta con un aspecto de identidad, dado por su partitura e indicaciones, y un aspecto de diversidad, dado por la interpretación del pianista, los demás músicos y la dirección. Romeo y Julieta o Santa Camila de La Habana Vieja son lo mismo, pero no son lo mismo siempre, cuentan con un factor de identidad dado por el texto o libreto, pero muchos factores de diversidad dados por los diferentes intérpretes, montajes y otros factores.

La unicidad o la pluralidad de las obras y su materialidad es otro reto planteado a las reflexiones semióticas y de la teoría del arte.

Las obras pictóricas están asociadas indisolublemente (mientras no se consideren las copias exactas como si fuesen también la obra) a un solo objeto material. La Gioconda se asocia siempre a una tabla específica y sus pigmentos. Se destruye esa tabla y se destruye la obra, lo cual quiere decir exactamente que se destruye la fuente de sensaciones específica y, consecuentemente, se destruye la posibilidad de la obra o, con mayor exactitud, la posibilidad de su recepción o experiencia.

En resumen: un objeto para una obra, cuya unicidad implica que solo puede estar en un lugar a la vez, aquí y ahora.

La música, por el contrario, la literatura y todo arte de interpretación nunca se conjugan con un solo objeto material. Una obertura (digamos la 1812, de Tchaikovski) o una canción («Mujer bayamesa», de Sindo Garay), pueden ser ejecutadas (y recepcionadas) en cada ciudad del mundo al mismo tiempo, en una conmemoración.

En síntesis: múltiples objetos para una misma obra, aunque con tolerancia de variaciones interpretativas y posibilidad de muchos sitios a la vez.

La obra de arte nunca se identifica con sus materiales o su fuente de sensaciones, aunque sí los necesita; no se identifica con el objeto o cuerpo material, aunque necesite producir o apoyarse al menos en uno (artes plásticas) o muchos (música y artes escénicas), y más que capital, como experiencia estética tiene, con particular vigor, a su propio ser (estructura significante y mundo de imágenes) como válido en sí mismo, como uno de sus referentes ineludibles.

Postulando una definición de obra de arte

En base a las reflexiones anteriores, se puede definir, no el arte, sino la obra de arte como la estructura significante y su mundo de imágenes correspondientes constituidas en la interacción entre un sujeto o interpretante y un objeto (cuerpo, acción o situación) producido o asumido ex profeso por la actividad e instituciones del arte.

Dando por sentadas algunas implicaciones como la de que el mundo de imágenes se apoya o conjuga siempre con una estructura de signos, así como que todo objeto de la experiencia artística (de la visión, de la audición o de la audiovisión) implica un cuerpo material, una acción o una situación producida, la definición de la obra de arte puede sintetizarse como el mundo de imágenes constituido en la interacción entre un sujeto o interpretante y un objeto de la recepción estética producido o asumido ex profeso por las instituciones del arte.

Si se mira radicalmente, aunque parezca muy arduo entenderlo así, lo que se acostumbra a llamar obra (un cuadro, una escultura, una edificación, la partitura y los instrumentos, el texto o libreto teatral) no es la obra definitivamente constituida, sino una de sus condiciones o factores (fuente de estímulos) necesarios, imprescindibles para su recepción, que es la experiencia en que se actualiza o constituye realmente. Mirando radicalmente, pudiera decirse que lo que el artista produce o construye no es la obra, sino su propuesta para la recepción que la experimenta artísticamente y la actualiza como obra de arte: el artista produce una propuesta que puede ser recepcionada de múltiples formas y que incluso puede ser nada recepcionada por los insensibles para el arte, para esa clase de arte o para ese tipo de obras.

Pero ya se trata de una comprensión radical de la obra y de la experiencia artística y estética como «experiencias actualizadas», una comprensión considerablemente subjetivada de la obra de arte. Nada obsta para que se siga llamando habitual, convencionalmente obra al objeto, la acción o situación, pero ya con todas las ideas en juego.


  • Lee: Signos e imágenes entre la semiótica, la estética y la teoría del arte. Una ojeada desde hoy a hechos significantes e imaginales (II)

[1] C. Hartshorne, P. Weiss and A. W. Burks (eds): Collected Papers of Charles Sanders Peirce: Harvard University Press. 18, 332-18, 337.

[2] Idem.

[3] Véase T. A. Sebeok. Signos: Una introducción a la semiótica, Ediciones Paidós, Barcelona, 1996.

[4] El giro semiótico. Editorial Gedisa, Barcelona, 1999, p. 23.

[5] J. Habermas: Teoría de la acción comunicativa, editorial Taurus, Madrid, 1987, y El discurso filosófico de la modernidad, editorial Taurus, Madrid, 1989; N. Luhmann: Sistemas sociales: Lineamientos para una teoría general, Anthropos Editorial, Barcelona, 1998; Berger, Peter y Th. Luckmann: La construcción social de la realidad, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1968; y John Searle: La construcción de la realidad social, Ediciones Paidós, Barcelona, 1997.

[6] Gilles Deleuze: Diferencia y repetición, Ediciones Júcar Universidad, Gijón, 1988; G. Deleuze y Félix Guattari: Mille Plateaux (Capitalisme et schizophrénie), Les Editions de Minuit, París, 1980; John Pfeiffer: La explosión creativa; Howard Rheingold: Realidad virtual. Los mundos artificiales generados por ordenador que modificarán nuestras vidas, Editorial Gedisa, Barcelona, 1994, y Pierre Lévy: ¿Qué es lo virtual?, Ediciones Paidós, Barcelona, 1998.

[7] Entre los múltiples textos sobre el tema recordemos, sin implicar concordancia total: Jacques Aumont: La imagen, Ediciones Paidós, Barcelona, 1992, y El ojo interminable. Cine y pintura, Ediciones Paidós, Barcelona, 1997.

[8] Véase la Crítica del juicio (Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1980), en especial su primera parte «Crítica del juicio estético», pero toda ella; uno de los textos más influyentes de Kant, sobre el que han vuelto los más diversos filósofos de todos los tiempos, no solo los neokantianos.

[9] Consideración difundida desde la obra de Dino Formaggio, Arte (Editorial Labor, Barcelona, 1976). Arhur Danto ofrece otros tonos en El abuso de la belleza. La estética y el concepto de arte (Ediciones Paidós, Barcelona, 2006). Umberto Eco analiza posturas sobre el arte y su definición en La definición del arte (Editorial Roca, S. A., México, 1990). Pero, ¿quién no conoce decenas de tratados sobre arte y estética donde se pueda constatar esta diversidad de definiciones y opiniones?

[10] No es de extrañar la existencia de un cúmulo de reflexiones sobre ello, donde hay que visitar las de Richard Wollheim, en especial en El arte y sus objetos y La pintura como arte, quien refleja la herencia de autores afines como el George Dickie de Art and the Aesthetic y El círculo del arte, y el Joseph Margolis de The Language of Art and Art Criticism: Analytic Questions in Aesthetics y de Art and Philosophy, entre otras. Siguiendo lineamientos filosóficos muy diferentes, figuran propuestas sin embargo muy similares como la de Moisés Kagan, para quien las imágenes-modelos son la propia carne del arte, la sustancia artística (ver «La estructura de la forma artística», en Criterios 3/4, La Habana, julio-diciembre, 1982, pp. 33-48). En José Rojas Bez: El arte y sus primeros esplendores (Editorial Varela, La Habana, 2018) se ofrece una exposición y referencias más detalladas sobre este tema.

Etiquetas: semióticaSignosteoría del arte
José Rojas Bez

José Rojas Bez

Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas y doctor en Ciencias de la Educación (Pedagogía del Cine y los Medios Audiovisuales). Realizó cursos e investigaciones en España. Profesor titular de la Universidad de las Artes. Cofundador del cineclub y la revista «Arte 7» de la Universidad de La Habana. Fundador del Taller Nacional de la Crítica de Cine, de la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica y de la Asociación Nacional de Cine-Clubes. Profesor visitante en universidades de América Latina y España. Ha colaborado con publicaciones de América Latina, España y Estados Unidos. Entre sus libros: «Artes, cine, videotape: límites y confluencias» (Holguín, Dirección de Cultura, 1987), «De cine, televisión y otros medios» (Monterrey, Universidad Autónoma de Nuevo León, 2000), «El cine por dentro» (Universidad Iberoamericana/ Universidad Veracruzana, 2000), «El cine entre las artes» (La Habana, Pueblo y Educación, 2006), «Pasaje al arte del cine» (Universidad de Guadalajara, 2013) y «Audiovisualidad, artes y cultura contemporánea» (La Habana, Pueblo y Educación, 2014).

Publicaciones relacionadas

Signos e imágenes entre la semiótica, la estética y la teoría del arte. Una ojeada desde hoy a hechos significantes e imaginales (II)
Ensayo y pensamiento

Signos e imágenes entre la semiótica, la estética y la teoría del arte. Una ojeada desde hoy a hechos significantes e imaginales (II)

agosto 27, 2025
Ensayo y pensamiento

Teatro y cine, apostillas personales

mayo 12, 2025
Ensayo y pensamiento

Fascismo, cine y cultura

febrero 18, 2025
Publicación siguiente

Walerian Borowczyk o el ojo atónito

Deja una respuesta Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Lo más leído

  • Casa de Flor Loynaz. La Habana

    Flor Loynaz y «Los sobrevivientes»

    0 compartir
    Compartir 0 Tweet 0
  • Programa general del 16 Festival Internacional de Cine de Gibara

    0 compartir
    Compartir 0 Tweet 0
  • 16 Festival de Cine de Gibara: Jurados y selección oficial

    0 compartir
    Compartir 0 Tweet 0
  • Hace cincuenta años (en 1972), «La vida sigue igual» apasionaba a los cubanos

    0 compartir
    Compartir 0 Tweet 0
  • Del cine negro al «neo noir» y una lista del siglo XXI (I)

    0 compartir
    Compartir 0 Tweet 0
  • PUBLICACIÓN FUNDADA EN JUNIO DE 1960 POR ALFREDO GUEVARA
Twitter
Facebook
Telegram
YouTube
Instagram
Pinterest
  • Calle 23 no. 1155 entre 10 y 12, El Vedado, La Habana, Cuba
  • Email: revistacinecubano@icaic.cu
  • © 2020 Revista Cine Cubano

    Diseño web por Markandev

Sin resultados
Ver todos los resultados
  • Actualidad
    • Festivales y premios
  • Cine cubano
    • Entrevistas
  • Críticas
  • Ensayo y pensamiento
  • Columnas
    • Ver para creer
    • Digitalmente revueltos
    • Ventana abierta
    • Travelling
  • Historia del cine
  • Cine y tecnología
  • Educación audiovisual
  • Libros
  • Multimedia
    • Videos
    • Crónicas del arca
    • Galería
    • Carteles
  • Revista Impresa
  • Quiénes somos
  • Listas