A la orden de «¡acción!», la muchacha vestida con un sencillo camisón de dormir cruzó la escena, se sentó, encendió un cigarrillo, lo apagó, se levantó y caminó hacia una ventana del decorado. Luego volvió a sentarse, atravesó de nuevo la escena y salió de cuadro. Eran las cinco y media de la mañana del 19 de julio de 1946, y Ben Lyon, buscador de talentos de la 20th Century-Fox, había organizado aquella prueba cinematográfica a espaldas de Darryl F. Zanuck (1902-1979), el autocrático director de los estudios. El neoyorquino Leon Shamroy (1901-1974), uno de los mejores camarógrafos estadounidenses, dispuso la iluminación con cuidado, preparó el encuadre, y decidió explotar las dotes de la tímida joven para exteriorizar su atractivo sexual. Shamroy confesó luego que su cámara parecía querer absorber a la muchacha, en plena emanación de ese fluido misterioso del sex appeal por cada pulgada de su cuerpo.
Los dos rollos de película invertidos registraban el poderoso influjo de Norma Jean Mortenson, sin precisar sonido alguno, pues no lo tenía. Eso fue lo que más le impresionó a Shamroy al apreciar la prueba en la moviola esa misma tarde: la novel aspirante a actriz era consciente del efecto que provocaba con solo desplazarse, y al mismo tiempo poseía la capacidad de exponer sus sentimientos. «Sentí un escalofrío —explicó el fotógrafo—. Aquella muchacha poseía algo que yo no había visto desde los tiempos del cine mudo. Tenía una especie de belleza fantástica, parecida a la de Gloria Swanson cuando tenía que aparecer hermosa. Y al mismo tiempo el atractivo sexual de Jean Harlow. Aquella era la primera muchacha que tenía el brillo, ya apagado, de las estrellas cinematográficas de la era del cine mudo».
Zanuck, el director de la compañía, indicó al operador que interrumpiera la proyección en cuanto terminó aquella prueba muda incluida entre los rushes de las escenas rodadas ese día. Todos temían un escándalo, pues no la había autorizado, pero el magnate reconoció la calidad de la prueba y ordenó que esa modelo firmara su primer contrato, redactado el 26 de agosto de 1946. En aquel documento había nacido Marilyn Monroe. Su nombre verdadero, a juicio de Lyon, era inapropiado para una estrella de Hollywood. «Ella soñó cuando niña que estaba desnuda en una iglesia (…) ante una multitud postrada, con la cabeza en el suelo, y tenía que caminar de puntillas para no pisar las cabezas», tradujo el sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal en su antológico poema «Oración por Marilyn Monroe» esa fantasía de la adolescente.
Su bien proporcionada anatomía le ayudó a salir de un apuro económico. El 27 de mayo de 1949 necesitaba cincuenta dólares para recuperar el automóvil incautado por una compañía financiera por incumplir dos plazos en el pago. Recordó la propuesta de Tom Kelley, rechazada en un principio, de posar para un calendario de desnudos. Impuso como condiciones que la iluminación debía impedir que pudiera ser reconocida y que solo podía estar presente Natalie, esposa y ayudante del fotógrafo. Toda la timidez de la principiante desapareció en cuanto se despojó de la ropa. Se colocó sobre el terciopelo rojo extendido sobre el suelo, y en el tocadiscos comenzó a escucharse la canción «Begin the beguine», por Artie Shaw. Kelley solo vendió dos de las veinticuatro fotos para sendos calendarios que desaparecieron inmediatamente después de ser puestos a la venta, sobre todo aquel en que se aprecia en todo su esplendor el busto de la mujer con mayores vibraciones sexuales de todas las que posaran para él. Garajes, bares, gimnasios, fábricas, bases militares, habitaciones de solteros… ostentaron la imagen multiplicada de aquella perenne invitación al onanismo. Nadie podía asociar la pródiga muchacha, protagonista de tantos sueños húmedos compartidos, con la que había aparecido sin acreditar en cuatro películas hasta la fecha, y a la que solo le dedicaron mayor tiempo en pantalla en el musical Ladies of the Chorus (1949), dirigido por Phil Karlson.
Poco después, contratada para otra brevísima intervención en la comedia Love Happy, de David Miller, concebida solo para el lucimiento y derroche de extravagancias de los hermanos Marx, el productor le advirtió que no tenía que aprender diálogo alguno, sino que todo debía expresarlo con su cuerpo. Mejor discípulo no pudo hallar. Luego del minuto 61 de la película tocan a la puerta del despacho de la Agencia de Detectives Grunion. Tras el «¡adelante!», Groucho abre, y cuando Marilyn entra contoneándose con un largo vestido de pronunciado escote y un abrigo de piel en los brazos, el más viejo investigador deja caer su monóculo, y su pipa despide un chorro de humo. «¿Puedo hacer algo por usted? ¡Qué pregunta tan absurda!», atina a decir el atribulado Groucho mientras le pasa un brazo por la cintura.
«Señor Grunion, quiero que me ayude…», responde ella. «¿Qué es lo que le pasa?». «Unos hombres me siguen», termina por revelar, a lo que con los ojos desorbitados comenta el inefable humorista mirando al techo: «No me diga, no puedo comprender por qué… La acompañaré hasta la parada del autobús». Y anuncia al amenazador matón en la oficina: «Si no estoy de vuelta esta noche, siga adelante sin mí». Habían transcurrido apenas 47 segundos. Ni siquiera alcanzó un minuto de duración el tiempo de permanencia de Marilyn Monroe; la tercera de las figuras en ser introducida por la película según los créditos iniciales, y en medio de la vorágine y el caos desatado por los Marx, es imposible olvidar la fugaz presencia de esa rubia despampanante y su voz acariciadora.
«¿Sabe usted caminar?», la interrogó Groucho antes del contrato. «Nunca he recibido quejas sobre el particular», contestó ella. «¿Pero es usted capaz de caminar de manera que consiga hacer salir humo de mi cabeza?», insistió el comediante. Marilyn se limitó a cruzar la habitación para convencerlos de que la contrataran enseguida, tanto al productor como al propio Groucho, quien opinó que caminaba como un conejo, y que le aconsejó antes de que se marchara: «Y absténgase de caminar de esta manera en los lugares que no están vigilados por la policía».
Seducido por su magnetismo, John Huston insistió en asignarle el pequeño personaje de Angela, la amante de un maduro abogado, en The Asphalt Jungle (1950)[1]. No le defraudaría, como tampoco a Joseph L. Mankiewicz, quien la situó como la amiguita de George Sanders en medio de la cruenta lucha de la consagrada Bette Davis con la joven arribista asumida por Anne Baxter en La malvada (All About Eve). Esa descarada sensualidad, que se desbordaba por los poros de Marilyn Monroe —que tanto reprochara Alfred Hitchcock, pues prefería una sensualidad apenas sugerida—, era captada por las cámaras, que fueron conquistadas por ella sin esfuerzo alguno. Desde siempre, Marilyn perteneció a esa rara especie de quienes son amados por la cámara incondicionalmente.
«Era la chiquilla más asustada del mundo, sin ninguna confianza en su capacidad. Le asustaba salir en la pantalla. (…) Pero se ponía delante de la cámara, y a la cámara le gustaba, y de repente era un gran sex symbol»[2]. Así la rememoró Howard Hawks, quien la dirigió primero en la comedia Vigor embotellado (Monkey Business, 1951)como la secretaria que muestra una pierna dadivosa al sorprendido Cary Grant, y más tarde en el musical Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondes, 1953), donde la impuso para que encarnara a Lorelei, por considerarla ideal para el género, desplazando a Betty Grable, la propuesta del estudio.
Aunque era el ideal de las fantasías masculinas en esta época, y devino un icono del siglo XX, Marilyn era insegura, no obstante, respecto a su talento como actriz. Luchó denodadamente por desarrollarlo a lo largo de su carrera —matriculó en el riguroso Actors Studio—, y su sensible caracterización de la protagonista, delineada por el dramaturgo William Inge en Nunca fui santa (Bus Stop, 1956), de Joshua Logan, corrobora su asimilación de las enseñanzas de Lee Strasberg, defensor del método Stanislavski.
Marilyn alcanzó la perfección absoluta en Algunos prefieren quemarse (Some Like It Hot, 1959), a las órdenes del vienés Billy Wilder, para quien era única, pese a los dolores de cabeza proporcionados por sus tardanzas y olvidos en los dos filmes en que trabajaron juntos. Si en La comezón del séptimo año (The Seven Year Itch, 1955) suscitó que millones de hombres en todo el mundo envidiaran a los operadores que tuvieron el privilegio de manipular los ventiladores que levantaron el vestido blanco de la muchacha, desde que en Algunos prefieren quemarse se perfila la silueta de Marilyn como Sugar Kane tras una nube de vapor despedido por un tren en una estación ferroviaria, donde los dos músicos travestidos como mujeres se preguntan si ella tiene un motorcito en su interior que le permite mover las caderas de ese modo, Wilder confirma que bien valía la pena tolerar sus indisciplinas a cambio de obtener estos resultados irrepetibles.
«El hecho de que en aquellos momentos la totalidad del público masculino quisiera acostarse con la Monroe, que fuera el sueño más deseado —expuso el cineasta—, otorgó a la película un gran poder de penetración. Esa enorme fuerza de participación y alegría en el mal ajeno no habíamos podido preverla en la idea original de la película»[3]. Para él, nadie era perfecto, salvo ella, en la que percibió el mismo milagro admirado mucho antes en la Garbo de Ninotchka: «Del rostro reservado, incluso aburrido de una actriz, surgía el rostro de una estrella en el que el espectador creía poder leer todos los secretos del alma femenina. En las grandes estrellas, el celuloide, la capa emulsionante sobre la película, realiza ese milagro»[4]. Al terminar las agotadoras sesiones de rodaje en que Marilyn lo obligó a repetir más de sesenta veces un plano, para exasperación de todos, miraban lo filmado: «Cada vez volvíamos a quedarnos perplejos por la transformación que había experimentado a través de la cámara»[5]. Esa excitante impresión la sintetizó en esta frase: «Era de carne, y se fotografiaba de carne. Tenías la impresión de que bastaba con alargar la mano para poder tocarla»[6].
El problema para la insatisfecha Marilyn, deseosa de ser una actriz de verdad y feliz al mismo tiempo, según declaró en una de sus últimas entrevistas, es exigirse demasiado por estar empeñada en ser una intérprete capaz de asumir cualquier personaje, entre estos la Grúshenka de Los hermanos Karamázov. Pero el papel se lo dieron a la austríaca Maria Schell.
La protagonista de Niágara pecaba a veces de ingenua en la vida real, al igual que los personajes en que intentaron encasillarla, como cuando a la pregunta de «¿Qué se pone para dormir?» respondió francamente: «Chanel número 5». Años más tarde admitió no haber querido decir que dormía desnuda, sino que esa era la verdad. En otra entrevista narró las presiones recibidas de los publicistas del estudio al conocerse la identidad de la modelo del difundido calendario, para que lo negara. El frenesí de los funcionarios alcanzó el paroxismo al acercarse un camarógrafo a Marilyn con un calendario y preguntarle si podía firmárselo, a lo cual ella accedió enseguida, mientras comentaba: «Este no es precisamente mi mejor ángulo, ¿sabes?»[7].
Para cada soldado de los que visitó en el frente de batalla durante la guerra de Corea para cantarles, ella seguía siendo la chica del calendario imposible de renovar. Muchos lo llevaban consigo a tantos kilómetros de distancia. Cercana como la novia o la esposa de carne y hueso que dejaron atrás, era la insinuante muchacha que mereció figurar en la portada del número inaugural de Playboy, no la estrella inalcanzable en que se había convertido. Bert Stern, un fotógrafo de Vogue para quien ella posó poco antes de su muerte —ocurrida el 4 de agosto de 1962, hace exactamente sesenta años—, intentó descifrar ese enigmático encanto: «En realidad, Marilyn no tenía ningún rasgo perfecto. No tenía ni nariz, ni ojos, ni nada atractivo por separado, y sin embargo era preciosa en conjunto, con todo y espíritu… Era pura, intacta, realmente como una virgen en muchos aspectos. Pero tenía la íntima necesidad de mostrarse: exhibir su belleza y su cuerpo»[8].
[1] Estrenada en Cuba con el título Mientras la ciudad duerme.
[2] Joseph McBride: Hawks según Hawks, Ediciones Akal, S. A., Madrid, 1982, p. 142.
[3] Billy Wilder con Helmut Karasek: Nadie es perfecto, Ediciones Grijalbo, S. A., Barcelona, 1993, p. 128.
[4] Ibidem, p. 145.
[5] Idem.
[6] Ibidem, p. 324.
[7] Georges Belmont: «Marilyn, la mujer frágil»: Marie-Claire, París, octubre de 1960.
[8] Jane Ellen Wayne: Los hombres de Marilyn, editorial Diana, México, DF, 1996, pp. 224-225.