El color de la sangre. El maullido de un gato. La venganza de un metamorfo. Casas habitadas por entidades de otros mundos o realidades. La llamada, la sentencia terrible: «Morirás en siete días». El monstruo. El sádico. El camino cubierto de puñales. Y en el centro de todo, la historia del séptimo arte, que remonta las montañas de la incertidumbre para llegar ahora a manos del público lector bajo la forma de un libro: Miedo en el cine, de Enrique Pérez Díaz, publicado por Ediciones ICAIC.
En sus páginas, el reconocido autor y sus diferentes alter ego —Kike, el niño que no teme a vampiros ni murciélagos; Kike, el niño que ve gente muerta; Kike, a medio camino entre un anecdotario de terrores y los sonidos cotidianos del mundo ¿real?— recorren, a grandes rasgos, las páginas más importantes del denominado cine de terror y horror. No conforme con esto, se busca también la resemantización de esas viejas historias —nunca pasadas de moda, encantadoras en su concepto añejo— que en la gran pantalla provocaron escalofríos e incertidumbre a más de una generación de espectadores.
El mundo de lo monstruoso puede entenderse como una constante de Miedo en el cine. Ya sea mediante la revisitación del monstruo arquetípico —Frankestein, el jinete sin cabeza, un contemporáneo Barba Azul, un Freddy Kruger enano—, la criatura salvaje —el sabueso del infierno o los pájaros irrefrenables— o la significación de la maldad en su esencia más prístina —el clown como referencia al ser innombrable que simboliza los temores más ocultos, la llamada que anuncia la muerte, la casa o los espejos infinitos que habitan otras sombras—, Enrique Pérez Díaz sabe manejar con buen tino las fórmulas clásicas, y hasta cierto punto repetitivas, de la convención de los géneros de miedo, en ocasiones llegando incluso a posibilitar ciertas «vueltas de tuerca» que el lector bien agradecerá.
El mundo de lo objetual maléfico —de tanta importancia en el cine de terror— también halla su referencia concreta en este libro a través de la aparición de casas malditas, cines encantados, teléfonos comprometidos con la muerte y el clásico uso del espejo como tránsito de una a otra realidad, pasaje de ida —no siempre de vuelta— hacia un mundo extraño, alienígena, hacia una caldera de cierto infierno interior y circular que el espejo, como objeto de poder ya presente desde el mito, representa.
En el cuento «Sangre en la puerta», que inaugura esta antología, el autor desarrolla en un ámbito relativamente contemporáneo la archiconocida historia de Barba Azul; solo que ahora los roles de cazador y cazado —reitero, de tanta importancia en el mundo del terror— aparecen subvertidos y, hasta cierto punto, carnavalizados en un relato que demuestra que existen múltiples formas de ser —y lucir— débil. Bajo este mismo sino aparece también «El gato negro», una de las historias más interesantes de la compilación, que retoma la figura arquetípica del metamorfo, enfrentado al enemigo y a su circunstancia: en este cuento, el autor consigue uno de los finales más inesperados de la antología. Constantemente, la transferencia del poder, el cambio de los roles entre quien persigue y quien es perseguido, quien domina la situación y quien es acosado, se alza como leitmotiv de relatos como «La madre de Drácula» y «El enano asesino».
Un aparte merece «Clown», uno de los cuentos que mejor simbolizan la poética de este escritor. Bajo capas de sutileza, y apenas insinuado, el «mal» representado por el payaso, por la criatura, asume nuevas formas que parecen hablar, soslayadamente, del abuso infantil y del secreto. Entre mares de terrores —miedos de la mente, paranoia de las ideas— transcurren «Luz que agoniza», «The birds» y «Morirás en siete días», porque en esta compilación importa más el temor psicológico que la gráfica gore, roja y excesiva, que tantas películas de este género contienen. Enrique, que conoce al detalle la importancia de la información visual y la sinestesia, apuesta también por contar historias donde los personajes aparezcan apoyados en los escenarios que los rodean: igual valor tiene el monstruo como su circunstancia.
El cuento que cierra la compilación, «El fantasma de Méliès», es una pequeña joya dentro de la colección: sin necesidad de sustentar sus referencias en el mundo ya existente en lo cinematográfico, este relato habla, universal y poéticamente, de los hacedores del séptimo arte y de su incondicional pasión no solo por el cine, sino también por esos espacios simbólicos en los que las películas encuentran casa y comunión.
En el mundo actual y cambiante —donde las sombras de apocalipsis nucleares y sociales hacen que los terrores de lo sobrenatural pasen casi por alto— bien se agradece un libro como este, que hace homenaje no solo al cine, sino también a un género que ha tenido defensores y detractores por igual. Sea usted un amante del terror, del escalofrío y la sorpresa —o no—, le aventuro que Miedo en el cine ayudará a remontar esas colinas añejas del tiempo aquel en que, niños o adultos, descubrimos el primer escalofrío.