No hay imagen sin la percepción de una imagen […]
la imagen es arbitraria, inventada, plenamente cultural.
«La imagen». J. Aumont
Vivimos en una maraña de imágenes que nos vemos obligados a desenmarañar, no solo para vivir humanamente, sino incluso para sobrevivir. Querámoslo o no, cada una de nuestras emociones, ideas y acciones se conjugan con un complejo de imágenes que se nos ofrecen como «mundo», «realidad» o todo aquello con lo que interactuamos.
No podría sostenerse mucho tiempo una tesis objetivista o pragmática a ultranza que nos viese como seres separados o unitarios en un maremagno de imágenes que habríamos de manipular y organizar en agónica batalla. En última instancia, cada una de dichas imágenes tiene en nosotros mismos una de sus fuentes o factores generatrices.
Pero no es tan exacto decir que vivimos «en» o «entre» (pues no nos movemos separadamente de ellas y entre ellas) como decir que vivimos «un» universo de imágenes, ya que este sí se conjuga con nuestras propias vivencias: contribuimos a producir, vivenciamos en nosotros mismos y también somos producidos (sentimos, actuamos, pensamos), influidos por nuestro universo de imágenes. En fin, una dialéctica bidireccional.
Se puede definir o concebir la imagen de muy diversas maneras, según el campo del saber y las perspectivas filosóficas y psicológicas que se adopten, aunque siempre tendría que hablarse de «percepciones y formas» o «configuración», utilizando estos términos en sus sentidos más generales —«estructuras de luces y sombras», sonidos y silencios— y no en los de ningún rígido formalismo o concepción mimética o naturalista.
Las imágenes o «la imagen» —como concepto global y, por ende, también la «imagen artística» de manera singular, sobre la que habrá que reflexionar luego— establece una formación o estructura de sensaciones y percepciones correlacionadas con una experiencia del mundo que vivimos, usualmente pero no obligatoriamente relacionadas con un objeto o cuerpo.
Toda imagen surge y se conforma como producto de la relación entre la psiquis y una fuente de estímulos (un cuerpo o un fenómeno de cualquier índole, incluyendo la memoria y el sueño). Su existencia exige la participación de un sujeto. Como quiera que se analice, aun desde el materialismo más mecanicista y objetivista, la imagen llegará a conformarse como objeto y producto mental. No hay imagen sin percepción, lo cual equivale a que no hay imagen sin perceptor y, también, a que no hay imagen sin receptor que la produzca, modifique o actualice de alguna manera.
Parafraseando un célebre postulado, «el ser de la imagen es ser percibido». Será una perogrullada decir que en un mundo de ciegos no habría imagen visual, en un mundo de sordos no habría imagen sonora y en un mundo de ciegos y sordos no habría imagen audiovisual. Y valga decir, lo cual ya no sería tan marcada perogrullada —porque hay «antiesencialistas» extremos, a lo cual también habrá que volver—, que aquí no cabe hablar de sinestesias, porque las mismas se producen siempre en base a experiencias y memorias previas del correspondiente sentido.
En fin, de modo general podemos conceptualizar la imagen como un complejo de sensaciones estructurado como un ente o manifestación con considerable unidad, concreción y deslindes, así como con frecuente pero no obligatoria correspondencia con objetos, sucesos y seres de nuestra realidad (en dependencia de su naturalismo o su abstracción), y siempre sujeta a condicionantes sociales y culturales en la misma medida en que se correlaciona con la psiquis humana.
Como individuos y, más aún, como partes de un entramado sociocultural, contribuimos a «ponerlas ahí», a construirlas y organizarlas como son y están, a su conformación y empoderamiento; pero con carácter recíproco, aunque pueda ser menos evidente para algunos, las imágenes influyen sobre nuestra propia conformación y existencia.
Mente, idea, visión, mirada, circunstancias, objetos, naturaleza, sociedad… e imágenes se conjugan como inseparables, necesariamente correlativos; pero, asimismo, este aspecto social o sociocultural del universo de imágenes, lejos de oscurecer ha de develar el aspecto individual: mis imágenes no son tus imágenes, ni mis imágenes de un fenómeno son siempre las mismas al mediodía, por la noche o en cualquier otro momento y circunstancia.
También con la mayor consecuencia puedo ver objetos y fenómenos donde no existen tales. Quijotescos, apelemos al refranero popular: «quien tiene miedo, ve fantasmas» y «quien busca, encuentra». No solo en casos extremos de alucinaciones y estados alterados de conciencia o en las confusiones ópticas, también en las mejores circunstancias de la imaginación.
Y, al contrario, puedo dejar de verlos donde sí moran, aun teniendo los mejores ojos, pues el entrenamiento decide mucho en este rango de experiencias. El oído entrenado o el oído musical oyen más y mejor. Lo mismo se cumple con el ojo adiestrado. Se trata de una ley general para todos los sentidos, como para el pensar y todo el vivir.
Vivimos y desenmarañamos una maraña de imágenes que también construimos a medida que experimentamos.
Mi universo de imágenes o el universo de imágenes de una cultura o idiosincrasia resulta una maraña para extranjeros («extranjero» significa «extraño», el que extraña y es y queda extrañado), aunque cada día es más raro el «extranjero total» en este mundo actual.
Todo universo de imágenes, y aun cada imagen, solo resulta cúmulo de sensaciones, fogonazos de luces (y de sonidos), desconcertante maraña para el extraño a ella. Desenmarañar fogonazos de luces para construir imágenes es tarea que vamos aprendiendo inconsciente y conscientemente desde que casi recién nacidos abrimos los ojos; labor a menudo angustiante, a menudo placentera, que nos ocupará a lo largo de la vida.
Muy bien han ido perfilando dicho asunto los psicoanalistas, los conductistas y todos los psicólogos evolutivos e infantiles al precisar cómo constituimos nuestro propio yo, incorporando, por supuesto, la concepción de nuestro propio cuerpo. Los espejos como espejos, pero, sobre todo y sin necesidad de ellos, «los demás» como espejos, y toda la experiencia motora y espacial, y todas las sensaciones y la mente hicieron falta para una aprehensión válida del mundo, de nuestro «yo» y sus correspondientes circunstancias.
Mas, a veces, enmarañar, enredar, camuflar tanto imágenes como sentidos puede ser un objetivo. En el arte, por ejemplo, o en los juegos o criptogramas; o dondequiera que podamos jactarnos de la ambigüedad, la polisemia, la invitación a pensar y reorganizar imágenes propias, sensaciones e ideas, sentimientos y disfrutes personales.
Reiteramos, aunque no solo en el arte.
No podemos soslayar la premisa cardinal de que la retina es una prolongación de la corteza cerebral, de que el ojo constituye así parte del cerebro, y no solo en un sentido fisiológico, sino también en el del pensar: no hay nada en una imagen plenamente constituida que no haya pasado antes por el cerebro, lo cual quiere decir también… por la cultura.
Se trata de un saber aplicable a las imágenes más simples y primarias y a las más complejas y derivadas, como las obras de arte, las modernas formas de la audiovisualidad y las más sofisticadas imágenes informáticas.
Construir, organizar y desentrañar imágenes será un oficio humanamente obligatorio, a veces consciente y otras inconsciente, en lo irracional y en lo lógico, y este oficio lo asumimos desde antes y en lo adelante con buena voluntad.
Cuando de la imagen audiovisual y de la audiovisión se trate, mayores sutilezas y complejidades tendremos; así como la imagen propiamente artística, quizá mejor decir, la experiencia propiamente artística de una imagen, traerá muchísimas complejidades y afanes particulares.