Demócrito. —Dame primero medio vaso de agua y, como se acostumbraba antiguamente, le añades vino.
«Diálogos: XVII. El banquete (1538)». Juan Luis Vives
Crito. —En muchas partes aún se hace lo mismo. Franceses y alemanes hacen lo contrario.
Demócrito. —Las naciones en donde se bebe agua con vino, añaden vino al agua; las que beben vino con agua, añaden agua al vino.
Crito. —Y las que no añaden nada, ¿qué beben?
Demócrito. —Vino puro, limpio y sin mezcla.
Crito. —Con tal de que el comerciante no lo haya mezclado antes.
Reluzca el citado diálogo de tan insigne filósofo y pedagogo del humanismo renacentista entre las innumerables muestras de cómo, desde siempre, pensadores y observadores agudos han reflexionado sobre las diversas posibilidades para manipular los materiales, situaciones y, en general, los más diversos fenómenos naturales y humanos, fuesen corrientes o más sutiles, sin dejar de subrayar sus visos de relatividad, y sin que faltasen los ánimos de corregir o perfeccionar tales experiencias.
Sin necesidad, aunque es siempre conveniente, de remontar las miradas hasta aquellos clásicos tiempos de La república de Platón, tan afanoso de lograr cristalizaciones perfectas y estables, según su entender, en el vivir humano, piénsese en las obras de Erasmo, con quien Vives compartió coloquios e ideas, o en la Utopía (1516)de Tomás Moro, también atenta a las ideas de Erasmo.
Ahora bien, para el tema que nos ocupará preferiríamos recordar la sucesiva oleada de inquisiciones sobre seres humanos, culturas, costumbres y puntos de vista que se desarrollaría con los Ensayos (1580-1595) de Montaigne, novelas satíricas por el estilo de las Cartas persas (1721) de Montesquieu y Los viajes de Gulliver (1726-35) de Swift, o reflexiones filosóficas y sociológicas como el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1754) y El contrato social (1762) de Rousseau (a quien alguien sumamente acreditado como Lévi-Strauss llamó Padre de la Etnología, aunque no pueden olvidarse los logros preliminares desde el mencionado Montaigne).
No ha faltado la reflexión sobre aparentes nimiedades como las formas y proporciones relativas de las narices, ni otras a primera vista más enjundiosas como las costumbres (más vino, menos agua; más agua, menos vino). Han abundado, así, los diversos puntos de partida y de llegada para desarrollar o modificar los fenómenos, para tratar con la mayor agudeza de ingenio (vienen a la mente los nombres de Gracián y de Quevedo) la existencia de perspectivas múltiples y de las más relativas asunciones de lo uno y de lo diverso, o sea, del universo.
Si se tiene igual cantidad de vino y de agua, ¿es agua con vino o vino con agua? ¿Dónde, cuándo y cómo se consume de hecho, aunque convendría decir, mejor que consumir, «recepcionar»?
Sondeando tiempos más actuales, una de las imágenes socorridas en los test de personalidad o de situaciones emocionales y del raciocinio es el vaso con agua hasta su mitad. ¿Cómo lo percibe (vive, siente y analiza) el sujeto del test: un vaso medio lleno o un vaso medio vacío? Otra de estas imágenes es la del conocido test de apercepción temática de Murray, con un sujeto afianzado a la mitad de una cuerda suspendida en un alto muro: ¿sube o baja? ¿Se escapa o, por el contrario, entra más allá del muro?
Tampoco han escaseado experimentos tan complejos como los realizados por Richard S. Lazarus, quien revolucionó las teorías sobre las emociones, el estrés y las evaluaciones cognitivas con postulados sobre cómo la intensidad del estrés depende más de la apreciación y asunción personal de los propios recursos que de la situación real experimentada: intervienen percepción, conocimiento, disposiciones, valoraciones con que cada persona vive igual o similares situaciones. Pero, ¿no sucede así, en mayor o menor medida, en cualquier situación existencial? Siempre cuentan las condicionantes generales y, sin duda, las perspectivas y cualidades de las miradas.
Sin embargo, más que de los ámbitos de la filosofía humanista, de la etnología o de la psicología propiamente dichas; queriendo incitar aquí y ahora esta problemática de miradas, sentimientos, concepciones y asunciones con referencia a las imágenes, el arte y los medios, bien vale enfocar la atención en el cuadro trazado por Ortega y Gasset en La deshumanización del arte (1925),donde un moribundo es acompañado por su amante esposa, el consagrado médico de familia y un pintor amigo.
Todos quieren al moribundo, todos se relacionan intensamente con él en sus últimos momentos, pero cada uno según su talante, capacidades y disposiciones: la esposa sufre y quizá quisiera acompañarle en su destino. El médico se afana en analizar la enfermedad y combatirla, o, ante la imposibilidad, aportar los mejores paliativos. El pintor se esmera en que ese ser a punto de desaparecer físicamente siga siendo para siempre gracias a la imagen pictórica. Tres actitudes bien intencionadas, quizás todas amorosas, de consagraciones individuales: la entrega sentimental, la racionalidad médico-científica y la creación artística.
Tales semejanzas y más aun tales diferencias de «perspectivas» (conocimientos, sentimientos, disposiciones personales, valoraciones y respuestas) resultan ayudas más que medulares para la comprensión del arte o, en fin, de la experiencia artística.
Ante todo, considérese que la experiencia artística es, en fin, una particularidad del mayor ámbito de la experiencia estética, la cual es, a su vez y en última instancia, una experiencia marcadamente sensible (en la acepción de «sensorial», o sea, dada en y por los sentidos, aunque no abandone la otra acepción de «lo sentido», lo vivido emocional o sentimentalmente). Siendo emocional y sentimental, siempre es también marcadamente individual, aunque, claro está, hablando de seres humanos, y mientras más humanizado se sea, no deja de asociarse con conceptos, sociedad, cultura e historia.
«Lo estético» es, incluso por definición, el modo humanamente sensible de aprehensión de lo universal (objetos, seres, fenómenos… universo). En este orden, se distingue (cuestión de grados y no de trascendencia absoluta) de lo puramente racional y conceptual (que sí predomina en las ciencias, la filosofía y otras esferas «del saber»), así como también se diferencia del modo práctico (instrumental, fabril) de la apropiación y transformación del mundo (cuyo paradigma es la tecnología).
Habiendo mencionado la historia, la cultura y la sociedad no se omita el hecho de que tal tipo de sensibilidad, sentimentalidad y aprehensión de lo universal se manifiesta o realiza en y mediante complejas experiencias histórico-culturales y sentimentales-conceptuales, donde cuentan paradigmáticamente lo bello, lo sublime, lo trágico, lo cómico, lo irónico, entre otras categorías.
No solo el artista que pinta la escena del moribundo, volviendo al cuadro descrito por Ortega, y no solo los que experimentan estrés o asumen cada situación con distinta perspectiva e intensidad, volviendo a Lazarus y otros psicólogos; no solo la esposa llena de sentimientos de angustia y tragedia y no solo el médico capaz de investigar y llenarse de sublime admiración ante los más sutiles procesos y leyes científicas de los seres vivos; sino todos los seres humanos sienten en algunos momentos o situaciones «lo estético», ya sea bello, trágico, cómico, sublime o de otro carácter.
Solo que… existen momentos, situaciones y, sobre todo, disposiciones y perspectivas privilegiadas para tales experiencias, y aquí surge, se establece o se instituye (términos usados muy ex profeso para recordar los desarrollos culturales e históricos) precisamente el arte como «el modo de actividad humana institucionalizada en mayor o menor medida en concordancia con el privilegio de la experiencia estética».
Quede subrayado lo de «modo de actividad» y lo de «institucionalizada en mayor o menor medida». El arte constituye un modo de actividad, una manera de comportarse, de disposiciones y, consustancial a ello, de perspectivas asumidas. Se trata de disposiciones y conductas que la sociedad ha ido posibilitando, desarrollando y aun regulando históricamente hasta llegar a una cultura contemporánea que exhibe vastas e importantes instituciones (desde muros y edificaciones hasta personas y profesiones) al efecto. Incluso, en aparente paradoja, concepciones y movimientos creadores de espacios y actividades que reniegan de dichas institucionalizaciones… para constituirse, a su pesar, en otra «institución», aunque menor, menos regulada o consagrada.
Actividad humana, institución y privilegio de la experiencia estética determinan así al arte y lo artístico, determinaciones que no dependen de, ni significan en primera instancia, una clase de cuerpo, una clase de acción… ni una clase de imagen, por mucho que sí impliquen todo esto: no existe la imagen específicamente artística, sino la imagen surgida y la imagen sometida a un proceso y experiencia artística; es decir, la experiencia artística (estética y además instituida socialmente) de potenciales imágenes —gracias a objetos, acciones y situaciones— que se actualizan y experimentan desde perspectivas y con sentimientos estéticos.
Guernica y La jungla, un urinario y un metrónomo, un bolero o un aria son experimentados estéticamente gracias a propuestas históricas y sociales (institución) y a disposiciones y perspectivas de asunción por parte de los receptores. Para un ciego (lo cual no es tan defectuoso como accidental) ni para un insensible o incapaz de apreciarlo (y eso sí es un defecto o insuficiencia de la personalidad necesitada de mejor formación), la Gioconda, la catedral de La Habana y una copa de jade del período Hang no implican imágenes, emociones estéticas ni experiencia artística, aunque sí puedan despertar motivaciones históricas o teóricas de cualquier clase o hasta simplemente comerciales.
Ante los mismos objetos, acciones y sonidos, ante las mismas imágenes posibles (que solo podrán ser apenas semejantes, pues no implican las mismas emociones), si no se cuenta con las disposiciones y perspectivas, con la sensibilidad apropiada… no hay imagen artística. Está el cuadro (madera, lienzo, pigmentos, etcétera) que se quiere vender para ganar dinero, un utensilio para realizar necesidades fisiológicas o medir tiempo y ritmos o los insoportables ruidos de las voces de esa a la que llaman «soprano».
Subráyese también el carácter decisivo de la «perspectiva» (tipo y grado de disposición, sensibilidad, acción, sentimiento) implicada en la experiencia.
En fin, no existe la imagen específicamente artística, la imagen-artística «en sí», sino la experiencia artística o, más generalmente, la experiencia plenamente estética de la imagen.
Con tales perspectivas y experiencias se relacionan consustancialmente los más diversos fenómenos del arte e incluso de los medios en general. Por ejemplo, y aunque la implicación no se vea tan a primera vista, fenómenos como la pornografía o el uso comercial de la violencia desde la más simple hasta el gore más sadomasoquista, incluso las cuestiones de los géneros artísticos, incluyendo los cinematográficos y el equívoco de los referentes y la verdad o lo imaginado como factores decisivos. He ahí fenómenos a los que habrán de dedicarse más extensas e incisivas páginas, pero sobre los que ahora resulta jugoso y motivador anotar al menos algunos preliminares básicos.
¿Qué es la pornografía sino —en el común de sus manifestaciones y ante todo— una perspectiva (disposición, emoción, experiencia), o sea, la recepción personal excitante sexualmente de una imagen a partir de una fuente dada de sensaciones, generalmente cuerpos desnudos o partes suyas? En fin de cuentas, un proceso de incitación propiamente sexual y no estético en el cual un sujeto se excita sexualmente (por lo común, buscándolo así) a partir de imágenes comúnmente ad hoc (los típicos «pellejos», simples tomas de acciones sexuales o fotos de esta calaña), aunque también de otras no generadas para este fin… pero sí recepcionadas en esta perspectiva.
Sobre la pornografía, entre otros fenómenos mediáticos y de la recepción, puede señalarse, al menos, una imposibilidad y algunas posibilidades. Resulta prácticamente imposible (salvo que ocurran vueltas y vaivenes estrepitosos de las culturas y los condicionamientos sociales) recepcionar como obra de arte, es decir, experimentar artística o estéticamente un común «pellejo» o ciertas fotos de ese ámbito comercial.
Claro que no se habla aquí, para nada, del erotismo propiamente dicho, fenómeno distinto de la pornografía, la cual puede producirse también como degradación del erotismo, conceptuando a este como fenómeno consustancial al ser humano (también a animales y quizás, como se mire, plantas), manifiesto en el mundo de imágenes con tanta antigüedad como las cavernas prehistóricas, para no hablar de la lírica egipcia o la de Safo, o el Cantar de los cantares y un sinfín de imprescindibles obras a lo largo de los siglos.
Tampoco se niega la posibilidad de incorporar o «subsumir» (buen verbo: soterrar, asumir dentro en una transmutación, metabolizar) escenas que pudieran funcionar aisladas o manipuladas como pura pornografía en un contexto general que las «depura» (verbo espinoso por acostumbrar a ser muy puritano, pero aquí sí vale), suponiendo receptores maduros y sensibles artísticamente, a favor de un relato o universo de imágenes artístico. Piénsese, por ejemplo, en El último tango en París (1972), de Bernardo Bertolucci, quizá más el fuerte aún Thriller: una película cruel (1974), de Bo Vibenius, o, para hablar de otro más reciente y evidente, Mala suerte follando o porno chiflado (2021), de Radu Jude, magistral en este y otros irónicos manejos. Sí, lo altamente erótico, la referencia explícita a lo sexual y aun lo susceptible de miradas y usos «pornos», pero inteligente y sensiblemente manejados a favor de lo artístico, es algo semejante a una «sustanciación» artística suya.
Por otra parte, y de modo en cierta medida contrario a estos ejemplos, sucede que a la casi imposibilidad de recepcionar «pellejos» y compinches de modo artístico se opone la posibilidad de recepcionar pornográficamente las más sublimes obras de arte.
Es lo que hacen a veces algunos jóvenes internados, o sin estar internados, con magníficas fotos de bellezas corporales realizadas por geniales fotógrafos. Entonces, la perspectiva, el uso, la experiencia estética no ha surgido ante las presiones de la experiencia sexual.
Es lo que hace el erotómano en el museo ante la Venus de Milo, La maja desnuda de Goya, Las tres Gracias de Rubens o ante su Rapto de las sabinas (tan inspirador de otros muchos pintores y escultores, Juan de Bolonia y sus magníficos cuerpos entre estos últimos). El cuerpo desnudo, la incitación corporal… emergen y se imponen; para nada la «imagen artísticamente formalizada» de esos seres desnudos. En vez de las imágenes y las formas, se sienten y disfrutan los cuerpos referidos, en vez de la «integridad» de la obra (imagen que implica referentes tales), surge la relación inmediata con los referentes casi palpables e incitantes. Surge la degradada —empobrecedora en cuanto «despojadora» de relaciones con las imágenes— recepción pornográfica de estas grandes obras.
De modo similar se comportan los fenómenos de representación y aun de experiencia emocional de la violencia en el cine, las demás artes y los medios.
Viene aquí el fenómeno de la violencia, tan debatido desde antaño, al cual Aristóteles respondió con el concepto de katarsis y luego los psicoanalistas con conceptos como «desplazamiento» y, ante todo, «sublimación».
La violencia parece ineludible para las artes y los medios. ¿Es posible un relato o fábula sin conflicto o conflicto sin violencia? ¿Quién lo cree? Aparece desde el arte de las cavernas hasta los videojuegos, desde los relatos míticos egipcios y mesopotámicos, pasando por los homéricos, los bíblicos, la épica medieval y un sinnúmero más hasta hoy.
Parece inevitable porque se manifiesta en todos los ámbitos de la vida, al menos la animal… precediendo y sobrepasando a… los medios. Créase o no en la teoría del reflejo o alguna modificación suya, lo cierto es que ni los medios ni las artes han creado la violencia ni la sexualidad.
No se niegan, claro está, posibles e ilegítimos procesos de «reafirmación» mediante sus experiencias mediáticas o espectaculares.
Y, por supuesto, como respecto al erotismo y la pornografía, existen unos y otros. No es lo mismo, al menos «no han funcionado» desde antaño hasta hoy del mismo modo las cacerías y peleas de las pinturas rupestres, las tragedias griegas, los bíblicos Reyes I y Reyes II, Beowulf, el Cantar de mío Cid, El acorazado Potemkin, El nacimiento de una nación y Los siete samuráis. Tampoco desde ayer hasta hoy dejan de existir obras tajantemente controvertidas como, ejemplo actual, la serie coreana El juego del calamar, magistral manejo narrativo y dramático de las acciones y conflictos de violencia que, quizás demasiado —he ahí el «quizás» controvertido—, conforman la atmósfera general de la serie.
Las imágenes del erotismo y la violencia pululan en toda categoría de obras: obras clásicas, obras controvertibles o discutibles y obras francamente manipuladoras y afanosas de la ganancia monetaria. Cuentan también las diferentes recepciones en las que, como sadomasoquista o enfermizo de cualquier clase, me concentro en muertes, golpizas, sangre, miedos y amenazas; pero, como receptor de otra clase, me concentro en el disfrute de «cómo» tales personajes, tales acciones, tales situaciones se desarrollan, en las formalizaciones y capacidades para transmutar artísticamente fenómenos de erotismo y violencia.
Además, ¿por qué rechazar en el arte lo que este nos ofrece como experiencia «genuinamente artística o estética» si no rechazamos, con toda razón, los datos, conceptos y teorías que nos ofrecen en sustanciosos volúmenes sociólogos y psicólogos sobre el sadomasoquismo, la prostitución, los asesinatos, las cárceles? Distintas experiencias, una predominantemente conceptual y otra predominantemente sensible (emocional-sentimental), razón y sentimiento, individualidad e instituciones, sociedad y cultura.
No es lo mismo «el cuerpo» que la «representación del cuerpo», no es lo mismo «la violencia» que «las imágenes de la violencia», no es lo mismo la prostitución o la violencia doméstica y social que las investigaciones sobre estas. No es lo mismo el disfrute (instrumental) de la naturaleza (nadar en una playa y beber un jugo en la arena), que la recepción estética (contemplativa) de sus formas y estructuras, asumir sensiblemente sus significaciones múltiples para mí y los demás seres humanos; como no son lo mismo las investigaciones científico-conceptuales del geógrafo o del comerciante en turismo que las analiza.
Cada «representación» o cada «formalización» es susceptible de múltiples recepciones y experiencias generales (artísticas, llanamente espectaculares, comerciales, políticas, científicas, pornográficas, sadomasoquistas…), y cada una de estas experiencias depende de la formación personal e individual del receptor que, nadie lo niegue, se correlaciona en uno u otro grado con el desarrollo y los condicionamientos de la historia y la cultura.
Porque, en esencia (sin horrorizarse ante la palabra «esencia»), no existe el «cuerpo» ni la «imagen» propia y cabalmente «artística», sino su actualización y recepción artística, su experiencia propiamente estética.