[…] es mostrar cómo, en realidad, en la combinación
«La audiovisión». Michel Chion
audiovisual, una percepción influye en la otra y la
transforma: no se «ve» lo mismo cuando se
oye; no se «oye» lo mismo cuando se ve.
La afirmación de Michel Chion citada puede parecer, bajo un vistazo muy superficial, tan evidente que no habría necesidad de decirla, pero, como ocurre con tantas y tantas ideas, cuando se hace ver, como bien lo cumple este autor, todo lo que subyace y se desprende de la misma, puede el interlocutor quedar atónito ante tanta riqueza ofrecida por el «cómo» mencionado. Pero los modestos fines de estas líneas queda conformes por ahora con la incitación a la lectura de ese texto.
Sin duda, el espectáculo audiovisual ha comenzado a ganar tanta preeminencia en el mundo contemporáneo que tiende a deparar una era casi inimaginable para los antiguos espectadores de las manifestaciones audiovisuales tanto naturales como producidas, hasta el punto en que no faltan razones a muchas teorías sobre «la espectacularización de la sociedad y la cultura», tema que merecerá mayores reflexiones en circunstancias oportunas. Para percibir la referida preeminencia, basta ojear los actuales hábitos de uso del tiempo libre, desde los deportes hasta los juegos digitales, nada negativos cuando de las buenas proporciones se trata, pero sí sobradamente negativos cuando se llega a sus sobredimensiones y, por el contrario, a las exclusiones de otros ámbitos positivos que incluyen, entre muchos, el pleno disfrute de los espectáculos audiovisuales brindados por la naturaleza, amén de aquellos tradicionales que tienden a ser relegados.
Para tales reflexiones, y otras que pudieran sucederles, más que convenir resulta casi imprescindible desplegar antes una mirada panorámica a ámbitos audiovisuales más tradicionales y, por muchas razones, especie de fundamentos de los que habrían de suceder luego.
Ante todo, vale volver al reconocimiento de la imagen audiovisual natural —las respuestas audiovisuales del ser humano surgidas en su relación con la naturaleza—, porque suele olvidarse que la audiovisualidad es prácticamente consustancial al ser humano, aun antes de cualquier consolidación civilizatoria. No existió ni existe ser humano sin experiencia audiovisual, aunque la premisa inversa no es verdadera, ya que sí existe audiovisualidad sin ser humano, aunque la «audiovisión» de los distintos animales no es, por supuesto, igual a la humana.
Habiéndose reconocido la audiovisualidad «natural» como atributo inseparable de los seres humanos desde los mismos orígenes de la especie hasta hoy, habría que rememorar también aquella que, ya en los primeros tiempos de muchas prácticas de hordas y tribus, pero más visiblemente pronto en las primeras ciudades y civilizaciones, se asocia a los ritos y otras prácticas similares como las danzas, guerreras o no guerreras.
Aun impresionan, al ser reconstruidas o imaginadas, aquellas prácticas rituales y ceremoniales insertas en las estructuras religiosas y políticas de Mesopotamia, Egipto, la India y China, entre otras grandes culturas basales que, por lo demás, se establecen como genes de lo que sería el teatro, siendo antes «escénicas». No hubo mito ni ejercicio del poder sin rito, y todo rito implicaba escenificación, aunque el concepto de «representación», como muy bien argumentó Frazer en La rama dorada, no se acomoda con exactitud a aquellos seres que no representaban, sino más bien vivenciaban, que «estaban siendo» y no «representando».
Otros connotados investigadores, como H. Frankfort y H. A. Frankfort, ofrecen una ampliación enriquecedora de esta idea cuando, en la introducción a la obra que comparten con J. A. Wilson y T. Jacobsen, El pensamiento prefilosófico, precisan:
«Podemos resumir el complejo carácter del mito en las siguientes palabras: el mito es una forma poética que trasciende la poesía al proclamar una verdad, es también una forma de razonamiento que trasciende la razón, ya que necesita poner en práctica la verdad que proclama; es una forma de acción, de comportamiento ritual, que no encuentra su realización en el acto, sino que debe proclamar y elaborar una forma poética de su verdad».
Quizá a su vez estas nuevas precisiones necesiten otras, porque hay que considerar que se está hablando de un estatus humano en que no existen las diferenciaciones institucionales entre arte, poesía, filosofía, ciencia y otros campos de la actividad o el vivir humano; cuando y donde las emociones estéticas que luego estarían en la base de lo que se llamaría «poesía» permanecen imbricadas en un complejo existencial que incluye pensamiento y acción junto a la emoción, y con ellos los fenómenos de la audiovisión y la audiovisualidad, la conjunción de ver y oír.
Mas, problemas y motivos tan complejos, ricos, seductores y extensos funcionan aquí ahora simplemente para no olvidar que la audiovisualidad no aparece con la escena construida o convencionalizada como tal (teatral, danzaria ni de cualquier otra clase); precediendo con muchos miles de siglos (desde los primeros humanos) y una cuantas decenas de ellos (desde las primeras ciudades) al teatro griego, otros siglos más al cine y unas décadas más a la televisión, «audiovisualidades» que no solo surgieron antes, sino incluso se inscribieron como basamentos medulares de las manifestaciones venideras hasta hoy, era de internet y los videojuegos.
De similar manera a aquella frase citada al inicio, que puede parecer simple cuando no se ve cuánto en ella subyace y cuánto implica; puede parecer muy simple tal recordatorio, pero ya no tanto cuando se observa cómo, al hablarse hoy de audiovisualidad, suelen omitirse tantos fenómenos que tocan incluso al mismo teatro y demás artes escénicas, como si la audiovisualidad fuese solo la moderna audiovisualidad electrónica, y al concepto de «lo audiovisual» o de «los audiovisuales» solo tuviesen derecho los más modernos medios.
Teatro, cine y televisión, ámbitos paradigmáticos que, conformes con la imposibilidad de mirarlos aquí con la extensión deseada, serán objeto al menos de un breve recuento histórico, estructural y funcional en busca de asentar aspectos esenciales suyos necesarios para la reflexión general sobre las imágenes visuales, sonoras y audiovisuales… para los fenómenos generales de la audiovisión.
El teatro se erigió sobre los precedentes rituales de las más primitivas comunidades, y luego las primeras ciudades, y aun sin desprenderse de sus connotaciones religiosas, emergió el teatro griego como una de las más esplendorosas manifestaciones de la audiovisualidad, de tantas emociones, sentimientos y conceptos implicados en su conjugación del ver y el oír.
Por supuesto, cuando se habla de teatro, puede extenderse el concepto a la danza y otras manifestaciones que con mayor o menor preeminencia implican la escena y lo escénico, o sea, un ámbito o espacio de «representación» en su más extenso sentido, en una gama que comienza ya con la gesticulación enfática ante receptores, dígase mimos, juglares y, aun en muchas ocasiones, rapsodas o declamadores connotados, y se extiende hasta el ballet, la ópera y las más complejas conjugaciones de todo ello.
En fin de cuentas, realidades y conceptos tan firmes unos y tan debatidos otros como «representación», «actuación», «escena», «escenario», «escenificación», entre otros.
Se trata de un cúmulo de manifestaciones que muestran tantas diferencias como las que puede haber entre un monólogo (escénico, ya que el novelístico o literario sería otro tema, conexo, pero otro) y una danza; pero tantos factores comunes como los dados por los conceptos acabados de referir.
Se ha mantenido un factor común desde los primeros tiempos del teatro (y de las representaciones rituales) hasta los más actuales montajes y escenarios complejos: la llamada «presencia viva», que algunos han pretendido tratar como especie de mito o repetición de una seudorrealidad, pero que cualquiera que haya ido a un teatro ha experimentado.
Su realidad se hace patente al menos en dos aspectos claves.
Uno de ellos, la relación inmediata de los receptores con «lo que ocurre en escena» (actores, escenografía, luces, sonidos…), que no es tan simple, porque también conlleva la dirección inversa, la relación inmediata de los actores con lo que ocurre en «el auditorio» (receptores y demás sucesos). Por mucho que se insista, como debe ser, en la debida «concentración» de quienes actúan en escena, siempre se produce, al menos de un modo inconsciente o subliminal (aquí si vale la justa medida y concepción de lo subliminal), una especie de «ajuste» o «del atemperar» de estos en dicha correlación.
Sucede siempre y en todo espectáculo. Para la mejor evidencia, piénsese en un monólogo en un pequeño salón y en cómo el actor o la actriz van sintiendo al público y acentúan o dirigen gestos y palabras hacia uno de los asistentes, y luego otros gestos hacia otro participante.
Por otra parte, la experiencia «viva» de los espectadores tiene matices que pueden parecer «míticos» o «insustanciales», porque resultan a veces inexplicables (sería más racional, científico y filosófico decir que «inexplicados» o «pobremente explicados aún»), pero la experiencia y los hechos predominan sobre sus explicaciones en cuanto a existencia se refiere y, ya en principio, además de las adecuaciones consignadas entre actores y espectadores, nunca se siente igual lo que se contempla como una especie de «hecho», que lo que se contempla como «imagen del hecho». Así, no es lo mismo disfrutar la visión de un cuadro en un museo que del mismo cuadro visto en la escenografía de un filme.
Experiencia pictórica, experiencia fílmica. No en balde unos prefieren el teatro dramático tradicional antes que el cine, y otros al cine, sin que haya que discriminar uno u otro.
El segundo aspecto importante, muy ligado a esta «presencia viva», es la «irrepetibilidad» del hecho. Cada función es única en la medida en que no está «fijada» paso a paso, entonación a entonación, factor tras factor.
La representación escénica es en todo sentido una «mediación primera», una «mediación de primer grado». Se trata de una obra (medio) dada directamente y con la mayor autenticidad en cada ocasión, obra que se realiza o produce en cada ocasión aunque a partir de un guion, libreto o texto prefijado.
Tal aspecto se visualiza mucho mejor cuando se compara con otras mediaciones como el cine, como obra «fijada» y, además, sin la real «presencia viva», sino ante procedimientos, recursos e instalaciones de «reproducción», o sea, como «mediación de segundo grado» o «mediación de una mediación».
Tampoco puede eludirse otro aspecto más que fundamental que, muy lamentablemente, suele ignorarse: el teatro (se sigue tomando como pars pro toto para significar también la danza, la ópera y todo lo escénico) es teatro, o sea, «arte teatral», en la medida en que es «imagen teatral». Nadie dudará que se habla de teatro cuando se habla de Macbeth, Electra Garrigó, Madre Coraje…, y no cuando se habla de Pedro Pérez o Juana Rodríguez, encaramados en un escenario. Se habla del «personaje construido» y no del quien lo construye; de acciones y escenas teatrales. Entonces hay teatro y no actores ni chismes personales. Y estas imágenes, claro está, son audiovisuales, porque incluso en los mimos hay acompañamientos sonoros.
A los aspectos de la presencia viva o «participación» (como gusta a otros llamar) y la irrepetibilidad, hay que sumar las cuestiones de dramaturgia, porque, desde tiempos de los griegos hasta los días actuales, el teatro ha ido enriqueciendo no solo las prácticas, sino también las teorías dramáticas que guiaron los procesos audiovisuales, no solo para el teatro, sino para todas las demás artes y medios que desarrollan fábulas o se desenvuelven, de uno u otro modo, en el tiempo.
El cine, cuando nace, no inaugura, en absoluto, la imagen audiovisual, sino la imagen audiovisual de superficies y matrices. Sin que se nieguen los precedentes rudimentarios en juegos de feria y otros aparatos, se puede asegurar tajantemente que el cine establece el universo de la imagen audiovisual de superficies y matrices.
Pasemos por alto la discusión entre «esencias mudas» del cine y otros que, en fin de cuentas, la historia ha revocado. El cine es audiovisual hoy (incluso cuando se experimente con obras sin sonido, ya que quedarían atrapadas de todos modos en un «ámbito referencial de oposición», además de ser porcentaje tan mínimo que nunca mellarían la regla en lo más mínimo). Pero también lo fue siempre, desde los pianistas y locutores o animadores acompañantes, cuando no se pudo ajustar el sonido en la misma cinta. Incluso lo fue como concepto ya tan bien establecido en 1910 con Riccioto Canudo y su «Manifiesto de las siete artes», preconizador de «un arte total».
Discusión evitada. De uno u otro modo, el cine es audiovisual y se realiza mediante una matriz (nitrato, celulosa, celuloide, rollo, casete, DPS…) y una superficie, término más exacto, aunque hoy se usa más «pantalla», el más común, práctico y eficaz. Más exacto, porque el cine puede realizarse gracias a proyecciones en una pared o en un telón o incluso en un espacio «construido» digitalmente (similar al holográfico) ante los espectadores, todos los cuales son, en última instancia, «superficie». Pero no hay que afanarse en el debate, y dígase «pantalla» mientras se sepa que es la más habitual y quizá lo mejor, pero no es solo ella.
En cuanto arte, el cine es imagen, y no un material, y de materiales se ha valido en gran cúmulo, desde las matrices hasta las distintas instalaciones y salones. Es decir, el cine es Charlot y no Charles Chaplin; es Lucía y no Raquel Revuelta, Eslinda Núñez y Adela Legrá. Por supuesto, no hay Charlot sin Chaplin, ni Lucía sin estas admirables actrices cubanas. No hay imagen ni, por tanto, arte sin materiales, pero nunca se identifican: la imagen artística trasciende sus materiales (gracias a los procesos de recepción) para constituirse precisamente en experiencia estética, en estos casos experiencia artística; en el caso del cine, en experiencia cinematográfica.
El cine, como el teatro, es imagen audiovisual, pero ya como «medio de segundo grado», como «medio de una mediación».
Téngase como ejemplo al cine de ficción —al que nos gusta llamar mucho mejor «de actuación» o de «representación escénica», porque todo relato artístico, y por supuesto el fílmico, implica que lo ficcional sea escenificado, registrado a partir de la llamada realidad natural o realizado mediante la animación—, por sus semejanzas más visibles con el teatro, aunque ello compete a todo el cine.
En este cine pobremente llamado «de ficción» se parte comúnmente, como en el teatro, de un texto (libreto, guion…) para llevar a cabo una «representación escénica» que, de modo distinto al teatro (que la ofrece directamente a sus espectadores), es registrada de uno u otro modo (filmada analógica o digitalmente) para ser procesada (editada, trucada…) en una «matriz» que será reproducida (proyectada, transmitida, en diversas instalaciones) para los receptores. La «representación escénica» vale como la primera mediación de la matriz que constituye una mediación de segundo grado o mediación de una mediación.
Esta característica trajo consecuencias inabarcables, desde la posibilidad de fijar repetidas representaciones para quedar conformes con algunas hasta luego alterarlas en procesos de producción, y finalmente darles un orden definitivo.
Y a tal característica se asocia también otro factor fundamentalísimo, la cuestión de las tomas y planos. Contrariamente al teatro tradicional, donde cada espectador mira la obra desde una perspectiva de ángulo y distancia, en el cine la recepción del objeto audiovisual varía desde lo más cercano (planos detalles o primerísimos y primeros planos) a lo más lejano de las vistas panorámicas, y desde uno a otro ángulo de observación.
El antiguo universo de la presencia viva e irrepetible, dado por esa medicación que es la obra escénica, se vio acompañado por un nuevo universo tanto de fijaciones como de reproductibilidad, el de una mediación de mediaciones que ofrece mayores variaciones de las perspectivas de observación y una nueva experiencia, ya no viva, sino ante la superficie; y fue precisamente en virtud de ese binomio matriz-superficie que pronto resultó constituido un nuevo arte, «el arte de la sucesión coherente de imágenes hoy comúnmente audiovisuales, logradas mediante una matriz y una superficie».
Pero la imagen audiovisual del teatro y la del cine no quedaban por ello diferenciadas del todo, sino en buena medida familiarizadas, y no solo por el aspecto más sensorial, su audiovisualidad. También quedaban unidas por procesos dramatúrgicos: el teatro había sedimentado culturalmente, además de las particulares suyas, las líneas dramatúrgicas generales del relato audiovisual, aunque en el cine irán cobrando los nuevos usos y valores que hallaron excelentes resultados, por ejemplo, en la escuela rusa, y algo después en el Actors Studio, para hablar de la dramaturgia de Stanislavski, así como algo después con las propuestas de Brecht, ya conocedor del cine, para proseguir con las nuevas dramaturgias que imperarían en la segunda mitad del siglo XX, desde el absurdo y el existencialismo al pánico y la crueldad.
La televisión sucede casi enseguida al cine. Ocurre, como es costumbre tecnológica, luego de muchos experimentos y modificaciones desde procesos mecánicos en los alrededores de 1925 hasta comercializarse ya con tubos catódicos a partir del cercano 1934, con la superficie exterior ligeramente curva de dicho tubo cubierta por el tradicional vidrio o cristal plano.
De este modo, viene a engrosar el universo audiovisual de superficies, en la televisión siempre «pantallas», pero no siempre con «matrices», ya que las grabaciones para la televisión tardarían aún algunos años a pesar de que, ocasionalmente, pudieron utilizarse grabaciones «fílmicas».
Hoy, como es sabido, ya lo que se ve en televisión es, en una buena proporción del tiempo, grabado y «diferido» (desde los seriales, filmes, espectáculos, entrevistas y otras modalidades). Pero otra buena proporción del tiempo sí es ocupada por aquello que hizo el «gran encanto» de la televisión: la inmediatez, «en vivo y en directo», muy asociada a noticias del momento, así como a deportes y espectáculos, sobre todo. También son conocidos los devenires desde sus primeras «pantallas» hasta las pantallas digitales más modernas.
Entre los aspectos medulares que procede subrayar en este esbozo habría que consignar en primer lugar que la televisión permaneció siempre como un poderoso medio, no instituido como arte, ya que sus propiedades tecnológicas y las funciones sociales que le iban siendo consagradas se focalizaban sobre todo en esta capacidad de comunicar audiovisualmente con eficacia e inmediatez. En general, desde antes de nacer hasta hoy no pretende el privilegio de la función estética, sino, por encima de todas, la informativa o comunicativa (bueno, considérese también la desinformativa y su capacidad para la posverdad).
¡Cuidado! Se trata de funciones «privilegiadas», porque nada impide (salvo los intereses sociales, económicos y políticos de los productores y realizadores) que «lo estético» esté presente en cada segundo de transmisión. Claro que, como se sabe, no todo lo estético es arte específica, cabalmente definido. Además, nada impide tampoco, y así ocurre con mucha frecuencia, que favorezca o «transmita» muchas obras propiamente artísticas, obras de arte cabalmente entendidas desde la lectura de poemas por su propio autor o algún declamador hasta obras escénicas y filmes… sin que pueda omitirse nunca en esta relación uno de sus productos más connotados: la telenovela.
Pero al considerar que el arte es «la forma de la actividad humana institucionalizada en mayor o menor grado en concordancia con el privilegio de la experiencia estética», se observa con toda claridad que la televisión fue y sigue siendo un medio, maravilloso medio, capaz de la inmediatez y lo mediato, la transmisión directa o la diferida, lo puramente informativo-comunicativo y lo estético en un maremagno de modalidades de obras y segmentos de programación. En esto halla su mayor poderío y eficacia, y no hay por qué aherrojarle el collar de «arte», el cual no tiene su medida exacta y, además, en cierto sentido no lo tiene en falta, ya que sí pudiera ofrecer siempre lo estético.
Otro aspecto fundamental de la televisión ha sido siempre su domesticidad. De modo muy distinto a la común audiovisualidad escénica y a los primeros y más convencionales espacios cinematográficos, la audiovisualidad televisiva ha sido concebida para el ámbito familiar, doméstico, en primer orden, lo cual no quita que pueda pensarse en otros espacios.
Tal «domesticidad» fue observada, analizada y teorizada con amplias proposiciones por parte de los sociólogos y psicólogos de la comunicación desde la década de 1930 (Lasswell, Lazarsfeld, Merton…) pasando por décadas posteriores (McLuhan, Fiore…) hasta hoy, quienes han señalado, entre otras, las características del «medio frío» (se hacen actividades colaterales mientras se ve televisión) y un relativo aislamiento (que tiende hoy a ser manejado con cierta frivolidad o incluso superficialidad coloquial bajo el término de «encapullamiento» o «cocoonización»).
Y una tercera característica a señalar es que la televisión heredó, con toda lógica histórica y cultural, los recursos expresivos y dramáticos fundamentales de las audiovisualidades anteriores, o sea, del teatro y del cine. No hay plano ni clase de toma en televisión que no haya estado antes en el cine, y la dramaturgia se atiene a los mismos sedimentos; ha de subrayarse que con el lógico ajuste al medio, en especial a su tecnología y públicos esperados.
Así, al principio la televisión evitaba los planos panorámicos (cuestión de cámaras y resoluciones), solía trabajarse en los estudios con planos más sostenidos, pero las modernas tecnologías (incluyendo las actuales dimensiones de las pantallas y sus resoluciones) han ido transformando (¿identificando?) mucho estos aspectos y diferencias.
Y no ha de dejarse al margen que la televisión también tiene dramaturgia, por lo demás en general deudora de las dramaturgias asentadas por las artes escénicas.
Mucho más en diversidad y detalles pudiera decirse sobre la audiovisualidad general, escénica, cinematográfica y televisiva, así como pudiera extenderse a internet, pero aquí quedan ya suficientes las miradas, razones e incitaciones propuestas en estas páginas.