No recuerdo con exactitud cuándo vi por primera vez El ciudadano Kane. Seguramente fue en alguna emisión del programa televisivo «Historia del cine», cuyo conductor de entonces era tan doctrinario que bastaba la procedencia capitalista de la película para una advertencia sobre su nocivo contenido ideológico. Pero nunca olvidaré la fecha del 19 de mayo de 2002.
Ese «señor muy viejo con unas alas enormes» que fuera el cineasta argentino Fernando Birri impartía entonces un taller en la Universidad Stanford, cuyo proceso docente incluía nada menos que una visita al no demasiado lejano Castillo Hearst. Nuestro encuentro, mientras dictaba yo un ciclo de charlas sobre cine latinoamericano, incitó a Birri a incluirme en aquella aventura. Lo insólito del sorprendente periplo no fue solo recorrer el prototipo del mítico Xanadú remodelado por la desbordante imaginación de Orson Welles. En la comitiva de automóviles que nos conducía a aquel Shangri-La era requisito obligatorio visionar por enésima vez en un muy pequeño televisor una copia de ese clásico por antonomasia que es Citizen Kane para refrescar la memoria.
Al acercarnos a la edificación, ubicada en la cima de una montaña, una niebla espesa que la ocultaba comenzó a disiparse para dejar entrever sus contornos entre las nubes. Nada de una verja de hierro para impedir el acceso a intrusos, coronada por una prominente letra del nombre del magnate de la prensa y poseedor de una fortuna personal suficiente para levantar ese «territorio privado del placer». Solo una primera imagen justifica la definición incluida en el noticiero informativo sobre Charles Foster Kane, incuestionable alter ego del californiano William Randolph Hearst (1863-1951), el Kublai Kan norteamericano, en la deslumbrante ópera prima de un joven de veinticinco años: «Desde las pirámides, el más costoso monumento que el hombre ha construido para sí».
Nadie pudo descifrar el costo de esta obra concebida como ofrenda para disfrutar la relación que le unía a la actriz neoyorquina Marion Davies (1897-1961). Su presencia en Cecilia of the Pink Roses (1918), una de las tres películas que protagonizó en un solo año, sedujo de inmediato al impulsor de la prensa amarilla. «Muy pocas vidas privadas llegaron a ser tan públicas», otra frase del noticiario News on the March que revela el ambiente que rodeó aquel prolongado idilio.
El eclecticismo arquitectónico domina cada espacio del castillo de San Simeón, en el cual el compulsivo Hearst no escatimó en gastos con el fin de trasladar piedra a piedra un monasterio segoviano a la soleada California o de adquirir obras de arte para dispersarlas en aquellos 240 000 acres de superficie. La proliferación de estatuas disímiles, escaleras de todas las longitudes y diseños posibles, y de vegetación trasplantada de los más remotos parajes, rodea a los visitantes. Ir de un sitio a otro equivale a trasladarse incluso en el tiempo, y uno se ve trasportado de una piscina al aire libre, construida al lado de la réplica de un templo griego —locación de una breve escena en el Espartaco de Stanley Kubrick—, a un típico patio español; de la reproducción de alguna mansión italiana a otra asombrosa piscina, esta vez bajo techo, de impresionante eco.
En el silencio reinante allí, en los jardines, las habitaciones o la sala de proyección privada, parecen resonar las risas o las exclamaciones de goce de Marion Davies y sus invitados de Hollywood a aquellas fiestas orgiásticas. Algunos fines de semana las bacanales eran el preámbulo de un paseo a bordo del yate de Hearst, siempre dispuesto a satisfacer cada capricho de la estrella. Uno de estos culminó el 19 de noviembre de 1924 con la nunca esclarecida muerte del realizador Thomas Harper Ince, recreada por el dramaturgo Steven Peros y luego por Peter Bogdanovich en la película El maullido del gato (The Cat’s Meow, 2001). Mientras tanto, la Davies disfrutaba del tenaz asedio de Charles Chaplin, y la temida columnista Louella Parsons, al servicio de Hearst, acechaba desde su camarote, los pasillos o la cubierta, cualquier noticia escandalosa.
Quizás el mayor desconcierto o decepción que siente un apasionado del arte que para Welles fuera solo un juguete ante la comparación con las imborrables imágenes tomadas por Gregg Toland es no encontrar nunca aquel enorme salón donde una aburrida Susan Alexander componía un rompecabezas tras otro. Es incuestionable que el novel Orson, auxiliado por la magistral mirada del talentoso fotógrafo, observaba la vida en contrapicado. Ignoramos si este prodigioso enfant terrible gozó alguna vez del privilegio de encontrarse entre los selectos invitados al castillo en torno al cual circulaban demasiados rumores nada infundados. La desmedida propaganda de sus encantos en las publicaciones era suficiente para dar rienda suelta a la fantasía, con la complicidad del guionista Herman J. Mankiewicz.
Por más que la busqué, la descomunal estufa, supuestamente el elemento principal del decorado, en la cual arde junto a la basura el trineo lanzado con la enigmática inscripción «Rosebud», no figura en ninguna parte. Y las que se multiplican de un sitio a otro poseen unas medidas comunes y corrientes. Uno añora que, de un momento a otro, sea reproducida por algún altavoz la partitura compuesta por Bernard Herrmann para acompañar la irresistible ascensión y caída del controvertido empresario. También se frustrará quien busque los grandes espejos reproductores hasta el infinito de la obesa silueta del propietario o la gigantesca escalera por donde descienden a contraluz Kane-Welles-Hearst o Raymond, el mayordomo «que sabe dónde están enterrados todos los cadáveres».
A diferencia del Kane «ficticio», el creador de un imperio sobre un imperio promovió este paradisíaco lugar en vez de un teatro de ópera para acoger a Marion Davies, sin tener que contratar los mejores profesores de actuación y dilapidar millones en onerosos decorados y vestuarios. No era una «hermosa pero incompetente amateur», de actuaciones «absolutamente imposibles» sobre las que no se podía decir «nada, sino que representa un nivel muy bajo», ni mucho menos rechazada por el público. Aunque tartamudeaba en medio de cualquier nerviosismo, su incuestionable talento le posibilitó el arriesgado tránsito del cine silente al sonoro sin convertirse en una de las tantas víctimas incapaces de sobrevivir a la nueva era. Hearst no tuvo que invertir «demasiado dinero por una dama sin cabeza», ni obligarla a actuar ante las cámaras, aunque muchos afirman que en un momento determinado su influjo constituyó un obstáculo en la trayectoria artística de Marion Davies. Llegó el temprano pero precipitado ocaso y ella se refugió en el alcohol, que corrió por su palacio como el agua por tantas fuentes dispersas.
A la partida en el atardecer, mientras los vehículos descendían, algunos volvimos la cabeza para cerciorarnos de la certeza de un sueño compartido. Para entonces, la niebla y las nubes se habían cernido de nuevo en torno a San Simeón hasta cubrirlo por completo, quizás por algún sofisticado efecto especial. Al fin y al cabo, los norteamericanos nunca han escatimado en estos para encandilar a los espectadores, y Hearst seleccionó con especial atención el sitio para erigir su refugio del mundanal ruido hollywoodense. No menos megalómano que su consagratoria creación, Orson Welles magnificó al extremo cada espacio y cada ángulo del Castillo Hearst con el propósito de ajustarlo a las desproporcionadas dimensiones de su Xanadú cinematográfico. El cine, para él, era la «más egoísta, engreída y absorbente de las artes», que «no tiene límites y es una cinta de sueños».
Un saludo lleno de aprecio y gratitud para Luciano Castillo desde Medellín, Colombia, dónde nos conocimos hace años. Me alegró poder recorrer imaginariamente ese espacio tan legendario, en este magnífico texto donde la realidad y el cine se entretejen.