Todo lo que queda, piensan muchos artistas de hoy, es el hombre… desnudo, pobre, miserable. Ya no hay celebraciones. El nuestro, nos dicen los científicos, es un universo desechable (…) Nuestras obras de piedra, pintadas o impresas, apenas perduran unas décadas o un milenio o dos. Pero todo debe caer finalmente bajo la tierra o consumirse hasta el final en ceniza universal. Los triunfos y los engaños, los tesoros y los fraudes, como es ley de vida, todos tenemos que morir. Sed honestos. Claman los artistas muertos desde el vivo pasado. Nuestros cantos serán silenciados, pero ¿qué importa? Seguid cantando. Quizá el nombre de uno no importe tanto.
La realidad es el cepillo de dientes que nos espera en casa (…) y la sepultura.
Orson Welles, F from Fake
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Mientras el público recibía con beneplácito el estreno de Al otro lado del viento (The Other Side of the Wind, 2018), la obra póstuma de Orson Welles, la crítica, en tanto, quedaba dividida. El abigarramiento del montaje, la «innecesaria» fragmentación del discurso visual y los excesos de malabarismo estilístico, de contenido y subtexto, son, por lo general, los argumentos que esgrimen los detractores de esta película, los cuales arriesgan, todavía más, un cuestionamiento respecto a la pertinencia o no de hacer un filme cuyo plasma ideológico, dicen, se muestra caduco y «fuera de contexto».
Y es que, con su modo muy irónico de retratar a Hollywood como una gigantesca y esquizofrénica Babilonia —con productores ególatras, más preocupados por las ganancias y posibles audiencias de un filme, acompañados por el afán de sensacionalismo de periodistas despiadados y metiches—, un arte erótico más cercano a lo pornográfico, varios latiguillos de confrontación con el cine de Antonioni, Godard y compañía, cuyas películas Welles consideraba «una verdadera estafa» y, sobre todo, su arremetida contra el american way of life, tal vez esta película hubiera podido escandalizar al espectador y la crítica de los setenta, pero a los receptores de hogaño ni un tanto.
Frank Marshall, Filip Jan Rymsza y Peter Bogdanovich resucitaron un proyecto que estaba, por diversas razones, «bien muerto y enterrado». Eso sí, el más generalizado de los argumentos contra el filme aprecia en este empeño un gesto de buena voluntad, aunque la obra en sí «muy poco aporte» respecto a las consideraciones sobre el autor de El ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), Sed de mal (Touch of Evil, 1957) o Campanadas a medianoche (Chimes At Midnight, 1965), por solo mencionar las más emblemáticas, a las cuales Al otro lado del viento «no supera». Más o menos, la película sería una «experiencia insatisfactoria» que sigue el mismo destino de Don Quijote (1969-1992), otro de los proyectos incompletos de Welles, rescatado también en etapa póstuma.
En todo esto es obvia la pasión con que el impulso de la inmediatez oxigena a toda crítica puntual. Mi interés, no obstante, es apenas el reparo a ese debate que, centrado en los «aportes» de esta película, pueda complementar o no las visiones sobre una poética que seguirá siendo objeto de atención por parte de la crítica especializada. Sobre todo, porque el estreno del filme ha resucitado también la discusión respecto al análisis de esos «estilemas» recurrentes que conforman su «cine de autor», un término que comprende un cierto grado de problematización y al mismo tiempo ha sido objeto de reformulaciones y nuevas polémicas en los actuales estudios académicos.
Mi acercamiento a la cinta parte de una negación de ese término para resaltar, de las marcas discursivas que distinguen la filmografía wellesiana, la reconfiguración de un contínuum ideológico. Apoyaré mis comentarios destacando la presencia de esa gradual evolución de su ideología artística en los nexos que El ciudadano Kane y Fraude (F for Fake, 1973) establecen con Al otro lado del viento; esta última, a mi juicio, un suceso extraordinario en la filmografía de su realizador, pues, dado su contenido ideológico, complementa —y al mismo tiempo resume— las particularidades que tipifican lo que denomino su «cine de tesis».
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Para comenzar, secundaré los criterios de Francisco Javier Gómez Turín[i] respecto a los conflictos en las relaciones entre un supuesto realizador y el espectador, en las cuales el hecho fílmico es apenas un «ente mediador»; razón que aduce, según el analista, una de las problemáticas principales que encierra la acuñación de la autoría. Desde el decreto barthesiano que postula un acta de defunción ya bastante conocida, y acodado todavía en las teorías de la dialogicidad del espacio textual, resulta atinado el énfasis de Gómez Turín al considerar ese complejo tejido, en su fase todavía en manos del emisor, como «pendiente de actualización» o «máquina presuposicional», y por otro lado, su constitución final, en tanto texto, «en el momento de su interpretación». En este último vértice del haz de relaciones, donde queda reservado el protagonismo del acto hermenéutico en manos del lector-espectador, corresponde identificar los enunciados que articulan el mensaje ideoestético del texto. Hasta ahí, nada nuevo.
Sin embargo, esos criterios que visibilizan la apropiación acertada de diversos referentes teóricos —desde Bajtín, Kristeva, Barthes, Eco a Bardwell et al.— sirven a Gómez Turín para descartar el tan llevado y traído concepto de autoría, y hablarnos del autor-realizador apenas como una «etiqueta», un cliché al que se le adjudica el término a falta de algo mejor que nombre al anónimo y al parecer abstracto «ente emisor». Dice: «Desde nuestra perspectiva, en el lugar del emisor del texto (y del discurso) aparece un ente específico, vinculado con el término “autor”, que solo podemos utilizar como una etiqueta que sirve al objetivo básico de “entendernos” a través del lenguaje; nuestra opción le considera una simple firma como director que es el “alias” del equipo de producción, como huella en el texto, siendo el verdadero autor el lector, en su proceso de interpretación. Si, tal como lo concebimos, el lector asume su participación plena y se convierte en creador de un nuevo texto (la lectura), su interpretación poco tiene que deberle a ese supuesto “sentido final”; el llamado “autor” no es sino un primer lector de su obra, y su proceso interpretativo —en el seno del marasmo intertextual— responde a un análisis en un momento y situación dados».
Este punto de vista interesantísimo nos remite a las irreconciliables posturas teóricas entre un defensor del auterism, Andrew Sarris, y una detractora del mismo, Pauline Kael, quienes desde el espacio académico norteamericano en las últimas décadas del pasado siglo enriquecieron el debate sobre este tema en tanto aportaban, desde uno u otro bando, diversos modos de acercamiento a las estéticas de realizadores del también llamado cine off-mainstream.
Por el camino del revisionismo, teóricos más actuales como Peter Wollen —un defensor del concepto basado en la observación de las estructuras— y luego Stam, han dado un cierto giro a los estudios de autor en el cine, enfocados en la recepción de la obra cinematográfica. Particularmente el último insiste en el acorralamiento del auterism con el auge de los estudios culturales que han privilegiado la categoría de la recepción. La figura anónima del espectador alcanza un protagonismo insospechado y, junto a él, cobra un nuevo redimensionamiento el concepto de interpretación, la hermenéutica —prefiero decir la hermenéutica textual simbólica—, un método desde el cual el análisis de la superficie textual, las recurrencias estilísticas que hasta ahora han servido para descifrar la «huella autoral», es apenas un escalón primario para acceder a las claves de enunciación emanadas de la lectura del texto fílmico. En otras palabras, un procedimiento que permite al lector-espectador apropiarse del texto, identificar sus relaciones gnoseológicas con el contexto en el que se concibe y, sobre todo, las pautas ideológicas de quien lo concibe. Secundando a Stam, la historia del cine ya no es simplemente la historia de las películas y sus realizadores, sino también la historia de los significados que, en diferentes épocas, una portentosa genealogía de espectadores —diría Jenkis, la «comunidad interpretativa»— aportan a las películas.
Es justo esa compleja semiología del espacio textual, ya definida por Lotman —y no solo—[ii] lo que torna caedizo el concepto de autoría. El engranaje palimpséstico de las referencias intertextuales procedentes de diversos vectores de la cultura, o en términos de Jung, del inconsciente colectivo, las superposiciones que lo convierten en un compuesto de citas o rescrituras que poco o casi nada contiene de original, y sobre todo, el detenimiento en el análisis de las marcas de estilo en la evolución de una filmografía específica, por cierto, ya bastante generalizadas y de por sí problemáticas también en términos de originalidad, no hacen otra cosa que revelar lo incompleto de una praxis que casi siempre privilegia la epidermis del espacio textual, cuando no los aspectos de su semántica. Por otro lado, si es posible situarse en el ámbito del «compartimiento autoral», toda vez que el lector-espectador «reconstruye» el texto a partir de su inmersión en los diferentes niveles del discurso, según su experiencia-competencia cultural, esta problemática se torna todavía más conflictiva.
Sin embargo, creo posible un resquicio para el discernimiento de esa huella cuando el proceso creativo de un determinado auteur se convierte, per se, en un poderoso ejercicio de dilucidación; un modo muy personal de dialogar, en su proceso creativo, con las problemáticas más acuciosas de su contexto —políticas, sociales, económicas, filosóficas, religiosas, en fin, todo lo concerniente a las particularidades de su experiencia y competencia culturales—, las cuales son capaces de movilizar, en síntesis, una conciencia estético-crítica. Se trata de una manera, acaso única, de expresar esas preocupaciones en el continuum de su obra, mientras se obliga constantemente a reinventarse a sí mismo para demostrar su tesis que emana, justo, de las claves que pone en juego en los niveles de enunciación del espacio textual, en el orden sintáctico, semántico y también pragmático. Aunque ese cine de tesis casi siempre puede apreciarse cuando la evolución estética de un determinado realizador se considera cerrada para la historiografía, a veces es posible aventurar sus rastreos en el curso mismo de una producción aún en plena faena creadora; todavía, en contextos macrorregionales donde las intenciones autorales muestran una reiterada convergencia ideológica; a veces —con su investidura de rara avis— en la vorágine de una obra sola.
3
Al otro lado del viento confirma lo que, desde El ciudadano Kane, Orson Welles ya nos advertía en un parto de lucidez intelectual: una buena porción de su obra, si no toda, en su contenido ideológico, nos habla de una «problematización de la autoría», que entiendo en tanto legado cultural; la huella que visibiliza el carácter efímero de la condición humana respecto a su creación y lugar en el mundo, y las tensiones, digamos también (in)comprensiones, que genera una posible universalidad de ese legado, es decir, su «trascendencia». En esa preocupación por el legado tiene su centro la vorágine de la vida del hombre en un espacio-tiempo dados y sus tensiones —flagelaciones, mutaciones, interrelaciones— con el poder. Se trata de una narrativización de los saberes (saber, hacer, querer, poder) de la condición humana que revela su naturaleza efímera respecto al mundo, su condición natural de sujeto supernumerario debido a la finitud de una existencia en la cronología del tiempo y la historia. Esa tesis no hace otra cosa sino convencernos, sin importar su escala de valores sociales, políticos o económicos en una sociedad determinada, de la innata naturaleza descartable del hombre.
Es, pues, una fenomenología de la condición humana, con un sello metafísico, que transparenta de un modo peculiar las preocupaciones de Welles en torno al devenir del hombre y su inserción en el mundo, sus conflictos existenciales y su comprensión —redundantemente humana— de la cosmovisión ontológica que imponen los ritmos universales de la historia; una problemática del ser-en-el-tiempo que posibilita construir otredades redivivas, convenciones culturales que, desde los replanteos estéticos del cine, cartografían los mitos sedimentados por (y vinculados a) la condición humana. En este orden, en la poética de Welles late un esteticismo que puede entreverse a partir de los preceptos hermenéuticos de la psicología fenomenológica, en tanto permite explorar las densidades de la experiencia vivida mientras violenta, constantemente, las fronteras entre realidad y ficción.
Decía Welles que una película nunca es un informe sobre la vida, pero en su obra en particular la representación de esa realidad alcanza un sentido de otredad, emanado de una voluntad imaginal que tiene su esencia no solo en la comprensión de su propia experiencia cultural, sino también de su existencia, ese indefectible propósito de entender el mundo, situarse en él. Añado a esto, relacionarse con él, «crearlo». Conocer, especialmente aquello invisible y oculto —nos dice Jáuregui—, es una facultad intelectual, forma parte de la condición humana. James Hillman había redireccionado, desde el psicoanálisis hasta la fenomenología, la importancia que la imaginación como categoría adquiere en los estudios sobre la psique. La particular relación entre imaginación y fantasía enriquece las posibilidades expresivas del universo psíquico a través de la reflexión, del sueño, la imagen y por supuesto, del mito, «esa modalidad que reconoce toda realidad como primordialmente simbólica o metafórica», con la potestad extraordinaria de crear otredades vivenciales anímicas, aquello que el eidos —la imagen, en el sentido clásico para los griegos— postula como una forma vívida del pensamiento en tanto connota modos de ver y acercarse a los fenómenos que la realidad-real convida a repensar, a interpretar sus formas culturales y valores, elaborar juicios de sentido, eso que Freud nombró, en sus dilucidaciones teóricas sobre el funcionamiento de la mente, «verdades de una nueva índole».
En este punto no sería ocioso acusar, en Welles, una estética neocamp, en el sentido marcado por Sontag: «ofrecer al arte (y a la vida) un conjunto diferente (y adicional) de criterios», una realidad en la cual la existencia se asume «como la adopción de un papel», la extensión «que llega más lejos, en cuanto a sensibilidad, de la metáfora de la vida como teatro». Welles parece decir aquello que Mair, estudioso del psicoanálisis y del inconsciente había postulado: «la realidad me llega metafóricamente». La raíz poética de su narrativa desanda los meandros (míticos) de una experiencia humana evocada y por lo tanto visibiliza una psicología que no se fundamenta en la mente, en el análisis del comportamiento del sujeto, sino en las formas culturales que adopta esa otredad repasada que hibrida «un diálogo hospitalario» y convida a un esfuerzo demorado en el receptor. En la representación de esa realidad otra, regida de una voluntad imaginal, halla su esencia la comprensión no solo de su experiencia humana, sino también de su existencia, de sus tensiones con el proceso creativo y su legado a la historiografía cinematográfica. De ahí que, aunque muchas veces se atreva a negarlo —y como receptores-críticos nos obligue a pisar sobre terreno pantanoso en el proceso de recepción de sus obras—[iii], gran parte de los estudiosos señalen en sus filmes un trasvasamiento (auto)biográfico del «enigma» Orson Welles. En otras palabras, la «problematización de su huella autoral».
Resulta sintomático que el reflejo de esas tensiones entre autor (hombre)-proceso creativo (obra)-legado (mundo) aparezcan refractadas como un juego de espejos —del mismo modo a la emblemática escena de La dama de Shanghai— donde el primero, el vértice más endeble de la triada, pulsará constantemente la subversión del orden cósmico mientras desafía su carácter de sujeto supernumerario. La condición humana aspira a la grandeza, de ahí que sus relaciones con el poder apunten, sobre todas las cosas, a la perpetuidad de su huella y legado. Lo hará, nos dice Welles, por ostentación, manipulación, imitación. De este modo es comprensible que los personajes de Welles encierren un dilema ético en el cual el fantasma del Narciso ovidiano, asomado a las aguas del estanque, no es apenas un tropo del doblez, de la naturaleza oscura del inconsciente individual, sino también del hombre como sujeto múltiple, refractado en las densidades multivalentes del Ello. La condición humana no solo es efímera, sino también ilusoria, imperfecta, pero sobre todo minúscula, con toda la majestuosidad de su poder, ingenio y grandeza. La enunciación de ese prisma ideológico se sustenta por el despliegue de un sujet que articula una estética de la repetición, una reinvención del emplazamiento de la(s) instancia(s) narrativa(s), según sea el caso, mientras le concede en sus películas un sitio privilegiado al punto de vista y a las marcas de estilo que hacen posible el afloramiento de ese sustrato ideológico.
El ciudadano Kane no es solo «la historia de una búsqueda por un hombre llamado Thompson del significado de las últimas palabras de Kan», sino también la de un exorcizo personal[iv] enmascarado en la metáfora de la volubilidad de un legado reconstruido sobre la base de restos memorísticos, pero perfectamente olvidable en el devenir del tiempo y la historia. Un poder convertido en cenizas. Cuando Thompson resume derrotado, ante la imposibilidad de descubrir el misterio del lexema Rosebud, que «ninguna palabra consigue explicar la vida de un hombre» y que esta solo sea tal vez una pequeña pieza de un significado mucho más complejo, Welles establecía un contrasentido a eso mismo que, durante los distintos momentos del discurso adelantaba como parte de ese misterio: Rosebud era también «unas últimas palabras», «un secreto», «un nombre de mujer», «un caballo», «algo que no pudo conseguir», «algo que perdió» y «la pieza que falta de un puzzle», pero al mismo tiempo un modo de expresar, desde su obra, y tomando como soporte su experiencia personal de vida, la historia de una metamorfosis y un revelamiento: el poder efímero de la condición humana, el legado que apenas consigue sobrevivir en la memoria de otros y pronto se olvida.
La investidura de falso documental de Fraude nos habla de un sujet que no solo explica el sentido ideológico de la película, sino que lo implica, lo confronta, en su capacidad de subvertir las fronteras entre realidad y ficción. De alguna manera, sus conexiones con El ciudadano Kane sobrevienen de ese interés por demostrar cuánto puede crear, manipular, falsificar o destruir la condición humana en su propósito de alcanzar la perpetuidad de su legado, el afán de trascendencia del hombre en el tiempo y la historia, casi como una obsesión. Es el proceso creativo, nos dice Welles, el que solo puede explicar la vida del hombre y no al revés, pero el sentido metafísico, apocalíptico con el cual explica su tesis, nos augura que, en ese afán del hombre, incluso, esa búsqueda también es ilusoria porque la obra creada, sin importar sus valores, es igual de efímera como la propia condición humana. Sólida o ilusoria, verdadera o falsa, el maridaje entre el hombre y su creación permanecen condenados a convertirse en «ceniza universal» y desaparecer. De esta forma, Fraude incorpora al punto de vista del apotegma wellesiano una preceptiva «determinista», bastante pesimista, frustrante, nihilista, hasta entonces no presente en su primera película, y que probablemente sea consecuencia de las propias tensiones personales —sobremanera conocidas— que como creador Welles experimentó en diversos instantes de su vida.
No me interesa en lo absoluto un posible debate respecto a cuánto pudiera haber coincidido o no el resultado estético de Al otro lado del viento con la supuesta versión de un corte final de Welles, si estuviese vivo, pues toda polémica por este camino sería, cuando más, una discusión bizantina[v]. Pero sí me aventuro a comentar cuán cerca estuvo la idea original de este filme de convertirse, tal vez, en la obra más importante en la carrera de su realizador si en su momento la hubiera terminado. Esta película viene a ser, a mi juicio, el corolario de esas preocupaciones estético-filosóficas que, en mayor o menor grado, asoman en sus filmes anteriores. No por gusto, desde su lecho de muerte, según leemos, de todos los proyectos inéditos e inconclusos era este el que más le preocupaba, el que había recomendado concluir, y no otros.
Al otro lado del viento —muy cercana a Fraude en su hibridez conceptual—, reconstruye el último día en la vida de Jake J. Hannaford (interpretado por John Hudson), un famoso director de cine que encuentra obstáculos para culminar la película que está filmando. Si en El ciudadano Kane la perspectiva de enunciación privilegia la fragmentación de los distintos narradores que evocan la figura del personaje principal, en Al otro lado del viento la evocación se plantea desde las diversas visiones de quienes, cámara en mano, han recogido cada instante de ese último día.
De esta manera, como plantea Otterlake (Peter Bogdanovich) en el segmento introductorio —«esbozar un retrato fílmico de aquel hombre tal como se veía a través de todas esas visiones diferentes»—, ese retrato se revela como una puesta en abismo desde la cual, a partir de la reconstrucción de retazos documentales, el sujeto múltiple tendrá su convergencia en la univocidad del yo. Ese punto de vista, una narrativa editorial que complejiza constantemente la perspectiva de enunciación, pues los personajes y el propio Hannaford se saben a sí mismos representados y acechados por la mirada de la cámara, introduce el núcleo ideológico fundamental de la película. Tenemos que un periodista interroga a Jake mientras conduce su auto: «¿Es el lente de la cámara un reflejo de la realidad o la realidad un reflejo del lente de la cámara? ¿O la cámara simplemente un falo?», a lo que este responde: «Necesito un trago». Es ese, quizás, el más audaz de los planteamientos en el filme en tanto considera una de las primeras problemáticas que atañen al proceso creativo.
En esta película se tensan, hasta donde he visto, como nunca antes en la obra de Welles, los límites entre realidad y ficción, pues el mundo representado se asume como una convención cultural que, al anticipar puntos de contacto con la concepción baudrillardeana respecto a cómo vemos (nos insertamos en) ese mundo, nos habla de la capacidad creadora de un pensamiento crítico, sus obsesiones más perentorias respecto a las tensiones del hombre con el poder y su deseo de perpetuarse en la cronología de la historia a través de su obra.
Y en el centro de esa concepción, la problematización de la autoría, el mundo representado movido por una voluntad imaginal que ya no solo ostenta, manipula o falsifica, sino que «suplanta», que juega a ser Dios. Hannaford concibe su película como la materialización de sus proyecciones oníricas —nos dice uno de los personajes— y las hace reales, las moldea en arcilla del mismo modo que «un Dios terrible y celoso» que deberá destruir lo que crea porque esa es su obsesión. La mirada «fálica» de la cámara es también la mirada de un impostor, la univocidad de un yo multiplicado que también nos advierte de los peligros que su acto creativo encierra: sustraernos la «esencia vital», filmarnos «hasta matarnos».
Al otro lado del viento nos habla de la suplantación de la figura de Dios por el hombre en su empeño estéril de subvertir lo que antes Bajtín y luego Bauman —este último apoyado en las teorías del primero— denominan el terror cósmico para explicar la vulnerabilidad de la condición humana, su carácter intrínseco de sujeto supernumerario en la escala universal; y al unísono, de la negación de ese carácter residual en la infinitud de un universo que nos supera y absorbe. Por eso Hannaford no teme declarar que Dios no ha muerto, pervive en cada acto y obra que el hombre construye, no importa que imitar y suplantar conlleve a la destrucción de la figura humana. En este punto la película trae a colación una interesante perspectiva de la idea de Dios, que guarda puntos de contacto con el ecofeminismo de finales del siglo XX y las teorías de la Gaya ciencia, respecto a la noción de Dios como mujer. La mujer que nos tienta y seduce, que deseamos fervorosamente poseer pero, como John Dale, indefectiblemente rehuimos cada vez más de ella. En algún momento de la película, Hannaford interpela a sus interlocutores: «A todos nos gobierna el viento, ¿no? Así que, si el señor es una mujer, y la voluntad de Dios es su voluntad, todos podemos relajarnos y dejar de esperar que el universo tenga lógica». Acaso la venganza a cuchilladas contra el falo de artificio es el modo con que Welles, hijo de la Luna, intenta explicarnos la inutilidad de una rebeldía que se resiste a considerar su naturaleza efímera en cronología del tiempo y la historia. A esa negación del carácter vulnerable y a su condición de sujeto supernumerario, el hombre probablemente no renunciará nunca.
En Fraude desfachatadamente Orson Welles se declaraba un charlatán, un pretensioso prestidigitador que se inventaba a sí mismo —y a nosotros— una historia sobre el arte. Se hablaba allí de argucias, mentiras, falsedades, triunfos y grandezas del proceso creativo que, de algún modo, explicarán siempre la vida del hombre. En Al otro lado del viento lo hace desde su obsesión más perentoria, el cine, y de cierta forma, como vía de pensar, explicar, su futuro. Sobre este aspecto de acercamiento a la película la crítica ha sido prolífica y es inútil, a falta de espacio, ahondar en detalles. De todas maneras, incluso solo desde este costado, sorprende cuánto en ella se avizoraba, allá en los lejanos setenta, parte —si no todo— de los caminos por los cuales desanda hoy este arte y su industria.
En el mainstream de la hermenéutica, en las variantes de lecturas tantos lectores-espectadores, tal vez no sea una quimera encontrar en toda obra fílmica la huella de la tesis que acuse no solo una capacidad creadora, sino también crítica respecto a las problemáticas que activan la conciencia artística y revelen, del realizador y su creación, un modo muy personal de construir su «mundo representado», que al mismo tiempo lo piense, lo viva, lo cree y «desde él» explique además su conciencia crítico-artística. En dos palabras, que se explique «a sí mismo». Quizás sí lo sea la certidumbre de que, en su propósito, el receptor pretenda el desciframiento total, al fin y al cabo, de los «enigmas» más personales del pensamiento creador, máxime cuando, como es el caso del realizador que nos ocupa, cada paso emprendido en ese objetivo corre el riesgo de fenecer en la vorágine de su obra.
Es allí, en el sentido y no en la textura, donde reina y nos desafía a muerte ese «cine de tesis».
[i] Véase: «Algunos estilemas en la obra de Theo Angelopoulos: mise en abyme, elipsis y fuera de campo», John D. Sanderson (ed.): ¿Cine de autor?: revisión del concepto de autoría cinematográfica, Vicerrectorado de Extensión Universitaria, Murcia, España, 2005, pp. 21-38.
[ii] Sanderson, al reseñar y evaluar los trabajos presentados a propósito de un debate académico sobre el término, explica que, por lo regular, este concepto se ha basado en el reconocimiento de la obra de un director desde dos posturas principales: la caligrafía cinematográfica y la recurrencia temática. A su juicio: «(…) El punto álgido se alcanzaría al identificar en una obra completa obsesiones ocultas incluso para el propio cineasta, que podían abarcar desde una tipología de plano o una estrategia de edición, hasta un perfil determinado de personaje o un desarrollo argumental repetitivo». Entre las principales detracciones al concepto se maneja 1) la falta de originalidad que, sin embargo, también puede aducir este anclaje repetitivo; 2) la labor conjunta de demasiados profesionales como para adscribir la creación de una película a una única persona (donde incluso el ejemplo de El Ciudadano Kane pudiera ilustrar al respecto; y 3) se trata de una corriente teorica superada de los años 60 e inicios de los 70 en el ámbito académico universitario, aunque todavía lastrada en los ejercicios de crítica cinematográfica (Vid John D. Sanderson: «Presentación», a ¿Cine de autor?: revisión del concepto de autoría cinematográfica, ob. cit., pp., 9-14).
[iii] López Díez nos ilustra en una nota respecto a las mentiras de Welles y su comentario a Jean Clay, en una entrevista, en 1962: «Si trata de analizarme, le mentiré. El setenta y cinco por ciento de lo que he dicho en entrevistas es falso. Soy como una gallina protegiendo sus huevos. No puedo hablar. Debo proteger mi trabajo. La introspección es mala para mí. Soy un médium, no un orador. Como ciertos místicos orientales y cristianos, pienso que el “yo” (self) es una especie de enemigo. Mi trabajo es lo que me permite salir de mí mismo. Me gusta lo que hago, no lo que soy… ¿Sabe cuál es el mejor servicio que alguien puede prestar al arte? Destruir todas las biografías. Sólo el arte puede explicar la vida de un hombre; y no al contrario» (Jaime López Díez: «“Rosebud”: análisis textual de una palabra», pp. 45-6, disponible en: https://www.google.com/url?sa=t&rct=j&q=&esrc=s&source=web&cd=1&cad=rja&uact=8&ved=2ahUKEwi2pODigqPiAhVR1lkKHfeLBc4QFjAAegQIAxAB&url=https%3A%2F%2Fwww.academia.edu%2F24388013%2F_ROSEBUD_._AN%25C3%2581LISIS_TEXTUAL_DE_UNA_PALABRA_Trama_y_Fondo_June_2008_&usg=AOvVaw2IHfOT804ZXJcuiqDx2wVP, consultado en abril de 2018.
[iv] Véase el excelente trabajo de López Díaz anteriormente citado que, no exento de incorrecciones estilísticas, ofrece una interesante dilucidación del núcleo ideológico de El Ciudadano Kane acompañado de un acucioso examen de las posibles referencias autobiográficas que complementan el discurso ficcional. En este sentido, viene bien recordar que otros especialistas en la estética fílmica de Welles han advertido esas mismas alusiones a su vida personal en otras películas como la emblemática Campanadas a medianoche, la aquí comentada Fraude, entre otras no menos favorecidas por el público y la crítica.
[v] Aunque sí un interesante estudio en cuanto al cotejo del script final con la versión de Bogdanovich et al., la revisión de los materiales descartados y los motivos que propiciaron esa decisión, etc.; sin dudas, una investigación que nos sobrepasa, pero con seguridad no descartamos que pueda ser hecha, en lo adelante, por los estudiosos de la obra de Welles que tengan acceso a estos materiales en el fondo hemerográfico atesorado por la Universidad de Michigan, en Estados Unidos.
Excelente es decir poco,
Afectuoso saludo
Begoña Zabala