Como cinéfilo empedernido confieso que nunca —absolutamente nunca— me pasó por la mente la idea de que alguna vez pudiera asistir a una ceremonia de entrega de los premios Óscar. Solo que la realidad supera la ficción y, en 2017, Alejandra Espasande, que desde el archivo de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood alienta la restauración de los clásicos del cine cubano, me sorprendió con la noticia de que me invitaría a la premiación, aprovechando que yo me encontraba en Los Ángeles para presentar, en el museo Paul Getty, Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea, en una deslumbrante copia promovida por The World Film Foundation que lidera Martin Scorsese.
Tras la prueba del tuxedo, por las exigencias de etiqueta, el domingo 26 de febrero de 2017 me enfrenté a la prueba de fuego que es esa alfombra roja, más corta de lo que imaginaba, pero pletórica de emociones: ver de cerca a la altísima Nicole Kidman, estrechar la mano al actor canadiense Ryan Gosling o dirigirme al indio Dev Patel, los tres, nominados a una estatuilla que horas más tarde iría a parar a otras manos.
Por una alfombra similar, pues antes la ceremonia se realizaba en el Dorothy Chandler Pavillion, y no en el Dolby Theater, en el corazón de Hollywood, quién sabe si caminó Ernesto Lecuona en 1943, cuando fue nominada su canción «Siempre en mi corazón». Andy García la recorrió el 19 de febrero de 1991, quizás con la seguridad de que recibiría el galardón por su actuación en la tercera parte de El padrino. Y el 14 de febrero de 1995 posarían para innumerables cámaras Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, realizadores de Fresa y chocolate, la única película cubana hasta la fecha que ha sido nominada al Óscar en la categoría de mejor filme de habla no inglesa (y que perdió en buena lid ante Quemados por el sol, de Nikita Mijalkov). Los acompañaba la actriz Mirtha Ibarra, la Nancy delineada por el espirituano Senel Paz.
Lo que más me asombró al comenzar la ceremonia fue percatarme de que era un espectáculo concebido expresamente para la televisión y no para los cientos de asistentes al gigantesco teatro. En sus numerosos descansos o intermedios entre un segmento y otro —en los cuales incluyen durante la transmisión los comerciales que financian el elevado costo—, el espectador en el teatro ve los cambios escenográficos y a varias empleadas que sin prisa alguna pasan un brillador, como le decimos por acá a este instrumento de limpieza, al refulgente piso del escenario.
Otra curiosidad, desconocida por muchos, son los llamados seat filler (rellena asientos). Todos los que han visto alguna grabación de las premiaciones habrán observado que en la plantea nunca hay lunetas vacías. Y esa es justamente la función de estas cien personas: ocupar, sin que se les permita hablar con las estrellas que tengan a su lado, los asientos de los invitados que se levantan para presentar un premio, recibirlo, ir al bar o al baño.
No resulta paradójico que mientras transcurrían aquellas cuatro horas de una ceremonia mucho más dinámica y fluida que en años precedentes, no pocos privilegiados que poseían una invitación, aunque fuera para los pisos superiores, prefirieran verla desde un televisor en el bar del primer piso por la posibilidad de conocer alguna luminaria… y de beber toda la coctelería posible sin costo alguno.
Sintetizar en tan limitado espacio todas las incidencias de aquella noche es imposible, todo un reto para este cronista. Como ocurre casi siempre, algunos de los premios otorgados resultaron polémicos; por citar un ejemplo, el de mejor actriz a la jovencísima Emma Stone, que, si bien está excelente en La La Land —mi preferida entre las nominadas—, no debió ser elegida por la membresía votante de la Academia por encima de la inconmensurable francesa Isabelle Huppert, «la mejor actriz del mundo», según el holandés Paul Verhoeven, quien la dirigió en Elle.
Pero esta edición número 89 de los premios de la Academia, fundada en 1927 por 36 personalidades presididas por Douglas Fairbanks, estaba destinada a ser histórica. Y no solo porque en algunos intermedios cayeran pequeños «paracaídas» con confituras sobre la platea, que también se distribuyeron en las filas de los pisos superiores para entretener los jugos gástricos durante el extenso espectáculo. En el momento culminante: el anuncio del título ganador en la categoría de mejor película, los veteranos Faye Dunaway y Warren Beatty, los míticos Bonnie y Clyde, proclamaron vencedora a La La Land, de Damien Chapelle, y estalló un estruendoso aplauso. Los productores de este hermosísimo tributo al musical subieron a recoger sus estatuillas y mientras daban los consabidos discursos de gratitud, de pronto ocurrió algo inusitado. Beatty regresó al escenario para anunciar que había ocurrido un error y que la película triunfadora era Moonlight, de Barry Jenkins. No fui el único de los presentes en pensar que era una broma de mal gusto, y hasta se lo comenté a Alejandra, pero ella insistió en que no.
Aquella insólita confusión resultó tan indescriptible como esa experiencia para mí y su relato abarcaría más líneas de las reglamentarias. Por eso no me queda otra alternativa que evocar aquel happy end de Pretty Woman, del desaparecido Garry Marshall, cuando un transeúnte exclama: «¡Esto es Hollywood!».